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Las Gafas de Pigmalión-Stanley Weinbaum

—¿Qué es la realidad? —preguntó el hombre con aspecto de gnomo con el que compartía el banco. Hizo un ademán hacia los altos bloques de edificios que rodeaban el Central Park, con sus incon­tables ventanas que relucían como las fogatas de un poblado prehis­tórico—. Todo es sueño, todo es ilusión; yo soy la visión de usted como usted es la visión mía.

Dan Burke, luchando por aclarar sus ideas entre los vapores de licor, miraba sin comprender la diminuta figura de su compañero. Empezó a lamentar el impulso que le había inducido a abandonar la reunión para buscar aire puro en el parque y que le había llevado a tropezar por casualidad con aquel viejo loco. Sin embargo, no pudo evitarlo; había demasiada gente en la reunión y ni siquiera la presencia de Claire con su esbelta figura pudo retenerlo. Sentía un ardiente deseo de volver a casa, no a su hotel, sino a su casa en Chicago y a la relativa paz de la Cámara de Comercio. De cualquier modo se marchaba al día siguiente.

—Usted bebe —prosiguió el barbado elfo— para hacer real un sueño, ¿no es así? O, tal vez, para soñar que ya es suyo aquello que perseguía, o para creer que ha destruido todo cuanto aborrecía. Bebe para escapar de la realidad, y lo irónico del caso es que la misma realidad es un sueño.

«¡Chiflado!», pensó de nuevo Dan.

—O, por lo menos —concluyó el otro—, eso asegura el filósofo Berkeley.

—¿Berkeley? —repitió Dan, La cabeza se le iba aclarando y acu­dían a su mente recuerdos de un curso de filosofía elemental que había seguido en la universidad—. El obispo Berkeley, ¿no?

—¿Lo conoce usted? El filósofo del idealismo, claro. El que arguye que nosotros no vemos, palpamos, oímos y gustamos el objeto, sino que sólo tenemos la sensación de ver, palpar, oír, gustar.

—Creo... creo recordar algo de eso.

—-Perfectamente. Pero las sensaciones son fenómenos mentales.

Existen en nuestras mentes. ¿Cómo sabemos, pues, que los objetos en sí no existen sólo en nuestras mentes? —De nuevo apuntó hacia los edificios iluminados—. Usted no ve ese muro de albañilería; usted percibe solamente una sensación, un sentimiento de estar viendo. Lo demás lo interpreta usted.

—Usted ve lo mismo —objetó Dan.

—¿Cómo puede afirmarlo? Y aún más, se lo concedo; pero ¿cómo sabe que yo soy algo más que un sueño suyo? Dan se echó a reír.

—Desde luego nadie sabe nada. Todo cuanto conocemos penetra en nosotros a través de los cinco sentidos. Uno hace después sus conjeturas y si se equivoca, paga su error. —Ahora su mente estaba clara, excepto un ligero dolor de cabeza—. Escuche —dijo de pron­to—, usted puede argüir que una realidad es una ilusión; eso es fácil. Pero si su amigo Berkeley tiene razón, ¿por qué no puede usted hacer real un sueño? Si funciona en un sentido, también debe fun­cionar en el otro.

La barba se meneó rápidamente; los brillantes ojos de elfo lo miraron de un modo extraño.

—Todos los artistas lo hacen —dijo el viejecito con voz suave. Dan sintió que había algo más que era muy difícil de expresar.

—Eso es una evasiva —gruñó—. Todo el mundo puede apreciar la diferencia entre un cuadro y la realidad, o entre una película y la vida.

—Pero —susurró el otro— lo más real será lo mejor, ¿no? Y si alguien pudiera hacer una... una película... muy, muy real, ¿qué diría usted entonces?

—Nadie puede hacer eso.

Los ojos del viejo resplandecieron de nuevo extrañamente.

—¡Yo puedo! —susurró—. ¡Yo lo hice!

—¿Hizo qué?

—Hice real un sueño. —La voz se tornó irritada—. ¡Estúpidos! Lo traje para ofrecérselo a Westman, la gente del cine, y, ¿qué dije­ron? «No es negocio. Se necesitan aparatos individuales. No es ren­table.» ¡Hatajo de estúpidos!

—¿Eh?

—Escuche, soy Albert Ludwig, el profesor Ludwig. —Como Dan permaneciera silencioso, prosiguió—: Mi nombre no le dice nada, ¿verdad? Pero escuche: ¿Qué nos proporciona ahora el cine? Visión plana y sonido, ¿no es así? Suponga que yo añado gusto, olor, incluso tacto. Suponga que lo hago de forma que el espectador interviene en el relato, habla a las sombras y las sombras le responden, y que el relato, en lugar de desarrollarse en una pantalla, se refiere por comple­to a quien participa en él, ¿No sería eso hacer real un sueño?

—¿Cómo diablos podría usted conseguirlo?

—¿Cómo? Pues muy simplemente. Primero mi líquido positivo, luego mis gafas mágicas. Fotografío el relato en un líquido con elementos cromáticos sensibles a la luz. Elaboro una solución com­pleja, ¿comprende usted? Añado el gusto químicamente y el sonido electrónicamente. Y cuando el relato está registrado vierto la solución en las gafas: mi proyector cinematográfico. Electrolizo la solución, el relato, la vista, el sonido, el olor, el gusto, todo.

—¿Y el tacto?

—Si es eso lo que le interesa, su propia mente se encargará de proporcionárselo. —Su voz estaba cargada de ansiedad—. ¿Quiere hacer una prueba, señor...?

—Burke —dijo Dan. «Un estafador», pensó. Luego una chispa de temeridad prendió en los evanescentes vapores del alcohol—. ¿Por qué no? —gruñó.

Se puso en pie; Ludwig, que había hecho lo mismo, le llegaba escasamente a los hombros. «Un curioso viejecillo con aspecto de gnomo», pensó Dan mientras lo seguía por el parque.

Entraron en uno de los numerosos edificios de apartamentos que había en la vecindad. Una vez en su habitación, Ludwig rebuscó en una maleta y sacó un artilugio que recordaba vagamente una más­cara antigás. Iba provisto de oculares y la embocadura, de caucho, estaba regulada por una válvula. Dan lo examinó con curiosidad mientras el bajito y barbudo profesor blandía una botella de líquido incoloro.

