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La evolución de la ciencia humana-Ted Chiang

Hace veinticinco años desde la última vez que un informe de investigación original fue enviado a nuestros editores para su publicación, lo que hace que éste sea un buen momento para revisar una cuestión muy discutida por aquel entonces: ¿cuál es el papel de los científicos humanos en una época en la que las fronteras de la indagación científica han quedado más allá de la comprensión de los humanos?

Sin duda, muchos de nuestros suscriptores recordarán haber leído artículos cuyos autores eran los primeros individuos que habían obtenido los resultados que describían. Pero cuando los metahumanos comenzaron a dominar la investigación experimental, tendieron a comunicar sus descubrimientos sólo vía TDN (transferencia digital neuronal), dejando que las revistas publicasen explicaciones de segunda mano traducidas al lenguaje humano. Sin la TDN, los humanos no podían apreciar completamente los avances anteriores ni utilizar de forma efectiva las nuevas herramientas necesarias para realizar investigaciones, mientras que los metahumanos siguieron mejorando la TDN y dependiendo de ella cada vez más. Las revistas para el público humano quedaron reducidas al papel de meros vehículos de divulgación, y además no demasiado buenos, puesto que incluso los humanos más brillantes se quedaban perplejos ante las traducciones de los últimos descubrimientos.

Nadie niega los muchos beneficios de la ciencia metahumana, pero uno de sus costes para los investigadores humanos fue la constatación de que probablemente nunca volverían a realizar una contribución original, a la ciencia. Algunos abandonaron el campo completamente, pero los que se quedaron desplazaron su atención, alejándose de la investigación original y acercándose a la hermenéutica: interpretar el trabajo científico de los metahumanos.

La hermenéutica textual fue la primera en popularizarse, puesto que ya había terabytes de publicaciones metahumanas cuyas traducciones, aunque crípticas, eran presumiblemente bastante precisas. Descifrar esos textos no guarda demasiada relación con la tarea realizada por los paleógrafos tradicionales, pero se sigue progresando: los últimos experimentos han confirmado la validez del desciframiento efectuado por Humphries de las publicaciones que, hace décadas, abordaron la genética de la histocompatibilidad.

La disponibilidad de aparatos basados en la ciencia metahumana provocó el nacimiento de la hermenéutica de artefactos. Los científicos comenzaron a intentar reproducir el proceso de construcción de estos artefactos, pero su objetivo no era fabricar productos alternativos, sino sencillamente entender los principios físicos subyacentes a su funcionamiento. La técnica más habitual es el análisis cristalográfico de los aparatos nanológicos, que a menudo nos proporciona nuevas perspectivas acerca de la mecanosíntesis.

El método de indagación más moderno y con mucho el más especulativo es la observación a distancia de las instalaciones de investigación metahumanas. Uno de los objetivos más recientes de la investigación es el ExaCollider recién instalado bajo el desierto de Gobi, cuyas desconcertantes emisiones de neutrinos han dado lugar a grandes controversias. (El detector de neutrinos portátil es, por supuesto, otro artefacto metahumano cuyos principios de funcionamiento nos son desconocidos.)

La cuestión es si estas ocupaciones son dignas de un científico. Algunos las califican de pérdida de tiempo, equiparándolas a lo que hubiera supuesto una investigación de los nativos americanos sobre fundición del bronce cuando ya estaban disponibles las herramientas de acero fabricadas por los europeos. Esta comparación podría ser más adecuada si los humanos estuvieran compitiendo con los metahumanos, pero en la economía de la abundancia de hoy en día, no hay señales que indiquen esa competición. De hecho, es importante reconocer que, al contrario de lo que sucedió con la mayoría de las culturas de bajo nivel tecnológico cuando se enfrentaron a una de alto nivel tecnológico, los humanos no están en peligro de asimilación o de extinción.

Sigue sin existir una forma de convertir un cerebro humano en metahumano; la terapia genética Sugimoto debe ser realizada antes de que comience la neurogénesis en el embrión para que el cerebro sea compatible con la TDN. Esta ausencia de un mecanismo de asimilación quiere decir que los padres humanos de un niño metahumano tienen ante sí una elección difícil: pueden permitir que su hijo interactúe mediante TDN con la cultura metahumana, y observar cómo se vuelve cada vez más incomprensible para ellos; o restringir su acceso a la TDN durante los años de formación del niño, lo que para un metahumano es una privación similar a la sufrida por Kaspar Hauser. No resulta sorprendente que el porcentaje de padres humanos que eligen la terapia genética Sugimoto para sus hijos haya descendido en los últimos años casi hasta cero.

Como resultado, la cultura humana tiene buenas posibilidades de sobrevivir hasta muy lejos en el futuro, y la tradición científica es una parte vital de esa cultura. La hermenéutica es un método legítimo de indagación científica y aumenta el acervo del conocimiento humano de la misma forma en que lo hacia la investigación original. Lo que es más, los investigadores humanos pueden descubrir aplicaciones que pasan por alto los metahumanos, cuyas ventajas tienden a provocar que nuestras preocupaciones les pasen desapercibidas. Por ejemplo, imaginen que la investigación ofreciera esperanzas de una terapia alternativa de aumento de la inteligencia, una que permitiera a los humanos «mejorar» gradualmente sus mentes hasta nivel equivalente al metahumano. Esa terapia ofrecería un puente para superar lo que se ha convertido en la mayor división cultural en la historia de nuestra especie, pero los metahumanos podrían no pensar siquiera en explorarla; sólo esa posibilidad justifica la continuidad de la investigación humana.

No debemos sentirnos intimidados por los logros de la ciencia metahumana. Deberíamos recordar en todo momento que las tecnologías que hicieron posibles a los metahumanos fueron inventadas originalmente por humanos, y ellos no eran más inteligentes que nosotros.

Las Gafas de Pigmalión-Stanley Weinbaum

—¿Qué es la realidad? —preguntó el hombre con aspecto de gnomo con el que compartía el banco. Hizo un ademán hacia los altos bloques de edificios que rodeaban el Central Park, con sus incon­tables ventanas que relucían como las fogatas de un poblado prehis­tórico—. Todo es sueño, todo es ilusión; yo soy la visión de usted como usted es la visión mía.

Dan Burke, luchando por aclarar sus ideas entre los vapores de licor, miraba sin comprender la diminuta figura de su compañero. Empezó a lamentar el impulso que le había inducido a abandonar la reunión para buscar aire puro en el parque y que le había llevado a tropezar por casualidad con aquel viejo loco. Sin embargo, no pudo evitarlo; había demasiada gente en la reunión y ni siquiera la presencia de Claire con su esbelta figura pudo retenerlo. Sentía un ardiente deseo de volver a casa, no a su hotel, sino a su casa en Chicago y a la relativa paz de la Cámara de Comercio. De cualquier modo se marchaba al día siguiente.

