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Joyce Lakeland

—Se llama Joyce Lakeland —me explicó el viejo Bob Maples, el sheriff—. Vive a unos siete u ocho kilómetros, en Derrick Road, justo al lado de la vieja granja de los Branch. Tiene una casita confortable allá arriba, detrás de las acacias.
 Creo que conozco el sitio —dije—. ¿Es una fulana, Bob?
 Bueno, es probable, aunque actúa muy discretamente. No ha hecho tonterías ni se lía con el primero que encuentra. Si no fuera por alguno de esos clérigos de la ciudad, no me preocuparía lo más mínimo por ella.
 Me pregunté si con ello no se la beneficiaría, pero me dije que no. Tal vez no tenía mucha cabeza, pero Bob Maples era un hombre recto.
 —Entonces, ¿qué hago con esa Joyce Lakeland? —le pregunté—. ¿Le digo que le largue una temporada o que no vuelva?
 —Bueeeno —se rascó la cabeza enfurruñado—. No sé, Lou. Pues... bueno, tú vas allí a verla, te haces una idea y decides tú mismo. Estoy seguro de que serás amable y educado con ella, como sabes serlo. Y lo estoy también de que si es preciso actuarás con firmeza. Ve a ver que opinas. Tienes mi apoyo, hagas lo que hagas.
 Me presenté allí hacia las diez de la mañana. Aparqué el coche en el patio dando la vuelta para salir con más facilidad. La placa oficial de la oficina del sheriff quedaba así oculta, pero no lo hice a propósito.
 Llegué al portal, llamé y retrocedí un poco, con el Stetson en la mano.
 Me sentía incómodo. No estaba seguro de saber qué decirle. Porque nosotros tal vez seamos anticuados, pero nuestras normas de conducta no son las mismas que las del Este o el Medio Oeste. Aquí todos dicen "si, señora" y "no, señora" a cualquier persona que lleve faldas; a cualquiera mientras sea blanca, se entiende. Aquí, si se pilla a un sujeto con los pantalones bajados, se le piden excusas... aunque inmediatamente después haya que detenerle. Aquí se es hombre, hombre y caballero, o no se es nada. Y al que no lo sea, que Dios le ampare.
 La puerta se entreabrió unos centímetros. Luego se abrió de par en par y la chica se quedó mirando.
 —¿Qué hay? —preguntó con frialdad.
 Llevaba los shorts de un pijama y un jersey de lana; su cabello oscuro estaba enredado como la cola de un borrego, y la cara sin maquillar aparecía abotargada por el sueño. Pero nada de eso importaba. No habría importado que saliese de una pocilga, con un saco de arpillera encima. Tenía todo lo que necesitaba. Bostezó sin cumplidos y volvió a preguntarme:
 —¿Qué hay?
 Pero yo seguía sin recuperar el habla. Creo que tenía la boca abierta como un aldeano. Eso ocurrió hace tres meses y no me había pasado desde quince años atrás. Cuando tenía catorce.
 La mujer medía como un metro sesenta, no debía pasar los cincuenta kilos, y el cuello y los tobillos parecían algo más flacos de la cuenta. Pero estaba muy bien. Perfectamente bien. El Señor había conseguido distribuir la carne allí donde realmente convenía.
 —¡Oh, Dios mío! —se echó a reír—. Pase. No acostumbro a recibir tan temprano, pero...
 Sujetó la tela metálica para que pudiera entrar y me hizo un gesto. Entré, y cerró la puerta echando el pestillo.
 —Lo siento, señora —dije— pero...
 —No, no se preocupe. Pero tendré que tomar primero un poco de café. Pase usted al fondo.
 En el extremo de un pequeño pasillo encontré la habitación. Me sentí incómodo mientras la oía poner el agua para el café. Me había comportado como un bobo. Con semejante comienzo, resultaría difícil mostrarme firme con ella, pero algo me decía que tendría que serlo. No sabía por qué, ni lo sé aún. Pero lo presentí desde el principio. Tenía que habérmelas con una mujercita que conseguía lo que deseaba, sin preocuparse por el precio.
 Bien, qué diablos, pensé; no era más que una impresión. Ella se había comportado con corrección, la casa era agradable. Decidí dejarle llevar la iniciativa, al menos por el momento. ¿Por qué no? Se me ocurrió echar un vistazo a los armarios, e inmediatamente supe por qué no. Imposible. El cajón superior de la cómoda estaba entreabierto, y el espejo ligeramente inclinado. Y una cosa son las fulanas y otra las fulanas que tienen revólver.
 Lo saqué del cajón, un 32 automático, cuando entró con la bandeja del café. Me echó una mirada fulminante y dejó bruscamente la bandeja sobre la mesa.