—¡Aquí está! —exclamó jubiloso—. Mi líquido positivo, el argu­mento. Una fotografía dura, infernalmente dura, por tanto el argumen­to más simple. Una utopía: sólo dos personajes y usted, el público. Ahora póngase las gafas. Póngaselas y dígame si los Westman no son unos estúpidos. —Derramó algo del líquido en la máscara y unió un retorcido alambre a un aparato que descansaba sobre la mesa—. Un rectificador —explicó—. Para la electrólisis.

—¿Hay que usar todo el líquido? —preguntó Dan—. Si utiliza usted sólo una parte, ¿veré únicamente una parte del relato? ¿Cuál?

—Cada gota lo contiene todo, pero hay que colmar las gafas. —Luego, mientras Dan se colocaba ávidamente el dispositivo, aña­dió—: ¡Eso es! ¿Qué ve usted ahora?

—Nada especial, Sólo las ventanas y las luces del otro lado de la calle.

—Naturalmente. Pero ahora voy a hacer funcionar la electrólisis. ¡Ya está!

 

Hubo un momento de caos. El líquido adquirió un tinte blanque­cino y los oídos de Dan se llenaron de zumbidos informes. Aturdido y algo inquieto, Dan intentó zafarse de aquel artilugio que le oprimía la cabeza, pero unas siluetas que emergían de la niebla captaron su interés.

La escena se precipitó. De un modo increíble, aferrado a los brazos de una imaginaria butaca, estaba contemplando un bosque. Pero, ¡que bosque! ¡Increíble, extraterrestre, hermosísimo! Pulidos troncos ascendían hacia un cielo brillante, extraños árboles que sugerían eras perdidas en la noche de los tiempos. A una altura que se antojaba infinita, ondeaban frondosas copas de un verdor moteado de castaño. Singulares y encantadores gorjeos, tenues silbidos que parecían arrancados de un cuento de hadas, vibraban en el aire; pájaros, sin duda, aunque ninguna criatura era visible.

Dan permanecía inmóvil, sumido en un trance inefable. Se dejaba acariciar por la dulce melodía que crecía en una sucesión de tañidos cristalinos y suaves acordes de una música soñada. Por unos ins­tantes, olvidó la sórdida habitación, al viejo Ludwig, su dolorida cabeza. «¡El edén!», murmuró para sí, y le repuso la música poderosa entonada por gargantas invisibles.

Al cabo, recobró cierto grado de razón. «Ilusión», se dijo a sí mismo. «Inteligentes dispositivos ópticos, no realidad.» Tanteó en busca del brazo de la butaca, lo encontró y se aferró a él. Frotó los pies y encontró una nueva contradicción. A sus ojos, el suelo era un verdor musgoso; a su tacto, se trataba meramente de una gruesa alfombra de hotel.

La delicada música cautivó de nuevo su atención. Un ligero per­fume, de una exquisita finura, soplaba hacia él. Alzó la mirada y contempló cómo en el árbol más próximo se abría una gran diadema carmesí y cómo un diminuto sol rojizo aparecía en el retazo de cielo que alcanzaba a ver, La encantadora orquesta parecía incrementar la luz y las notas le comunicaban un estremecimiento de alegría. ¿Ilusión? Si era así, la realidad resultaría casi insoportable. Nece­sitaba creer que en algún lugar, en algún punto más acá de los sueños, existía realmente esta región de la delicia. ¿Una avanzadilla del paraíso? Tal vez.

Y luego, mucho más allá de la tenue bruma, percibió un centelleo de plata, un movimiento que no era el temblor del follaje. Algo se acercaba. Vio cómo la figura se movía, ora visible, ora oculta por los árboles. Muy pronto distinguió que era una figura humana y ya estaba casi encima de él cuando comprendió que se trataba de una muchacha.

Vestía un traje plateado, casi transparente, luminoso como rayos de estrellas, Una delgada cinta de plata ceñía sus negros cabellos. Sus blancos piececitos andaban descalzos sobre el musgoso suelo del bosque. Apenas un paso les separaba y ella estaba allí, mirándolo con obscuros ojos. La tenue música vibró de nuevo; la muchacha sonrió.

Dan trató de ordenar sus alocados pensamientos. ¿También este ser no era más que ilusión? ¿No tenía más realidad que la belleza del bosque? Abrió los labios para hablar cuando una voz urgente y excitada sonó en sus oídos:

—¿Quién es usted?

¿Era él quién había hablado? La voz llegaba como si viniese de otro, como el sonido de las palabras que uno pronuncia en el delirio de la fiebre.

La muchacha sonrió de nuevo.

—Inglés —dijo con un tono suave—, Sé hablar un poco de inglés. —Pronunciaba lenta, cuidadosamente—. Lo aprendí del... —vaciló— del padre de mi madre, a quien llaman el Tejedor Gris.

Una vez más resonó una voz extraña en los oídos de Dan.

—¿Quién es usted?

—Me llaman Galatea —dijo ella—. He venido a buscarte.

—¿A buscarme? —repitió la voz que Dan apenas reconocía como suya.

—Leucon, a quien llaman el Tejedor Gris, me anunció tu llegada —explicó ella, sonriendo—, Dijo que permanecerás con nosotros hasta el segundo mediodía a partir de éste. —Lanzó una rápida mi­rada de soslayo al pálido sol que ahora caía a plomo sobre el claro, luego la muchacha se acercó más—. ¿Cómo te llaman?

—Dan —masculló él.

—¡Qué nombre tan raro! —dijo la muchacha—. Ven —sonrió, tendiéndole una mano.

Dan la tomó entre las suyas y sintió, sin ninguna sorpresa, el vivo calor de aquellos dedos femeninos. Había olvidado las paradojas de la ilusión; se sentía inmerso en la pura y simple realidad. Empezó a seguir a la muchacha por el sombreado césped. Bajó la mirada y notó que él mismo llevaba puesto un vestido de plata y que tenía los pies desnudos. Sintió una alada brisa en su cuerpo y la humedad de la hierba bajo sus pies.

—Galatea —dijo su voz—, Galatea, ¿qué sitio es éste? ¿Qué idioma hablas?