—Usted bebe —prosiguió el barbado elfo— para hacer real un sueño, ¿no es así? O, tal vez, para soñar que ya es suyo aquello que perseguía, o para creer que ha destruido todo cuanto aborrecía. Bebe para escapar de la realidad, y lo irónico del caso es que la misma realidad es un sueño.

«¡Chiflado!», pensó de nuevo Dan.

—O, por lo menos —concluyó el otro—, eso asegura el filósofo Berkeley.

—¿Berkeley? —repitió Dan, La cabeza se le iba aclarando y acu­dían a su mente recuerdos de un curso de filosofía elemental que había seguido en la universidad—. El obispo Berkeley, ¿no?

—¿Lo conoce usted? El filósofo del idealismo, claro. El que arguye que nosotros no vemos, palpamos, oímos y gustamos el objeto, sino que sólo tenemos la sensación de ver, palpar, oír, gustar.

—Creo... creo recordar algo de eso.

—-Perfectamente. Pero las sensaciones son fenómenos mentales.

Existen en nuestras mentes. ¿Cómo sabemos, pues, que los objetos en sí no existen sólo en nuestras mentes? —De nuevo apuntó hacia los edificios iluminados—. Usted no ve ese muro de albañilería; usted percibe solamente una sensación, un sentimiento de estar viendo. Lo demás lo interpreta usted.

—Usted ve lo mismo —objetó Dan.

—¿Cómo puede afirmarlo? Y aún más, se lo concedo; pero ¿cómo sabe que yo soy algo más que un sueño suyo? Dan se echó a reír.

—Desde luego nadie sabe nada. Todo cuanto conocemos penetra en nosotros a través de los cinco sentidos. Uno hace después sus conjeturas y si se equivoca, paga su error. —Ahora su mente estaba clara, excepto un ligero dolor de cabeza—. Escuche —dijo de pron­to—, usted puede argüir que una realidad es una ilusión; eso es fácil. Pero si su amigo Berkeley tiene razón, ¿por qué no puede usted hacer real un sueño? Si funciona en un sentido, también debe fun­cionar en el otro.

La barba se meneó rápidamente; los brillantes ojos de elfo lo miraron de un modo extraño.

—Todos los artistas lo hacen —dijo el viejecito con voz suave. Dan sintió que había algo más que era muy difícil de expresar.

—Eso es una evasiva —gruñó—. Todo el mundo puede apreciar la diferencia entre un cuadro y la realidad, o entre una película y la vida.

—Pero —susurró el otro— lo más real será lo mejor, ¿no? Y si alguien pudiera hacer una... una película... muy, muy real, ¿qué diría usted entonces?

—Nadie puede hacer eso.

Los ojos del viejo resplandecieron de nuevo extrañamente.

—¡Yo puedo! —susurró—. ¡Yo lo hice!

—¿Hizo qué?

—Hice real un sueño. —La voz se tornó irritada—. ¡Estúpidos! Lo traje para ofrecérselo a Westman, la gente del cine, y, ¿qué dije­ron? «No es negocio. Se necesitan aparatos individuales. No es ren­table.» ¡Hatajo de estúpidos!

—¿Eh?

—Escuche, soy Albert Ludwig, el profesor Ludwig. —Como Dan permaneciera silencioso, prosiguió—: Mi nombre no le dice nada, ¿verdad? Pero escuche: ¿Qué nos proporciona ahora el cine? Visión plana y sonido, ¿no es así? Suponga que yo añado gusto, olor, incluso tacto. Suponga que lo hago de forma que el espectador interviene en el relato, habla a las sombras y las sombras le responden, y que el relato, en lugar de desarrollarse en una pantalla, se refiere por comple­to a quien participa en él, ¿No sería eso hacer real un sueño?

—¿Cómo diablos podría usted conseguirlo?

—¿Cómo? Pues muy simplemente. Primero mi líquido positivo, luego mis gafas mágicas. Fotografío el relato en un líquido con elementos cromáticos sensibles a la luz. Elaboro una solución com­pleja, ¿comprende usted? Añado el gusto químicamente y el sonido electrónicamente. Y cuando el relato está registrado vierto la solución en las gafas: mi proyector cinematográfico. Electrolizo la solución, el relato, la vista, el sonido, el olor, el gusto, todo.

—¿Y el tacto?

—Si es eso lo que le interesa, su propia mente se encargará de proporcionárselo. —Su voz estaba cargada de ansiedad—. ¿Quiere hacer una prueba, señor...?

—Burke —dijo Dan. «Un estafador», pensó. Luego una chispa de temeridad prendió en los evanescentes vapores del alcohol—. ¿Por qué no? —gruñó.

Se puso en pie; Ludwig, que había hecho lo mismo, le llegaba escasamente a los hombros. «Un curioso viejecillo con aspecto de gnomo», pensó Dan mientras lo seguía por el parque.

Entraron en uno de los numerosos edificios de apartamentos que había en la vecindad. Una vez en su habitación, Ludwig rebuscó en una maleta y sacó un artilugio que recordaba vagamente una más­cara antigás. Iba provisto de oculares y la embocadura, de caucho, estaba regulada por una válvula. Dan lo examinó con curiosidad mientras el bajito y barbudo profesor blandía una botella de líquido incoloro.

—¡Aquí está! —exclamó jubiloso—. Mi líquido positivo, el argu­mento. Una fotografía dura, infernalmente dura, por tanto el argumen­to más simple. Una utopía: sólo dos personajes y usted, el público. Ahora póngase las gafas. Póngaselas y dígame si los Westman no son unos estúpidos. —Derramó algo del líquido en la máscara y unió un retorcido alambre a un aparato que descansaba sobre la mesa—. Un rectificador —explicó—. Para la electrólisis.

—¿Hay que usar todo el líquido? —preguntó Dan—. Si utiliza usted sólo una parte, ¿veré únicamente una parte del relato? ¿Cuál?

—Cada gota lo contiene todo, pero hay que colmar las gafas. —Luego, mientras Dan se colocaba ávidamente el dispositivo, aña­dió—: ¡Eso es! ¿Qué ve usted ahora?

—Nada especial, Sólo las ventanas y las luces del otro lado de la calle.

—Naturalmente. Pero ahora voy a hacer funcionar la electrólisis. ¡Ya está!

 

Hubo un momento de caos. El líquido adquirió un tinte blanque­cino y los oídos de Dan se llenaron de zumbidos informes. Aturdido y algo inquieto, Dan intentó zafarse de aquel artilugio que le oprimía la cabeza, pero unas siluetas que emergían de la niebla captaron su interés.