 —¿Qué está haciendo con eso? —saltó. Me desabroché la chaqueta y mostré la insignia.
 —Sheriff adjunto, señora. Y usted con eso, ¿qué hace?
 Se limitó a coger el bolso del armario, lo abrió y sacó una licencia. Había sido extendida en Fort Worth, pero era legal. Esos documentos suelen admitirse en cualquier ciudad.
 —¿Satisfecho, polizonte? —dijo.
 —Creo que está en regla, señorita —le contesté—. Pero no me llame polizonte, me llamo Ford.
 Le dirigí una sonrisa afectuosa, que no fue correspondida. Mi instinto no me había engañado. Un minuto antes parecía dispuesta a tendérseme en la cama, sin importarle lo más mínimo que yo no tuviese un centavo. Pero ahora su actitud era distinta, sin que le importara tampoco cómo habría conseguido vivir tanto tiempo.
 —¡Santo cielo! —se mofó la mujer—. El tío más guapo que he visto en mi vida, y resulta que es un asqueroso y entrometido polizonte. ¿Qué quiere? Yo no me acuesto con polis.
 Noté que me ponía colorado.
 —Señora, no es usted muy cortés. Sólo vine para charlar un rato —expliqué.
 —¡Estúpido bastardo! —chilló—. Te he preguntado qué quieres.
 —Ya que insiste, se lo diré. Quiero que se largue de Central City antes de que anochezca. Si la pillo por aquí más tarde la haré encerrar por prostitución.
 Me encasqueté el sombrero y me dirigí hacia la puerta. Se me plantó delante cerrándome el paso.
 —¡Miserable hijo de puta! Tú...
 —No me llame eso —dije—. No lo repita, señora, o...
 —Te lo he llamado y te lo volveré a llamar. Hijo de puta, bastardo, chulo...
 Traté de abrirme paso a la fuerza. Tenía que salir de allí. Sabía lo que ocurriría si no me iba inmediatamente, y no podía consentirlo. Era capaz de matarla. Podía volverme la enfermedad. Y aunque no sucediese una cosa ni otra, estaba perdido. Se iría de la lengua. Lo contaría a voces en todas partes. La gente empezaría a pensar, a pensar y a preguntarse qué fue lo que ocurrió quince años antes.
 Me abofeteó con tanta fuerza que los oídos me retumbaron, primero uno, luego el otro. Continuó pegándome una y otra vez. Se me cayó el sombrero. Al agacharme para recogerlo, me clavó la rodilla en el mentón. Me tambaleé sobre los talones y me encontré sentado en el suelo. Oí una risita malévola, seguida de otra más suave, a modo de excusa. Me dijo:
 —Caray, sheriff, yo no quería... yo... me sacó usted de quicio, y... yo...
 —Claro —sonreí. Empezaba a distinguir de nuevo los objetos y recuperar el habla—. Claro, señora. Lo comprendo. A mí también me pasa a veces. ¿Me ayuda a levantarme?
 —¿No... no me pegará?
 —¿Yo? ¡Oh! Por favor, señora...
 —No —exclamó casi defraudada—. Sé que no lo hará. Se le ve en seguida que tiene buen carácter.
 Se inclinó lentamente hacia mí y me tendió las manos.
 Me levanté de un salto. Asiéndole las muñecas con una mano empecé a golpearla con la otra. Casi perdió el conocimiento, pero yo no quería que se desmayase. Tenía que darse cuenta de lo que ocurría.
 —No, preciosa —le mostré toda mi dentadura—. No te voy a pegar. Sólo voy a arrancarte el culo a tiras.
 No era una bravata, lo dije en serio y casi lo cumplí.
 Tiré el jersey hacia arriba hasta cubrirle la cabeza y le hice un nudo. Luego la tumbé en la cama, le bajé los shorts de un tirón y le até los pies con ellos.
 Me desabroché el cinturón y lo balanceé sobre mi cabeza.
 No sé cuánto tiempo pasó hasta que me detuve, y recuperé el dominio de mí mismo. Sólo sé que el brazo me dolía terriblemente y que sus nalgas estaban en carne viva. Me sentía asustado hasta lo indecible, asustado casi hasta el punto de perder la cabeza.
 Le desaté los pies y le quité el jersey de la cara. Empapé una toalla en agua fría y se la apliqué. Le acerqué a los labios una taza de café. Y, mientras, le hablaba y hablaba sin parar, suplicándole que me perdonase, explicándole lo mucho que lo sentía.
 Me arrodillé junto a la cama, le pedí perdón una y otra vez. Al fin, sus párpados temblaron y se abrieron.
 —No... —musitó.
 —No —respondí—. No, señora. Le juro por Dios que jamás volveré...
 —Calla —me acarició los labios con los suyos—. No digas eso.
 Volvió a besarme. Empezó a desabrocharme la corbata, la camisa, desnudándome después de casi haberla desollado viva.

Jim Thompson.

El asesino dentro de mí.

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