Ella le devolvió la mirada echándose a reír,

—Bueno, esto es Paracosma, naturalmente, y este es nuestro idioma.

—Paracosma —murmuró Dan—. ¡Paracosma!

Un lejano recuerdo del griego que había estudiado años antes acu­dió a su mente. ¡Paracosma! ¡El país más allá del mundo! Galatea le lanzó una risueña mirada. Inquirió:

—¿Te parece extraño este mundo real después de aquel país tuyo de sombras?

—¿País de sombras? —repitió Dan, desconcertado—. ¡Aquí es donde hay sombras, no en mi mundo!

La sonrisa de la muchacha se hizo burlona.

—¡Uf! —replicó con un mohín descarado y delicioso—. Supongo, entonces, que soy yo el fantasma en lugar de serlo tú, ¿no? —Se echó a reír—. ¿Tengo acaso aspecto de fantasma?

Dan no contestó; estaba quebrándose la cabeza con preguntas insolubles mientras caminaba detrás de la esbelta figura de su guía. El sendero se iba ensanchando y el bosque clareaba. Llevaban quizá recorridos un par de kilómetros, cuando un sonido de agua canta­rina apagó la otra música. Desembocaron a la orilla de un riachuelo, rápido y cristalino, que nacía en una centelleante laguna. Galatea se arrodilló, juntó las manos y se llevó unos buches de agua a los labios. Dan siguió su ejemplo; el agua estaba muy fría.

—¿Cómo vamos a cruzar? —preguntó él.

—Puedes vadear por allí —le respondió la dríada que lo guiaba, señalándole un paso poco profundo—, pero yo siempre cruzo por aquí.

Se zambulló en la corriente como una flecha de plata. Dan la siguió. Un par de brazadas le bastaron para alcanzar la orilla opuesta donde Galatea había emergido ya con un resplandor de morenos miembros desnudos. El vestido mojado se adhería a su cuerpo con la fuerza de una envoltura metálica; Dan sintió que se le cortaba la respiración al verla. Y luego, milagrosamente, el plateado vestido secó y la pareja siguió moviéndose vivamente.

El increíble bosque había acabado con el río. Caminaban por un prado cubierto de muchas florecillas de distintos matices y en forma de estrellas cuyas frondas resultaban bajo los pies tan blandas como un césped bien cuidado. Sin embargo aún los seguían los débiles piulidos ora ruidosos, ora dulces, en una tenue red melódica.

—¿Galatea —preguntó Dan de pronto—, de dónde viene esta mú­sica?

Ella volvió la cabeza, asombrada.

—¡Qué tonto eres! —se rió—, De las flores, naturalmente. ¡Mira!

Arrancó una estrellita púrpura y la acercó al oído de su compañero. Era verdad: una melodía débil y quejumbrosa brotaba de la flor. La muchacha le golpeó con ella la sorprendida cara y echó a correr.

Frente a ellos se perfiló un bosquecillo. Rebosaba de plantas car­gadas de flores y frutos de colores iridiscentes. Lo atravesaba un diminuto arroyuelo. Allí estaba la meta de su viaje: un edificio de piedra blanca como el mármol, de un solo piso, cubierto de enre­daderas y con anchas ventanas sin cristales. Caminaron por una senda de brillantes guijarros hasta la entrada en arco y allí, en un complicado banco de piedra, hallaron sentado a un hombre de patriarcal barba blanca. Galatea se dirigió a él en un extraño len­guaje que le recordó a Dan la melodía de las flores; luego se volvió a Dan.

—Este es Leucon —señaló.

El anciano se levantó de su asiento y habló en inglés:

—Galatea y yo nos sentimos felices de darle la bienvenida. Los visitantes son aquí un extraño placer y los procedentes de su país de las sombras son los más raros.

Dan profirió turbadas palabras de agradecimiento. El anciano le respondió con una leve inclinación de cabeza y volvió a sentarse en el banco, Galatea desapareció en el interior de la casa y Dan, tras un momento de indecisión, se sentó junto al anciano. Una vez más sus pensamientos se arremolinaban en una turbulenta perplejidad. ¿Se trataba de verdad de una ilusión? ¿Seguía sentado en la prosaica ha­bitación del hotel, mirando a través de unas gafas mágicas que pintaban en torno de él este mundo o, por algún milagro, había sido transportado y estaba realmente sentado en aquel reino de hermo­sura? Palpó el banco y sus dedos comprobaron la dureza y frialdad de la piedra.

—Leucon —preguntó—, ¿cómo sabía que yo iba a venir?

—Me lo dijeron —respondió.

—¿Quién se lo dijo?

—Nadie.

—¡Pero alguien tiene que habérselo dicho! El Tejedor Gris sacudió su solemne cabeza.

—Simplemente me lo dijeron.

Dan dejó de preguntar, contentándose por el momento con admirar la belleza que reinaba a su alrededor. Poco después Galatea volvió; venía con un cuenco de cristal rebosante de extrañas frutas: rojas, púrpuras, anaranjadas y amarillas, en forma de peras, en forma de huevos, en forma de arracimados esferoides, fantásticas, extraterrestres. Dan eligió un ovoide pálido y transparente, lo mordió y, para diversión de la muchacha, quedó inundado por un diluvio de dulce líquido. Ella se echó a reír y eligió una fruta parecida; tras morder una diminuta protuberancia que tenía en uno de los extremos, sorbió el contenido. Dan eligió otra fruta diferente, purpúrea y agria como uvas del Rin, y luego otra, llena de semillas comestibles parecidas a almendras. Galatea reía divertida al ver su sorpresa, e incluso Leucon bosquejó una gris sonrisa. Finalmente Dan arrojó la última cáscara en el arroyuelo que tenía al lado, donde bailoteó alegremente hacia el río.

—Galatea —dijo—, ¿has ido alguna vez a una ciudad? ¿Qué ciu­dades hay en Paracosma?

—¿Ciudades? ¿Qué son ciudades?

—Sitios donde mucha gente vive reunida.

—Oh —dijo la muchacha, frunciendo el ceño—, no. No hay ciu­dades aquí.

—Entonces, ¿dónde está la gente de Paracosma? Debéis de tener vecinos.

La muchacha le miró perpleja.