La escena se precipitó. De un modo increíble, aferrado a los brazos de una imaginaria butaca, estaba contemplando un bosque. Pero, ¡que bosque! ¡Increíble, extraterrestre, hermosísimo! Pulidos troncos ascendían hacia un cielo brillante, extraños árboles que sugerían eras perdidas en la noche de los tiempos. A una altura que se antojaba infinita, ondeaban frondosas copas de un verdor moteado de castaño. Singulares y encantadores gorjeos, tenues silbidos que parecían arrancados de un cuento de hadas, vibraban en el aire; pájaros, sin duda, aunque ninguna criatura era visible.

Dan permanecía inmóvil, sumido en un trance inefable. Se dejaba acariciar por la dulce melodía que crecía en una sucesión de tañidos cristalinos y suaves acordes de una música soñada. Por unos ins­tantes, olvidó la sórdida habitación, al viejo Ludwig, su dolorida cabeza. «¡El edén!», murmuró para sí, y le repuso la música poderosa entonada por gargantas invisibles.

Al cabo, recobró cierto grado de razón. «Ilusión», se dijo a sí mismo. «Inteligentes dispositivos ópticos, no realidad.» Tanteó en busca del brazo de la butaca, lo encontró y se aferró a él. Frotó los pies y encontró una nueva contradicción. A sus ojos, el suelo era un verdor musgoso; a su tacto, se trataba meramente de una gruesa alfombra de hotel.

La delicada música cautivó de nuevo su atención. Un ligero per­fume, de una exquisita finura, soplaba hacia él. Alzó la mirada y contempló cómo en el árbol más próximo se abría una gran diadema carmesí y cómo un diminuto sol rojizo aparecía en el retazo de cielo que alcanzaba a ver, La encantadora orquesta parecía incrementar la luz y las notas le comunicaban un estremecimiento de alegría. ¿Ilusión? Si era así, la realidad resultaría casi insoportable. Nece­sitaba creer que en algún lugar, en algún punto más acá de los sueños, existía realmente esta región de la delicia. ¿Una avanzadilla del paraíso? Tal vez.

Y luego, mucho más allá de la tenue bruma, percibió un centelleo de plata, un movimiento que no era el temblor del follaje. Algo se acercaba. Vio cómo la figura se movía, ora visible, ora oculta por los árboles. Muy pronto distinguió que era una figura humana y ya estaba casi encima de él cuando comprendió que se trataba de una muchacha.

Vestía un traje plateado, casi transparente, luminoso como rayos de estrellas, Una delgada cinta de plata ceñía sus negros cabellos. Sus blancos piececitos andaban descalzos sobre el musgoso suelo del bosque. Apenas un paso les separaba y ella estaba allí, mirándolo con obscuros ojos. La tenue música vibró de nuevo; la muchacha sonrió.

Dan trató de ordenar sus alocados pensamientos. ¿También este ser no era más que ilusión? ¿No tenía más realidad que la belleza del bosque? Abrió los labios para hablar cuando una voz urgente y excitada sonó en sus oídos:

—¿Quién es usted?

¿Era él quién había hablado? La voz llegaba como si viniese de otro, como el sonido de las palabras que uno pronuncia en el delirio de la fiebre.

La muchacha sonrió de nuevo.

—Inglés —dijo con un tono suave—, Sé hablar un poco de inglés. —Pronunciaba lenta, cuidadosamente—. Lo aprendí del... —vaciló— del padre de mi madre, a quien llaman el Tejedor Gris.

Una vez más resonó una voz extraña en los oídos de Dan.

—¿Quién es usted?

—Me llaman Galatea —dijo ella—. He venido a buscarte.

—¿A buscarme? —repitió la voz que Dan apenas reconocía como suya.

—Leucon, a quien llaman el Tejedor Gris, me anunció tu llegada —explicó ella, sonriendo—, Dijo que permanecerás con nosotros hasta el segundo mediodía a partir de éste. —Lanzó una rápida mi­rada de soslayo al pálido sol que ahora caía a plomo sobre el claro, luego la muchacha se acercó más—. ¿Cómo te llaman?

—Dan —masculló él.

—¡Qué nombre tan raro! —dijo la muchacha—. Ven —sonrió, tendiéndole una mano.

Dan la tomó entre las suyas y sintió, sin ninguna sorpresa, el vivo calor de aquellos dedos femeninos. Había olvidado las paradojas de la ilusión; se sentía inmerso en la pura y simple realidad. Empezó a seguir a la muchacha por el sombreado césped. Bajó la mirada y notó que él mismo llevaba puesto un vestido de plata y que tenía los pies desnudos. Sintió una alada brisa en su cuerpo y la humedad de la hierba bajo sus pies.

—Galatea —dijo su voz—, Galatea, ¿qué sitio es éste? ¿Qué idioma hablas?

Ella le devolvió la mirada echándose a reír,

—Bueno, esto es Paracosma, naturalmente, y este es nuestro idioma.

—Paracosma —murmuró Dan—. ¡Paracosma!

Un lejano recuerdo del griego que había estudiado años antes acu­dió a su mente. ¡Paracosma! ¡El país más allá del mundo! Galatea le lanzó una risueña mirada. Inquirió:

—¿Te parece extraño este mundo real después de aquel país tuyo de sombras?

—¿País de sombras? —repitió Dan, desconcertado—. ¡Aquí es donde hay sombras, no en mi mundo!

La sonrisa de la muchacha se hizo burlona.

—¡Uf! —replicó con un mohín descarado y delicioso—. Supongo, entonces, que soy yo el fantasma en lugar de serlo tú, ¿no? —Se echó a reír—. ¿Tengo acaso aspecto de fantasma?

Dan no contestó; estaba quebrándose la cabeza con preguntas insolubles mientras caminaba detrás de la esbelta figura de su guía. El sendero se iba ensanchando y el bosque clareaba. Llevaban quizá recorridos un par de kilómetros, cuando un sonido de agua canta­rina apagó la otra música. Desembocaron a la orilla de un riachuelo, rápido y cristalino, que nacía en una centelleante laguna. Galatea se arrodilló, juntó las manos y se llevó unos buches de agua a los labios. Dan siguió su ejemplo; el agua estaba muy fría.

—¿Cómo vamos a cruzar? —preguntó él.

—Puedes vadear por allí —le respondió la dríada que lo guiaba, señalándole un paso poco profundo—, pero yo siempre cruzo por aquí.

Se zambulló en la corriente como una flecha de plata. Dan la siguió. Un par de brazadas le bastaron para alcanzar la orilla opuesta donde Galatea había emergido ya con un resplandor de morenos miembros desnudos. El vestido mojado se adhería a su cuerpo con la fuerza de una envoltura metálica; Dan sintió que se le cortaba la respiración al verla. Y luego, milagrosamente, el plateado vestido secó y la pareja siguió moviéndose vivamente.

El increíble bosque había acabado con el río. Caminaban por un prado cubierto de muchas florecillas de distintos matices y en forma de estrellas cuyas frondas resultaban bajo los pies tan blandas como un césped bien cuidado. Sin embargo aún los seguían los débiles piulidos ora ruidosos, ora dulces, en una tenue red melódica.