—Un hombre y una mujer viven hacia allá —dijo, señalando con un vago ademán a una distante cadena de colinas en el horizonte—. Muy lejos de aquí. Fui allí una vez, pero Leucon y yo preferimos el valle.

—¡Pero, Galatea! —protestó Dan—. ¿Quieres decir que Leucon y tú estáis solos en este valle? ¿Dónde..., qué les ocurrió a vuestros padres..., a tu padre y a tu madre?

—Se fueron. Por esa dirección, hacia la salida del sol. Volverán algún día.

—¿Y si no vuelven?

—¡Qué tontería! ¿Qué podría impedírselo?

—Animales feroces —repuso Dan—, Insectos venenosos, enferme­dades, inundaciones, forajidos, muerte.

—Nunca he oído tales palabras —dijo Galatea—. Aquí no hay nada de eso, —Resopló desdeñosamente—. ¡Forajidos!

—¿Que no hay... que no hay muerte?

—¿Qué es muerte?

—Es... —Dan se detuvo sin saber qué decir—. Es como quedarse dormido y no despertar nunca. Es lo que le pasa a todo el mundo al final de su vida.

Es la primera vez que oigo hablar de una cosa así —dijo la mu­chacha resueltamente—. ¡Eso no existe!

—¿Qué pasa entonces —inquirió Dan desesperadamente— cuando uno se hace viejo?

—¡No pasa nada, tonto! Nadie se hace viejo a menos que lo de­see, como Leucon, Una persona crece hasta la edad que más le gusta y luego se detiene. Es una ley.

Dan procuró concentrar sus desordenados pensamientos. Se que­dó mirando los obscuros y lindos ojos de Galatea.

—¿Te has parado tú ya?

La muchacha bajó la vista; él se asombró al ver un profundo rubor de embarazo extenderse por sus mejillas. Galatea miró a Leucon, quien asintió pensativamente con la cabeza, luego volvió a mirar a Dan.

—Todavía no —dijo.

—¿Y cuándo te detendrás, Galatea?

—Cuando tenga el único hijo que me está permitido. Mira... —bajó la mirada hasta los deditos de sus pies—, una no puede... tener hijos... después.

—¿Permitido? ¿Permitido por quién?

—Por una ley.

—¡Ley, ley! ¿Es que aquí todo está gobernado por leyes? ¿No existen el azar, los accidentes?

—¿Qué es el azar? ¿Qué son los accidentes?

—Cosas inesperadas... cosas imprevistas.

—No hay nada imprevisto —dijo Galatea, todavía extrañada. Re­pitió lentamente—: No hay nada imprevisto.

Dan pareció advertir un tono melancólico en la voz de la mu­chacha.

Leucon alzó la mirada.

—Basta ya de esto —interrumpió bruscamente. Se volvió hacia Dan—. Conozco esas palabras vuestras: azar, enfermedad, muerte. No son para Paracosma. Resérvalas para tu país irreal.

—¿Dónde las oyó usted, entonces?

—Se las oí a la madre de Galatea —contestó el Tejedor Gris—, quien las conservaba de tu predecesor, un fantasma que nos visitó antes de nacer Galatea.

Dan tuvo una visión del rostro de Ludwig.

—¿Qué aspecto tenía?

—Muy parecido al tuyo.

—Pero, ¿cómo se llamaba?

El rostro del anciano se ensombreció de pronto.

—No hablemos de él —dijo, y se puso en pie y entró en la mora­da envuelto en un frío silencio.

—Se va a tejer —explicó Galatea al cabo de un momento. Su linda y expresiva cara aún aparecía turbada.

—¿Qué es lo que teje?

—Esto. —Ella tocó la plateada tela de su propia túnica—. Lo teje con hilos de metal en una máquina muy curiosa. No sé el método.

—Pero, ¿quién hizo la máquina?

—Estaba aquí.

—¡Pero..., Galatea! ¿Quién construyó la casa? ¿Quién plantó es­tos árboles frutales?

—Estaban aquí. La casa y los árboles estuvieron siempre aquí. —Alzó la mirada—, Ya te dije que todo había sido previsto desde el comienzo hasta la eternidad, todo. La casa, los árboles y la máquina estaban dispuestos para Leucon, para mis padres y para mí. Aquí hay un sitio para mi hijo, que será una niña, y un sitio para el hijo de ella, y así sucesivamente.

Dan se quedó pensando un momento.

—¿Naciste aquí?

—No lo sé.

Él notó, con repentina preocupación, que las lágrimas pugnaban por salir de los ojos de Galatea.

—¡Galatea, querida! ¿Por qué te sientes desgraciada? ¿Qué ocu­rre?

—¿Cómo? ¡Nada! —Sacudió sus negros rizos y le sonrió de pron­to—. ¿Qué podría ocurrir? ¿Quién podría ser desgraciado en Paracosma? —Se irguió y le tomó de la mano—. ¡Ven! Recojamos frutas para mañana.

Se alejó en un torbellino de centelleante plata y Dan la siguió hasta dar la vuelta a un ala del edificio. Grácil como una bailarina, Galatea se alzó hasta alcanzar una rama que tenía sobre la cabeza, la asió risueñamente y le arrojó a él un gran globo dorado. Le cargó los brazos con las brillantes frutas y le envió de nuevo al banco; cuando él regresó, la muchacha siguió recogiendo tanta fruta, que un diluvio de abigarradas esferas se amontonaba alrededor del hom­bre. Galatea se echó a reír de nuevo y, con delicados puntapiés, en­viaba las frutas al arroyuelo, mientras Dan la miraba con dolorosa melancolía. Luego, súbitamente, ella se quedó mirándolo; durante un largo y tenso instante permanecieron inmóviles, los ojos clava­dos en los ojos, hasta que ella se alejó, caminando lentamente hacia el portal de la casa. Dan la siguió con su carga de fruta, sumida una vez más su mente en un torbellino de duda y perplejidad.

El pequeño sol se ocultaba tras los árboles de aquel bosque colo­sal que había a poniente y un frescor se insinuaba entre largas som­bras. El arroyuelo tomaba una tonalidad purpúrea en el ocaso, pero sus alegres notas seguían mezclándose con la música de las flores. Cuando por fin el sol se apagó y los dedos de sombra obscurecieron el prado las flores se quedaron calladas y el arroyuelo borboteó solitario en un mundo de silencio, En silencio también, Dan cruzó la puerta.

Entró en una estancia espaciosa, recubierta de grandes losas blan­cas y negras; exquisitos bancos de mármol esculpido se repartían aquí y allá. El viejo Leucon, en un apartado rincón, se inclinaba so­bre un intrincado y reluciente mecanismo. Cuando Dan entró, daba por terminada una brillante pieza de tela plateada; la dobló y la colocó cuidadosamente a un lado. Dan no pudo por menos que ad­vertir un curioso fenómeno: a pesar de que las ventanas estaban abiertas a las tinieblas, ningún insecto nocturno rondaba los glo­bos que alumbraban a intervalos desde hornacinas excavadas en las paredes.

Galatea permanecía en pie junto a una puerta que él tenía a su izquierda. La muchacha se apoyaba cansinamente en el marco. Él colocó el frutero sobre un banco que había a la entrada y caminó hacia la joven.

—Esta es tu habitación —dijo ella, indicando el cuarto que había más al fondo.

Dan miró una agradable habitacioncita; un ventanal enmarcaba un cuadrado lleno de estrellas y un delgado, rápido y casi silencioso chorro de agua brotaba de la boca de una cabeza humana esculpida en la pared de la izquierda que se curvaba hasta formar una pisci­na de unos dos metros de profundidad hundida en el suelo. Otro de aquellos graciosos bancos cubierto de tela plateada completaba el mobiliario; una única esfera brillante, colgada del techo por una ca­dena, iluminaba la habitación. Dan se volvió hacia la muchacha, en cuyos ojos advirtió aún una profunda gravedad.

—Esto es ideal —comentó Dan—, pero, Galatea, ¿cómo voy a apa­gar la luz?

—¿Apagarla? —dijo ella—. Tienes que taparla:   ¡así!

Una débil sonrisa flotó de nuevo en sus labios cuando dejó caer una pantalla de metal sobre la brillante esfera. Permanecieron ten­sos en la obscuridad; Dan percibía dolorosamente la proximidad de la muchacha, y luego la luz brilló una vez más. La muchacha se mo­vió hacia la puerta, allí se detuvo y le alargó una mano.

—Querida sombra —dijo suavemente—, espero que tus sueños sean música.

Se había ido.

Dan permaneció indeciso en su habitación; lanzó una mirada a la gran sala donde Leucon seguía inclinado sobre su trabajo; el Te­jedor Gris levantó una mano en solemne saludo, pero no dijo nada. Dan no sintió ningún deseo de la silenciosa compañía del anciano y se metió en su habitación para disponerse a dormir.

Casi instantáneamente, al parecer, había amanecido y el extraño y rojizo sol enviaba sus rayos al interior de la habitación. Suaves gorjeos vibraban en el aire. Se levantó tan penetrado de la realidad de su entorno como si no hubiese dormido en absoluto. La piscina lo tentó y se bañó en un agua fresquísima. Luego salió a la sala cen­tral, notando con curiosidad que los globos aún seguían brillando en pálida rivalidad con la luz del día. Tocó casualmente uno de ellos; a sus dedos estaba tan frío como el metal. Lo descolgó en seguida de su varilla. Por un momento pudo tener entre las manos aquella cosa fría y resplandeciente. Volvió a colocarlo en la varilla y salió al alba.

Galatea estaba danzando en el sendero, comiendo una fruta ex­traña tan rosada como sus labios. Estaba contenta de nuevo, una vez más era la ninfa feliz que le había dado la bienvenida y que ahora le dirigía una brillante sonrisa mientras él estaba eligiendo una dulce esfera verde para su desayuno.

—¡Ven! —gritó ella—. ¡Al río!

Se alejó hacia el increíble bosque; Dan la seguía, maravillándose de que la ágil velocidad de la muchacha compitiera tan fácilmente con sus músculos de corredor. Poco después estaban riéndose en el río y jugueteando hasta que Galatea se dirigió a la orilla, radiante. La siguió y se tendió junto a ella. Dan constató, sorprendido, que no estaba ni cansado ni jadeante, ni tenía el menor síntoma de ago­tamiento. Se le ocurrió una pregunta, hasta ahora sin contestación:

—Galatea, ¿a quién tomarás como compañero? Los ojos de la muchacha se pusieron serios.

—No lo sé —dijo ella—. Llegará a su debido tiempo. Es la ley.

—¿Y serás feliz?

—Por supuesto. —Parecía turbada—. ¿No lo es todo el mundo?

—Donde yo vivo no, Galatea.

—Entonces, debe de ser un sitio extraño ese fantasmal mundo tuyo. Un sitio terrible.

—Lo es, lo es con frecuencia —reconoció Dan—. Me gustaría...

Hizo una pausa. ¿Qué le gustaría? ¿No le estaba hablando a una ilusión, a un sueño, a una aparición? Miró a la muchacha, sus res­plandecientes cabellos negros, sus ojos, su dulce piel blanca, y luego, en un momento trágico, se esforzó en sentir bajo sus manos los brazos de aquella gastada butaca de hotel..., y fracasó. Sonrió; ade­lantó los dedos para tocar el brazo desnudo de la joven y por un instante ella lo miró con ojos sorprendidos y se puso en pie de un salto.

—¡Vamos!  ¡Quiero enseñarte mi país!

Empezó a andar, arroyo abajo, y Dan, desganadamente, se puso en pie para seguirla.

¡Qué día aquél! Siguieron el riachuelo desde la serena laguna hasta las cantarinas cataratas. Por doquier sonaban los extraños piulidos y gorjeos que eran las voces de las flores. A cada recodo se ofrecía una nueva visión de belleza; cada momento aportaba una nueva sensación de delicia. Hablaban o estaban callados; cuando tenían sed, el fresco río estaba a mano; cuando tenían hambre, las frutas se ofrecían por doquier; cuando estaban cansados, siempre había una laguna profunda y una orilla musgosa; y cuando habían descansado, una nueva belleza hacía su aparición. Frente a ellos, los increíbles árboles alzaban sus increíbles formas fantásticas, pero en la margen donde se hallaban los dos jóvenes seguía el prado lleno de flores en forma de estrellas. Galatea entrelazó con ellas una bri­llante guirnalda para la cabeza de su compañero, y él siguió ade­lante tarareando una dulce canción. Poco a poco, el rojo sol se in­clinó hacia el bosque. Dan lo hizo notar y, de mala gana, volvieron a casa.