—¿Galatea —preguntó Dan de pronto—, de dónde viene esta mú­sica?

Ella volvió la cabeza, asombrada.

—¡Qué tonto eres! —se rió—, De las flores, naturalmente. ¡Mira!

Arrancó una estrellita púrpura y la acercó al oído de su compañero. Era verdad: una melodía débil y quejumbrosa brotaba de la flor. La muchacha le golpeó con ella la sorprendida cara y echó a correr.

Frente a ellos se perfiló un bosquecillo. Rebosaba de plantas car­gadas de flores y frutos de colores iridiscentes. Lo atravesaba un diminuto arroyuelo. Allí estaba la meta de su viaje: un edificio de piedra blanca como el mármol, de un solo piso, cubierto de enre­daderas y con anchas ventanas sin cristales. Caminaron por una senda de brillantes guijarros hasta la entrada en arco y allí, en un complicado banco de piedra, hallaron sentado a un hombre de patriarcal barba blanca. Galatea se dirigió a él en un extraño len­guaje que le recordó a Dan la melodía de las flores; luego se volvió a Dan.

—Este es Leucon —señaló.

El anciano se levantó de su asiento y habló en inglés:

—Galatea y yo nos sentimos felices de darle la bienvenida. Los visitantes son aquí un extraño placer y los procedentes de su país de las sombras son los más raros.

Dan profirió turbadas palabras de agradecimiento. El anciano le respondió con una leve inclinación de cabeza y volvió a sentarse en el banco, Galatea desapareció en el interior de la casa y Dan, tras un momento de indecisión, se sentó junto al anciano. Una vez más sus pensamientos se arremolinaban en una turbulenta perplejidad. ¿Se trataba de verdad de una ilusión? ¿Seguía sentado en la prosaica ha­bitación del hotel, mirando a través de unas gafas mágicas que pintaban en torno de él este mundo o, por algún milagro, había sido transportado y estaba realmente sentado en aquel reino de hermo­sura? Palpó el banco y sus dedos comprobaron la dureza y frialdad de la piedra.

—Leucon —preguntó—, ¿cómo sabía que yo iba a venir?

—Me lo dijeron —respondió.

—¿Quién se lo dijo?

—Nadie.

—¡Pero alguien tiene que habérselo dicho! El Tejedor Gris sacudió su solemne cabeza.

—Simplemente me lo dijeron.

Dan dejó de preguntar, contentándose por el momento con admirar la belleza que reinaba a su alrededor. Poco después Galatea volvió; venía con un cuenco de cristal rebosante de extrañas frutas: rojas, púrpuras, anaranjadas y amarillas, en forma de peras, en forma de huevos, en forma de arracimados esferoides, fantásticas, extraterrestres. Dan eligió un ovoide pálido y transparente, lo mordió y, para diversión de la muchacha, quedó inundado por un diluvio de dulce líquido. Ella se echó a reír y eligió una fruta parecida; tras morder una diminuta protuberancia que tenía en uno de los extremos, sorbió el contenido. Dan eligió otra fruta diferente, purpúrea y agria como uvas del Rin, y luego otra, llena de semillas comestibles parecidas a almendras. Galatea reía divertida al ver su sorpresa, e incluso Leucon bosquejó una gris sonrisa. Finalmente Dan arrojó la última cáscara en el arroyuelo que tenía al lado, donde bailoteó alegremente hacia el río.

—Galatea —dijo—, ¿has ido alguna vez a una ciudad? ¿Qué ciu­dades hay en Paracosma?

—¿Ciudades? ¿Qué son ciudades?

—Sitios donde mucha gente vive reunida.

—Oh —dijo la muchacha, frunciendo el ceño—, no. No hay ciu­dades aquí.

—Entonces, ¿dónde está la gente de Paracosma? Debéis de tener vecinos.

La muchacha le miró perpleja.

—Un hombre y una mujer viven hacia allá —dijo, señalando con un vago ademán a una distante cadena de colinas en el horizonte—. Muy lejos de aquí. Fui allí una vez, pero Leucon y yo preferimos el valle.

—¡Pero, Galatea! —protestó Dan—. ¿Quieres decir que Leucon y tú estáis solos en este valle? ¿Dónde..., qué les ocurrió a vuestros padres..., a tu padre y a tu madre?

—Se fueron. Por esa dirección, hacia la salida del sol. Volverán algún día.

—¿Y si no vuelven?

—¡Qué tontería! ¿Qué podría impedírselo?

—Animales feroces —repuso Dan—, Insectos venenosos, enferme­dades, inundaciones, forajidos, muerte.

—Nunca he oído tales palabras —dijo Galatea—. Aquí no hay nada de eso, —Resopló desdeñosamente—. ¡Forajidos!

—¿Que no hay... que no hay muerte?

—¿Qué es muerte?

—Es... —Dan se detuvo sin saber qué decir—. Es como quedarse dormido y no despertar nunca. Es lo que le pasa a todo el mundo al final de su vida.

Es la primera vez que oigo hablar de una cosa así —dijo la mu­chacha resueltamente—. ¡Eso no existe!

—¿Qué pasa entonces —inquirió Dan desesperadamente— cuando uno se hace viejo?

—¡No pasa nada, tonto! Nadie se hace viejo a menos que lo de­see, como Leucon, Una persona crece hasta la edad que más le gusta y luego se detiene. Es una ley.

Dan procuró concentrar sus desordenados pensamientos. Se que­dó mirando los obscuros y lindos ojos de Galatea.

—¿Te has parado tú ya?

La muchacha bajó la vista; él se asombró al ver un profundo rubor de embarazo extenderse por sus mejillas. Galatea miró a Leucon, quien asintió pensativamente con la cabeza, luego volvió a mirar a Dan.

—Todavía no —dijo.

—¿Y cuándo te detendrás, Galatea?

—Cuando tenga el único hijo que me está permitido. Mira... —bajó la mirada hasta los deditos de sus pies—, una no puede... tener hijos... después.

—¿Permitido? ¿Permitido por quién?

—Por una ley.

—¡Ley, ley! ¿Es que aquí todo está gobernado por leyes? ¿No existen el azar, los accidentes?

—¿Qué es el azar? ¿Qué son los accidentes?

—Cosas inesperadas... cosas imprevistas.

—No hay nada imprevisto —dijo Galatea, todavía extrañada. Re­pitió lentamente—: No hay nada imprevisto.

Dan pareció advertir un tono melancólico en la voz de la mu­chacha.

Leucon alzó la mirada.

—Basta ya de esto —interrumpió bruscamente. Se volvió hacia Dan—. Conozco esas palabras vuestras: azar, enfermedad, muerte. No son para Paracosma. Resérvalas para tu país irreal.

—¿Dónde las oyó usted, entonces?

—Se las oí a la madre de Galatea —contestó el Tejedor Gris—, quien las conservaba de tu predecesor, un fantasma que nos visitó antes de nacer Galatea.

Dan tuvo una visión del rostro de Ludwig.

—¿Qué aspecto tenía?

—Muy parecido al tuyo.

—Pero, ¿cómo se llamaba?

El rostro del anciano se ensombreció de pronto.

—No hablemos de él —dijo, y se puso en pie y entró en la mora­da envuelto en un frío silencio.

—Se va a tejer —explicó Galatea al cabo de un momento. Su linda y expresiva cara aún aparecía turbada.

—¿Qué es lo que teje?

—Esto. —Ella tocó la plateada tela de su propia túnica—. Lo teje con hilos de metal en una máquina muy curiosa. No sé el método.

—Pero, ¿quién hizo la máquina?

—Estaba aquí.

—¡Pero..., Galatea! ¿Quién construyó la casa? ¿Quién plantó es­tos árboles frutales?

—Estaban aquí. La casa y los árboles estuvieron siempre aquí. —Alzó la mirada—, Ya te dije que todo había sido previsto desde el comienzo hasta la eternidad, todo. La casa, los árboles y la máquina estaban dispuestos para Leucon, para mis padres y para mí. Aquí hay un sitio para mi hijo, que será una niña, y un sitio para el hijo de ella, y así sucesivamente.

Dan se quedó pensando un momento.

—¿Naciste aquí?

—No lo sé.

Él notó, con repentina preocupación, que las lágrimas pugnaban por salir de los ojos de Galatea.

—¡Galatea, querida! ¿Por qué te sientes desgraciada? ¿Qué ocu­rre?

—¿Cómo? ¡Nada! —Sacudió sus negros rizos y le sonrió de pron­to—. ¿Qué podría ocurrir? ¿Quién podría ser desgraciado en Paracosma? —Se irguió y le tomó de la mano—. ¡Ven! Recojamos frutas para mañana.

Se alejó en un torbellino de centelleante plata y Dan la siguió hasta dar la vuelta a un ala del edificio. Grácil como una bailarina, Galatea se alzó hasta alcanzar una rama que tenía sobre la cabeza, la asió risueñamente y le arrojó a él un gran globo dorado. Le cargó los brazos con las brillantes frutas y le envió de nuevo al banco; cuando él regresó, la muchacha siguió recogiendo tanta fruta, que un diluvio de abigarradas esferas se amontonaba alrededor del hom­bre. Galatea se echó a reír de nuevo y, con delicados puntapiés, en­viaba las frutas al arroyuelo, mientras Dan la miraba con dolorosa melancolía. Luego, súbitamente, ella se quedó mirándolo; durante un largo y tenso instante permanecieron inmóviles, los ojos clava­dos en los ojos, hasta que ella se alejó, caminando lentamente hacia el portal de la casa. Dan la siguió con su carga de fruta, sumida una vez más su mente en un torbellino de duda y perplejidad.

El pequeño sol se ocultaba tras los árboles de aquel bosque colo­sal que había a poniente y un frescor se insinuaba entre largas som­bras. El arroyuelo tomaba una tonalidad purpúrea en el ocaso, pero sus alegres notas seguían mezclándose con la música de las flores. Cuando por fin el sol se apagó y los dedos de sombra obscurecieron el prado las flores se quedaron calladas y el arroyuelo borboteó solitario en un mundo de silencio, En silencio también, Dan cruzó la puerta.

Entró en una estancia espaciosa, recubierta de grandes losas blan­cas y negras; exquisitos bancos de mármol esculpido se repartían aquí y allá. El viejo Leucon, en un apartado rincón, se inclinaba so­bre un intrincado y reluciente mecanismo. Cuando Dan entró, daba por terminada una brillante pieza de tela plateada; la dobló y la colocó cuidadosamente a un lado. Dan no pudo por menos que ad­vertir un curioso fenómeno: a pesar de que las ventanas estaban abiertas a las tinieblas, ningún insecto nocturno rondaba los glo­bos que alumbraban a intervalos desde hornacinas excavadas en las paredes.

Galatea permanecía en pie junto a una puerta que él tenía a su izquierda. La muchacha se apoyaba cansinamente en el marco. Él colocó el frutero sobre un banco que había a la entrada y caminó hacia la joven.

—Esta es tu habitación —dijo ella, indicando el cuarto que había más al fondo.

Dan miró una agradable habitacioncita; un ventanal enmarcaba un cuadrado lleno de estrellas y un delgado, rápido y casi silencioso chorro de agua brotaba de la boca de una cabeza humana esculpida en la pared de la izquierda que se curvaba hasta formar una pisci­na de unos dos metros de profundidad hundida en el suelo. Otro de aquellos graciosos bancos cubierto de tela plateada completaba el mobiliario; una única esfera brillante, colgada del techo por una ca­dena, iluminaba la habitación. Dan se volvió hacia la muchacha, en cuyos ojos advirtió aún una profunda gravedad.

—Esto es ideal —comentó Dan—, pero, Galatea, ¿cómo voy a apa­gar la luz?

—¿Apagarla? —dijo ella—. Tienes que taparla:   ¡así!

Una débil sonrisa flotó de nuevo en sus labios cuando dejó caer una pantalla de metal sobre la brillante esfera. Permanecieron ten­sos en la obscuridad; Dan percibía dolorosamente la proximidad de la muchacha, y luego la luz brilló una vez más. La muchacha se mo­vió hacia la puerta, allí se detuvo y le alargó una mano.

—Querida sombra —dijo suavemente—, espero que tus sueños sean música.

Se había ido.

Dan permaneció indeciso en su habitación; lanzó una mirada a la gran sala donde Leucon seguía inclinado sobre su trabajo; el Te­jedor Gris levantó una mano en solemne saludo, pero no dijo nada. Dan no sintió ningún deseo de la silenciosa compañía del anciano y se metió en su habitación para disponerse a dormir.

Casi instantáneamente, al parecer, había amanecido y el extraño y rojizo sol enviaba sus rayos al interior de la habitación. Suaves gorjeos vibraban en el aire. Se levantó tan penetrado de la realidad de su entorno como si no hubiese dormido en absoluto. La piscina lo tentó y se bañó en un agua fresquísima. Luego salió a la sala cen­tral, notando con curiosidad que los globos aún seguían brillando en pálida rivalidad con la luz del día. Tocó casualmente uno de ellos; a sus dedos estaba tan frío como el metal. Lo descolgó en seguida de su varilla. Por un momento pudo tener entre las manos aquella cosa fría y resplandeciente. Volvió a colocarlo en la varilla y salió al alba.