Mientras regresaban, Galatea cantaba una extraña canción, que­jumbrosa y dulce como la mezcla de la música, del río y de las flores. Una vez más sus ojos estaban tristes.

—¿Qué canción es ésa? —preguntó él.

—Una canción que cantó otra Galatea —contestó ella—, mi ma­dre. —Posó su mano en el brazo del hombre—. Te la cantaré en in­glés para que la entiendas:

 

El río corre entre flores y helechos,

entre flores y helechos suspira una canción.

Una canción que habla de ti, de tu regreso,

tu regreso algún día, algún año, mi amor.

Los años van llevando sus lánguidos murmullos

como exigiendo réplicas que nadie puede dar,

las flores se entristecen y acongojadas dicen:

El río miente, miente; no hace más que soñar.

 

Su voz vaciló en las notas finales; reinó el silencio sólo quebrado por el tintineo del agua y el zumbido de las flores. Dan no pudo contenerse:

—Galatea... Esa es una canción triste, Galatea. ¿Por qué estaba triste tu madre? Me dijiste que todo el mundo era feliz en Paracosma.

—Quebrantó una ley —replicó la muchacha con voz neutra—. Es el camino que lleva inevitablemente a la pena. Se enamoró de un fantasma. Uno que vino de vuestro reino de sombras y tuvo que re­gresar. Así, cuando el novio que le habían designado llegó, era de­masiado tarde; ¿comprendes? Pero ella cedió finalmente a la ley y es por siempre infeliz, Va vagando de un sitio en otro por todo el mundo. —Hizo una pausa—. Yo nunca quebrantaré una ley —dijo desafiante.

Dan le tomó una mano.

—No quiero verte desgraciada, Galatea, Quiero que siempre seas feliz.

Ella sacudió la cabeza.

—Soy feliz —dijo, y le sonrió con una sonrisa tierna y melan­cólica.

Permanecieron en silencio un largo rato mientras caminaban de vuelta a casa, Las sombras de los gigantescos árboles sobrepasaban el río al deslizarse el sol detrás de ellos. Durante un trecho la pareja anduvo con las manos unidas, pero cuando llegaron al sendero de brillantes guijarros cerca de la casa, Galatea se apartó y echó a co­rrer velozmente. Dan la siguió todo lo aprisa que pudo; cuando llegó, Leucon estaba sentado en su banco junto al pórtico y Galatea se había detenido en el umbral. En sus ojos, Dan creyó adivinar el bri­llo de las lágrimas.

—Estoy muy cansada —dijo, y se escabulló adentro. Dan se movió para seguirla, pero el anciano levantó una mano y lo detuvo.

—Amigo de las sombras, ¿quieres escucharme un momento? Dan accedió y se dejó caer en el banco. Tuvo un presentimiento: nada agradable lo aguardaba.

—Hay algo que debes saber —continuó Leucon—, y te lo diré sin ánimo de apenarte, si es que los fantasmas sienten pena. Galatea te ama, aunque creo que hasta ahora ella misma no se ha dado cuenta.

—También la amo yo —dijo Dan. El Tejedor Gris le miró fijamente:

—Es algo que no comprendo. Cierto que la substancia puede amar a la sombra, pero, ¿cómo la sombra puede amar a la substancia?

—La quiero —insistió Dan.

—Si es así, ¡aflicción para vosotros dos! Porque tal cosa es impo­sible en Paracosma; es un conflicto con las leyes. El compañero de Galatea está designado, quizás incluso se acerca en estos momentos.

—¡Leyes! ¡Leyes! —masculló Dan—. ¿De quién son esas leyes? ¡Ni de Galatea, ni de mí!

—Pero existen —dijo el Tejedor Gris—. No es competencia tuya ni mía criticarlas, aunque todavía me pregunto qué poder consiguió anularlas para permitir tu presencia aquí.

—Yo no tuve voz en vuestras leyes.

El anciano lo miró escrutadoramente en la penumbra.

—¿Es que alguien ha tenido en algún sitio voz en las leyes? —in­quirió.

—En mi país la tenemos —replicó Dan.

—¡Locura! —gruñó Leucon—. ¡Leyes hechas por el hombre! ¿De qué utilidad son las leyes hechas por el hombre con sanciones he­chas por el hombre o con ninguna pena en absoluto? Si vuestras sombras hacen una ley en el sentido de que el viento sólo debe soplar desde el este, ¿la obedece el viento del oeste?

—Promulgamos leyes de ese tipo —reconoció Dan amargamente—. Puede que sean estúpidas, pero no más injustas que las vuestras.

—Las nuestras —dijo el Tejedor Gris— son las leyes inalterables del mundo, las leyes de la naturaleza. Su quebrantamiento acarrea siempre la infelicidad. Lo he visto; lo he experimentado en otra persona, en la madre de Galatea, aunque Galatea es más fuerte que ella. —Hizo una pausa—. Ahora —continuó—, sólo pido un poco de piedad; tu estancia aquí es corta y te suplico que no hagas más daño que el que se ha hecho ya. Sé misericordioso; no apenes más a la muchacha.

Se levantó y cruzó la puerta; cuando Dan lo siguió un momento más tarde, el anciano ya estaba retirando una pieza de tejido de plata de la máquina que tenía en el rincón. Dan se volvió silencioso a su propia habitación, donde el chorro de agua tintineaba débil­mente como una distante campanilla. Se sentía profundamente desgraciado.

Una vez más se levantó con el resplandor del alba y una vez más Galatea le salió al encuentro con su cuenco de frutas. Depositó su carga dirigiéndole una tenue sonrisa de saludo y se quedó mirán­dolo como a la espera.

—Ven conmigo, Galatea —dijo él,

—¿Adonde?

—A la orilla del río. A hablar.