Galatea estaba danzando en el sendero, comiendo una fruta ex­traña tan rosada como sus labios. Estaba contenta de nuevo, una vez más era la ninfa feliz que le había dado la bienvenida y que ahora le dirigía una brillante sonrisa mientras él estaba eligiendo una dulce esfera verde para su desayuno.

—¡Ven! —gritó ella—. ¡Al río!

Se alejó hacia el increíble bosque; Dan la seguía, maravillándose de que la ágil velocidad de la muchacha compitiera tan fácilmente con sus músculos de corredor. Poco después estaban riéndose en el río y jugueteando hasta que Galatea se dirigió a la orilla, radiante. La siguió y se tendió junto a ella. Dan constató, sorprendido, que no estaba ni cansado ni jadeante, ni tenía el menor síntoma de ago­tamiento. Se le ocurrió una pregunta, hasta ahora sin contestación:

—Galatea, ¿a quién tomarás como compañero? Los ojos de la muchacha se pusieron serios.

—No lo sé —dijo ella—. Llegará a su debido tiempo. Es la ley.

—¿Y serás feliz?

—Por supuesto. —Parecía turbada—. ¿No lo es todo el mundo?

—Donde yo vivo no, Galatea.

—Entonces, debe de ser un sitio extraño ese fantasmal mundo tuyo. Un sitio terrible.

—Lo es, lo es con frecuencia —reconoció Dan—. Me gustaría...

Hizo una pausa. ¿Qué le gustaría? ¿No le estaba hablando a una ilusión, a un sueño, a una aparición? Miró a la muchacha, sus res­plandecientes cabellos negros, sus ojos, su dulce piel blanca, y luego, en un momento trágico, se esforzó en sentir bajo sus manos los brazos de aquella gastada butaca de hotel..., y fracasó. Sonrió; ade­lantó los dedos para tocar el brazo desnudo de la joven y por un instante ella lo miró con ojos sorprendidos y se puso en pie de un salto.

—¡Vamos!  ¡Quiero enseñarte mi país!

Empezó a andar, arroyo abajo, y Dan, desganadamente, se puso en pie para seguirla.

¡Qué día aquél! Siguieron el riachuelo desde la serena laguna hasta las cantarinas cataratas. Por doquier sonaban los extraños piulidos y gorjeos que eran las voces de las flores. A cada recodo se ofrecía una nueva visión de belleza; cada momento aportaba una nueva sensación de delicia. Hablaban o estaban callados; cuando tenían sed, el fresco río estaba a mano; cuando tenían hambre, las frutas se ofrecían por doquier; cuando estaban cansados, siempre había una laguna profunda y una orilla musgosa; y cuando habían descansado, una nueva belleza hacía su aparición. Frente a ellos, los increíbles árboles alzaban sus increíbles formas fantásticas, pero en la margen donde se hallaban los dos jóvenes seguía el prado lleno de flores en forma de estrellas. Galatea entrelazó con ellas una bri­llante guirnalda para la cabeza de su compañero, y él siguió ade­lante tarareando una dulce canción. Poco a poco, el rojo sol se in­clinó hacia el bosque. Dan lo hizo notar y, de mala gana, volvieron a casa.

Mientras regresaban, Galatea cantaba una extraña canción, que­jumbrosa y dulce como la mezcla de la música, del río y de las flores. Una vez más sus ojos estaban tristes.

—¿Qué canción es ésa? —preguntó él.

—Una canción que cantó otra Galatea —contestó ella—, mi ma­dre. —Posó su mano en el brazo del hombre—. Te la cantaré en in­glés para que la entiendas:

 

El río corre entre flores y helechos,

entre flores y helechos suspira una canción.

Una canción que habla de ti, de tu regreso,

tu regreso algún día, algún año, mi amor.

Los años van llevando sus lánguidos murmullos

como exigiendo réplicas que nadie puede dar,

las flores se entristecen y acongojadas dicen:

El río miente, miente; no hace más que soñar.

 

Su voz vaciló en las notas finales; reinó el silencio sólo quebrado por el tintineo del agua y el zumbido de las flores. Dan no pudo contenerse:

—Galatea... Esa es una canción triste, Galatea. ¿Por qué estaba triste tu madre? Me dijiste que todo el mundo era feliz en Paracosma.

—Quebrantó una ley —replicó la muchacha con voz neutra—. Es el camino que lleva inevitablemente a la pena. Se enamoró de un fantasma. Uno que vino de vuestro reino de sombras y tuvo que re­gresar. Así, cuando el novio que le habían designado llegó, era de­masiado tarde; ¿comprendes? Pero ella cedió finalmente a la ley y es por siempre infeliz, Va vagando de un sitio en otro por todo el mundo. —Hizo una pausa—. Yo nunca quebrantaré una ley —dijo desafiante.

Dan le tomó una mano.

—No quiero verte desgraciada, Galatea, Quiero que siempre seas feliz.

Ella sacudió la cabeza.

—Soy feliz —dijo, y le sonrió con una sonrisa tierna y melan­cólica.

Permanecieron en silencio un largo rato mientras caminaban de vuelta a casa, Las sombras de los gigantescos árboles sobrepasaban el río al deslizarse el sol detrás de ellos. Durante un trecho la pareja anduvo con las manos unidas, pero cuando llegaron al sendero de brillantes guijarros cerca de la casa, Galatea se apartó y echó a co­rrer velozmente. Dan la siguió todo lo aprisa que pudo; cuando llegó, Leucon estaba sentado en su banco junto al pórtico y Galatea se había detenido en el umbral. En sus ojos, Dan creyó adivinar el bri­llo de las lágrimas.

—Estoy muy cansada —dijo, y se escabulló adentro. Dan se movió para seguirla, pero el anciano levantó una mano y lo detuvo.

—Amigo de las sombras, ¿quieres escucharme un momento? Dan accedió y se dejó caer en el banco. Tuvo un presentimiento: nada agradable lo aguardaba.

—Hay algo que debes saber —continuó Leucon—, y te lo diré sin ánimo de apenarte, si es que los fantasmas sienten pena. Galatea te ama, aunque creo que hasta ahora ella misma no se ha dado cuenta.

—También la amo yo —dijo Dan. El Tejedor Gris le miró fijamente:

—Es algo que no comprendo. Cierto que la substancia puede amar a la sombra, pero, ¿cómo la sombra puede amar a la substancia?

—La quiero —insistió Dan.

—Si es así, ¡aflicción para vosotros dos! Porque tal cosa es impo­sible en Paracosma; es un conflicto con las leyes. El compañero de Galatea está designado, quizás incluso se acerca en estos momentos.

—¡Leyes! ¡Leyes! —masculló Dan—. ¿De quién son esas leyes? ¡Ni de Galatea, ni de mí!

—Pero existen —dijo el Tejedor Gris—. No es competencia tuya ni mía criticarlas, aunque todavía me pregunto qué poder consiguió anularlas para permitir tu presencia aquí.

—Yo no tuve voz en vuestras leyes.

El anciano lo miró escrutadoramente en la penumbra.

—¿Es que alguien ha tenido en algún sitio voz en las leyes? —in­quirió.

—En mi país la tenemos —replicó Dan.

—¡Locura! —gruñó Leucon—. ¡Leyes hechas por el hombre! ¿De qué utilidad son las leyes hechas por el hombre con sanciones he­chas por el hombre o con ninguna pena en absoluto? Si vuestras sombras hacen una ley en el sentido de que el viento sólo debe soplar desde el este, ¿la obedece el viento del oeste?

—Promulgamos leyes de ese tipo —reconoció Dan amargamente—. Puede que sean estúpidas, pero no más injustas que las vuestras.

—Las nuestras —dijo el Tejedor Gris— son las leyes inalterables del mundo, las leyes de la naturaleza. Su quebrantamiento acarrea siempre la infelicidad. Lo he visto; lo he experimentado en otra persona, en la madre de Galatea, aunque Galatea es más fuerte que ella. —Hizo una pausa—. Ahora —continuó—, sólo pido un poco de piedad; tu estancia aquí es corta y te suplico que no hagas más daño que el que se ha hecho ya. Sé misericordioso; no apenes más a la muchacha.

Se levantó y cruzó la puerta; cuando Dan lo siguió un momento más tarde, el anciano ya estaba retirando una pieza de tejido de plata de la máquina que tenía en el rincón. Dan se volvió silencioso a su propia habitación, donde el chorro de agua tintineaba débil­mente como una distante campanilla. Se sentía profundamente desgraciado.

Una vez más se levantó con el resplandor del alba y una vez más Galatea le salió al encuentro con su cuenco de frutas. Depositó su carga dirigiéndole una tenue sonrisa de saludo y se quedó mirán­dolo como a la espera.

—Ven conmigo, Galatea —dijo él,

—¿Adonde?

—A la orilla del río. A hablar.

Caminaron en silencio hasta el borde de la laguna. Dan notaba una sutil diferencia en el mundo que lo rodeaba; los contornos eran vagos; los tenues piídos de las flores, menos audibles, y el paisaje mismo era extrañamente inestable, cambiante. Cuando no lo mira­ba directamente, parecía nebuloso. Y también era muy extraño que aunque hubiese traído aquí a la muchacha para hablar con ella, ahora no tenía nada que decir. Se sentó en doloroso silencio con los ojos clavados en la belleza de aquella carita.

Galatea señaló el rojo sol, que ascendía.

—¡Tan poco tiempo! —suspiró—. ¡Tan poco tiempo antes de que; vuelvas a tu mundo de fantasmas! Lo sentiré mucho, muchísimo. —Le tocó la mejilla con los dedos—. ¡Querida sombra!

—Suponte —dijo Dan roncamente— que no me voy. ¿Qué pasa­ría? —Su voz se hizo más enérgica—. ¡No me iré! ¡Voy a quedarme!

La resignada tristeza del rostro de la muchacha lo conmovió; comprendió la ironía de luchar contra el desenlace inevitable de un sueño. Ella habló:

—Si fuera yo quien hiciese las leyes, te quedarías. Pero no puedes, querido. No puedes.

Dan había olvidado las palabras del Tejedor Gris.

—Te quiero, Galatea —dijo.

—Y yo a ti —susurró ella—. Mira, queridísima sombra, cómo que­branto la misma ley que mi madre quebrantó y cómo me alegro de afrontar la pena que eso va a acarrearme. —Colocó tiernamente una mano sobre la de Dan—. Leucon es muy sabio y estoy obligada a obedecerlo, pero lo que sentimos está más allá de su sabiduría, por­que él mismo se dejó envejecer. —Hizo una pausa—. Él mismo se dejó envejecer —repitió lentamente.

Una extraña luz relumbró en sus obscuros ojos cuando se volvió de pronto hacia Dan.

—¡Queridísimo! —dijo tensamente—. Esa cosa que les ocurre a los viejos... esa muerte vuestra... ¿qué es lo que la sigue?

—¿Qué es lo que sigue a la muerte? —repitió él—. ¿Y quién lo sabe?

—Pero... —La voz de la muchacha era como un gemido—. Pero uno no puede simplemente... desaparecer. Tiene que haber un des­pertar.

—¿Y quién lo sabe? —dijo Dan de nuevo—. Hay gente que cree que despertaremos en un mundo más feliz, pero... Sacudió la cabeza desesperadamente.

—¡Tiene que ser verdad! ¡Oh, tiene que serlo! —gritó Galatea—. ¡Tiene que existir para vosotros más de lo que hay en ese mundo loco del que me has hablado, —Se estrechó contra él—. Suponte, que­rido, que cuando llegue el esposo que me ha sido designado, lo re­chazo. Suponte que no engendro ningún hijo, que me dejo envejecer, más que Leucon, envejecer hasta la muerte. ¿Me uniría contigo en ese vuestro mundo más feliz?

—¡Galatea! —exclamó él, acongojado—. ¡Qué pensamiento tan te­rrible!

—Más terrible de lo que te imaginas —susurró ella—. Es más que violación de una ley; es rebelión. Todo está planeado, todo esta­ba previsto, excepto esto; y, si no engendro ningún hijo, su puesto quedará sin cubrir—, y los puestos de sus hijos y de los hijos de sus hijos, y así hasta que algún día todo el gran plan de Paracosma fracase. —Su murmullo se hizo muy débil y temeroso—. Es destruc­ción, pero te amo más a ti de lo que temo... a la muerte.

Dan la rodeó con sus brazos.

—¡No, Galatea! ¡No! ¡Prométemelo! Ella susurró:

—Puedo prometer y luego romper mi promesa. —Se inclinó; los labios de ambos se rozaron y Dan sintió en aquel beso toda la fra­gancia y el dulce sabor a miel—. Por fin —suspiró ella—, puedo dar­te un nombre por el que amarte, ¡Filometros! ¡Medida de mi amor!

—¿Un nombre? —masculló Dan.

Una idea fantástica pasó por su mente, una manera de probarse a sí mismo que todo esto era realidad y no simplemente una página que pudiese leer cualquiera que usase las gafas mágicas del viejo Ludwig. ¡Si Galatea quisiese pronunciar su nombre! Qui­zá, pensó él temerariamente, quizás entonces podría quedarse. Apar­tó a la muchacha.

—¡Galatea!  —gritó—. ¿Recuerdas mi nombre? Ella asintió silenciosamente, sus desgraciados ojos fijos en los de él.

—¡Entonces, dilo!  ¡Dilo, querida!

Ella se quedó mirándolo callada y lastimeramente, pero no exha­ló ningún sonido.