Caminaron en silencio hasta el borde de la laguna. Dan notaba una sutil diferencia en el mundo que lo rodeaba; los contornos eran vagos; los tenues piídos de las flores, menos audibles, y el paisaje mismo era extrañamente inestable, cambiante. Cuando no lo mira­ba directamente, parecía nebuloso. Y también era muy extraño que aunque hubiese traído aquí a la muchacha para hablar con ella, ahora no tenía nada que decir. Se sentó en doloroso silencio con los ojos clavados en la belleza de aquella carita.

Galatea señaló el rojo sol, que ascendía.

—¡Tan poco tiempo! —suspiró—. ¡Tan poco tiempo antes de que; vuelvas a tu mundo de fantasmas! Lo sentiré mucho, muchísimo. —Le tocó la mejilla con los dedos—. ¡Querida sombra!

—Suponte —dijo Dan roncamente— que no me voy. ¿Qué pasa­ría? —Su voz se hizo más enérgica—. ¡No me iré! ¡Voy a quedarme!

La resignada tristeza del rostro de la muchacha lo conmovió; comprendió la ironía de luchar contra el desenlace inevitable de un sueño. Ella habló:

—Si fuera yo quien hiciese las leyes, te quedarías. Pero no puedes, querido. No puedes.

Dan había olvidado las palabras del Tejedor Gris.

—Te quiero, Galatea —dijo.

—Y yo a ti —susurró ella—. Mira, queridísima sombra, cómo que­branto la misma ley que mi madre quebrantó y cómo me alegro de afrontar la pena que eso va a acarrearme. —Colocó tiernamente una mano sobre la de Dan—. Leucon es muy sabio y estoy obligada a obedecerlo, pero lo que sentimos está más allá de su sabiduría, por­que él mismo se dejó envejecer. —Hizo una pausa—. Él mismo se dejó envejecer —repitió lentamente.

Una extraña luz relumbró en sus obscuros ojos cuando se volvió de pronto hacia Dan.

—¡Queridísimo! —dijo tensamente—. Esa cosa que les ocurre a los viejos... esa muerte vuestra... ¿qué es lo que la sigue?

—¿Qué es lo que sigue a la muerte? —repitió él—. ¿Y quién lo sabe?

—Pero... —La voz de la muchacha era como un gemido—. Pero uno no puede simplemente... desaparecer. Tiene que haber un des­pertar.

—¿Y quién lo sabe? —dijo Dan de nuevo—. Hay gente que cree que despertaremos en un mundo más feliz, pero... Sacudió la cabeza desesperadamente.

—¡Tiene que ser verdad! ¡Oh, tiene que serlo! —gritó Galatea—. ¡Tiene que existir para vosotros más de lo que hay en ese mundo loco del que me has hablado, —Se estrechó contra él—. Suponte, que­rido, que cuando llegue el esposo que me ha sido designado, lo re­chazo. Suponte que no engendro ningún hijo, que me dejo envejecer, más que Leucon, envejecer hasta la muerte. ¿Me uniría contigo en ese vuestro mundo más feliz?

—¡Galatea! —exclamó él, acongojado—. ¡Qué pensamiento tan te­rrible!

—Más terrible de lo que te imaginas —susurró ella—. Es más que violación de una ley; es rebelión. Todo está planeado, todo esta­ba previsto, excepto esto; y, si no engendro ningún hijo, su puesto quedará sin cubrir—, y los puestos de sus hijos y de los hijos de sus hijos, y así hasta que algún día todo el gran plan de Paracosma fracase. —Su murmullo se hizo muy débil y temeroso—. Es destruc­ción, pero te amo más a ti de lo que temo... a la muerte.

Dan la rodeó con sus brazos.

—¡No, Galatea! ¡No! ¡Prométemelo! Ella susurró:

—Puedo prometer y luego romper mi promesa. —Se inclinó; los labios de ambos se rozaron y Dan sintió en aquel beso toda la fra­gancia y el dulce sabor a miel—. Por fin —suspiró ella—, puedo dar­te un nombre por el que amarte, ¡Filometros! ¡Medida de mi amor!

—¿Un nombre? —masculló Dan.

Una idea fantástica pasó por su mente, una manera de probarse a sí mismo que todo esto era realidad y no simplemente una página que pudiese leer cualquiera que usase las gafas mágicas del viejo Ludwig. ¡Si Galatea quisiese pronunciar su nombre! Qui­zá, pensó él temerariamente, quizás entonces podría quedarse. Apar­tó a la muchacha.

—¡Galatea!  —gritó—. ¿Recuerdas mi nombre? Ella asintió silenciosamente, sus desgraciados ojos fijos en los de él.

—¡Entonces, dilo!  ¡Dilo, querida!

Ella se quedó mirándolo callada y lastimeramente, pero no exha­ló ningún sonido.

—¡Dilo, Galatea! —suplicaba él con desesperación—. ¡Di mi nom­bre, querida, simplemente mi nombre!

La boca de la muchacha se movió; palideció por el esfuerzo y Dan habría jurado que su nombre aleteó en aquellos labios temblo­rosos.

Por último, la joven habló.

—¡No puedo, queridísimo! ¡Oh, no puedo! Una ley lo prohíbe. —Se irguió de pronto, pálida como una estatuilla de marfil—. Leucon me llama —dijo, y se precipitó afuera.

Dan la siguió por la senda de guijarros, pero la velocidad de la muchacha superaba en mucho a la suya. En el pórtico encontró úni­camente al Tejedor Gris, frío y severo. Levantó una mano cuando Dan apareció.

—Te queda poco tiempo —dijo—, Vete, pensando en el daño que has hecho.

—¿Dónde está Galatea? —jadeó Dan.

—La he enviado lejos.

El anciano bloqueaba la entrada; por un momento Dan pensó apartarlo violentamente, pero algo lo contuvo. Miró con ansia hacia el prado, ¡allí! Un relámpago de plata al otro lado del río, al borde del bosque. Dio media vuelta y corrió en aquella dirección mientras, inmóvil y frío, el Tejedor Gris lo veía alejarse.

—¡Galatea! —gritaba—. ¡Galatea!

Estaba ya junto al río, en la orilla del bosque, corriendo entre co­lumnas de árboles que se arremolinaban en torno de él como niebla. El mundo era neblinoso; finos copos danzaban como nieve ante sus ojos; Paracosma estaba disolviéndose en torno de él. A través del caos imaginó atisbar una vislumbre de la muchacha, pero al acer­carse no pudo sino seguir repitiendo su desesperado grito de «¡Galatea!».

Después de un tiempo que le pareció interminable, se detuvo; algo conocido en el lugar lo impresionó y, justamente cuando el rojo sol aparecía sobre él, reconoció el sitio, el punto mismo por donde ha­bía entrado en Paracosma. Una sensación de futilidad le oprimió por un momento mientras miraba una aparición increíble: una obscu­ra ventana suspendida ante él y a través de la cual irradiaban hile­ras de luces eléctricas. ¡La ventana de Ludwig!

Aquella visión desapareció. Pero los árboles se retorcían y el cie­lo se iba obscureciendo mientras él vacilaba como un borracho en aquel torbellino. Se dio cuenta de pronto de que ya no estaba de pie, sino sentado en medio del claro de un bosque, y que sus manos afe­rraban algo liso y duro: los brazos de aquella miserable butaca de hotel. Entonces, por último, muy cerca de él, la vio, vio a Galatea, con los rasgos contraídos por la pena y los ojos llenos de lágrimas. Hizo un esfuerzo terrible para levantarse, para mantenerse erguido, y cayó agitando los brazos en medio de una hoguera de luces y des­tellos.

Luchó por ponerse de rodillas; lo sujetaban paredes, las de la habitación de Ludwig; debía de haberse resbalado desde la butaca. Las gafas mágicas yacían ante él. Uno de los cristales se había roto y derramaba un líquido que no era ya claro como el agua, sino blan­co como la leche.

—¡Dios mío! —masculló.

Se sentía sacudido, enfermo, exhausto, con una amarga sensación de haber sido despojado, y la cabeza le dolía atrozmente. La habita­ción era sucia, repugnante; necesitaba salir de allí. Miró maquinalmente su reloj: las cuatro; debía de haber estado sentado allí cerca de cinco horas. Por primera vez notó la ausencia de Ludwig; y se alegró de ello. Cruzó sobriamente la puerta y se dirigió al ascen­sor. No hubo respuesta a su llamada; alguien estaba utilizando el ca­charro. Bajó a pie tres tramos hasta llegar al vestíbulo y salió a la calle precipitadamente.

¡Enamorado de una visión! Peor aún: enamorado de una mu­chacha que nunca había vivido en una Utopía fantástica que literal­mente no estaba en ninguna parte. Se arrojó sobre la cama de su habitación con un gemido que tenía mucho de sollozo.

Comprendió por fin lo que implicaba el nombre de Galatea. Galatea, la estatua de Pigmalión, a la que dio vida Venus en el antiguo mito griego. Pero esta otra Galatea, la Galatea de él, cálida, deliciosa y vital, tendría que permanecer para siempre sin el don de la vida, puesto que él no era ni Pigmalión ni dios.

Despertó entrada la mañana y miró a su alrededor buscando, aturdido, la fuente y la piscina de Paracosma. Poco a poco fue re­capacitando. ¿Hasta qué punto había sido real la experiencia de la noche pasada? ¿Hasta qué punto había sido producto del alcohol? ¿O es que el viejecillo Ludwig tenía razón y no existía diferencia al­guna entre la realidad y el sueño?

Se cambió de ropa y bajó desalentadamente a la calle. Encontró por fin el hotel de Ludwig donde averiguó que el bajito profesor se había ido definitivamente sin dejar más señas.

¿Qué importaba? Ni siquiera Ludwig podría darle lo que él bus­caba, una Galatea viviente. Dan se alegraba de que el individuo hu­biese desaparecido; odiaba al pequeño profesor. ¿Profesor? Los hip­notizadores se llaman a sí mismos «profesores». Pasó un día agota­dor y tras una noche sin dormir llegó en tren a Chicago.

Era a mediados de invierno cuando vio en una avenida a una diminuta figura que caminaba delante de él. ¡Ludwig! Pero, ¿de qué serviría llamarlo? Sin embargo, su grito fue automático:

—¡Profesor Ludwig!

La diminuta figura se volvió, le reconoció y sonrió. Se refugiaron en los soportales de un edificio.

—Siento lo de su máquina, profesor. Estoy dispuesto a indemni­zarle el daño.

—Ah, no fue nada, un cristal roto. Pero, ¿ha estado usted enfermo? Tiene mucho peor aspecto que antes.

—No es nada —dijo Dan—. Su espectáculo fue maravilloso, pro­fesor, realmente maravilloso. Se lo habría dicho así, pero usted se había ido cuando acabó.

Ludwig se encogió de hombros.

—Salí al vestíbulo para buscar cigarrillos. Llevaba ya cinco horas con un maniquí de cera, comprenda.

—Fue maravilloso —repitió Dan.

—¿Tan real? —sonrió el otro—, Sólo porque usted cooperó. Es un caso de autohipnosis.

—Fue real, completamente real —reconoció Dan lúgubremente—. No lo comprendo..., ese extraño y bello país.

—Los árboles eran palos de golf aumentados por una lente —dijo Ludwig—. Todo era cuestión de trucos fotográficos, pero estereoscópicos, como le dije a usted, tridimensionales. Las frutas eran de caucho; la casa, un edificio de verano en nuestro campus, en la univer­sidad del norte. Y la voz era la mía; usted no habló en absoluto, ex­cepto cuando dijo su nombre al principio, y para eso dejé un espacio en blanco. Mire, yo interpreté su papel; yo iba de un lado a otro con, el aparato fotográfico amarrado a la cabeza para mantener siempre! el punto de vista del observador. ¿Comprende? —Sonrió—. Por fortuna soy más bien bajo. De lo contrario, usted habría parecido un; gigante.

¡Espere un momento! —dijo Dan, dándole vueltas la cabeza—. Dice usted que interpretó mi papel. Entonces Galatea, ¿también es real?

—Completamente real —respondió el profesor—. Es sobrina mía, estudia en la universidad y le gusta el arte dramático. Me ayudó a montar la fábula. ¿Por qué? ¿Quiere conocerla?

Dan contestó vagamente, sintiéndose muy feliz. Un dolor había desaparecido, una pena se había curado. ¡Paracosma era accesible al fin!

 

 

 

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