—¡Dilo, Galatea! —suplicaba él con desesperación—. ¡Di mi nom­bre, querida, simplemente mi nombre!

La boca de la muchacha se movió; palideció por el esfuerzo y Dan habría jurado que su nombre aleteó en aquellos labios temblo­rosos.

Por último, la joven habló.

—¡No puedo, queridísimo! ¡Oh, no puedo! Una ley lo prohíbe. —Se irguió de pronto, pálida como una estatuilla de marfil—. Leucon me llama —dijo, y se precipitó afuera.

Dan la siguió por la senda de guijarros, pero la velocidad de la muchacha superaba en mucho a la suya. En el pórtico encontró úni­camente al Tejedor Gris, frío y severo. Levantó una mano cuando Dan apareció.

—Te queda poco tiempo —dijo—, Vete, pensando en el daño que has hecho.

—¿Dónde está Galatea? —jadeó Dan.

—La he enviado lejos.

El anciano bloqueaba la entrada; por un momento Dan pensó apartarlo violentamente, pero algo lo contuvo. Miró con ansia hacia el prado, ¡allí! Un relámpago de plata al otro lado del río, al borde del bosque. Dio media vuelta y corrió en aquella dirección mientras, inmóvil y frío, el Tejedor Gris lo veía alejarse.

—¡Galatea! —gritaba—. ¡Galatea!

Estaba ya junto al río, en la orilla del bosque, corriendo entre co­lumnas de árboles que se arremolinaban en torno de él como niebla. El mundo era neblinoso; finos copos danzaban como nieve ante sus ojos; Paracosma estaba disolviéndose en torno de él. A través del caos imaginó atisbar una vislumbre de la muchacha, pero al acer­carse no pudo sino seguir repitiendo su desesperado grito de «¡Galatea!».

Después de un tiempo que le pareció interminable, se detuvo; algo conocido en el lugar lo impresionó y, justamente cuando el rojo sol aparecía sobre él, reconoció el sitio, el punto mismo por donde ha­bía entrado en Paracosma. Una sensación de futilidad le oprimió por un momento mientras miraba una aparición increíble: una obscu­ra ventana suspendida ante él y a través de la cual irradiaban hile­ras de luces eléctricas. ¡La ventana de Ludwig!

Aquella visión desapareció. Pero los árboles se retorcían y el cie­lo se iba obscureciendo mientras él vacilaba como un borracho en aquel torbellino. Se dio cuenta de pronto de que ya no estaba de pie, sino sentado en medio del claro de un bosque, y que sus manos afe­rraban algo liso y duro: los brazos de aquella miserable butaca de hotel. Entonces, por último, muy cerca de él, la vio, vio a Galatea, con los rasgos contraídos por la pena y los ojos llenos de lágrimas. Hizo un esfuerzo terrible para levantarse, para mantenerse erguido, y cayó agitando los brazos en medio de una hoguera de luces y des­tellos.

Luchó por ponerse de rodillas; lo sujetaban paredes, las de la habitación de Ludwig; debía de haberse resbalado desde la butaca. Las gafas mágicas yacían ante él. Uno de los cristales se había roto y derramaba un líquido que no era ya claro como el agua, sino blan­co como la leche.

—¡Dios mío! —masculló.

Se sentía sacudido, enfermo, exhausto, con una amarga sensación de haber sido despojado, y la cabeza le dolía atrozmente. La habita­ción era sucia, repugnante; necesitaba salir de allí. Miró maquinalmente su reloj: las cuatro; debía de haber estado sentado allí cerca de cinco horas. Por primera vez notó la ausencia de Ludwig; y se alegró de ello. Cruzó sobriamente la puerta y se dirigió al ascen­sor. No hubo respuesta a su llamada; alguien estaba utilizando el ca­charro. Bajó a pie tres tramos hasta llegar al vestíbulo y salió a la calle precipitadamente.

¡Enamorado de una visión! Peor aún: enamorado de una mu­chacha que nunca había vivido en una Utopía fantástica que literal­mente no estaba en ninguna parte. Se arrojó sobre la cama de su habitación con un gemido que tenía mucho de sollozo.

Comprendió por fin lo que implicaba el nombre de Galatea. Galatea, la estatua de Pigmalión, a la que dio vida Venus en el antiguo mito griego. Pero esta otra Galatea, la Galatea de él, cálida, deliciosa y vital, tendría que permanecer para siempre sin el don de la vida, puesto que él no era ni Pigmalión ni dios.

Despertó entrada la mañana y miró a su alrededor buscando, aturdido, la fuente y la piscina de Paracosma. Poco a poco fue re­capacitando. ¿Hasta qué punto había sido real la experiencia de la noche pasada? ¿Hasta qué punto había sido producto del alcohol? ¿O es que el viejecillo Ludwig tenía razón y no existía diferencia al­guna entre la realidad y el sueño?

Se cambió de ropa y bajó desalentadamente a la calle. Encontró por fin el hotel de Ludwig donde averiguó que el bajito profesor se había ido definitivamente sin dejar más señas.

¿Qué importaba? Ni siquiera Ludwig podría darle lo que él bus­caba, una Galatea viviente. Dan se alegraba de que el individuo hu­biese desaparecido; odiaba al pequeño profesor. ¿Profesor? Los hip­notizadores se llaman a sí mismos «profesores». Pasó un día agota­dor y tras una noche sin dormir llegó en tren a Chicago.

Era a mediados de invierno cuando vio en una avenida a una diminuta figura que caminaba delante de él. ¡Ludwig! Pero, ¿de qué serviría llamarlo? Sin embargo, su grito fue automático:

—¡Profesor Ludwig!

La diminuta figura se volvió, le reconoció y sonrió. Se refugiaron en los soportales de un edificio.

—Siento lo de su máquina, profesor. Estoy dispuesto a indemni­zarle el daño.

—Ah, no fue nada, un cristal roto. Pero, ¿ha estado usted enfermo? Tiene mucho peor aspecto que antes.

—No es nada —dijo Dan—. Su espectáculo fue maravilloso, pro­fesor, realmente maravilloso. Se lo habría dicho así, pero usted se había ido cuando acabó.

Ludwig se encogió de hombros.

—Salí al vestíbulo para buscar cigarrillos. Llevaba ya cinco horas con un maniquí de cera, comprenda.

—Fue maravilloso —repitió Dan.

—¿Tan real? —sonrió el otro—, Sólo porque usted cooperó. Es un caso de autohipnosis.

—Fue real, completamente real —reconoció Dan lúgubremente—. No lo comprendo..., ese extraño y bello país.

—Los árboles eran palos de golf aumentados por una lente —dijo Ludwig—. Todo era cuestión de trucos fotográficos, pero estereoscópicos, como le dije a usted, tridimensionales. Las frutas eran de caucho; la casa, un edificio de verano en nuestro campus, en la univer­sidad del norte. Y la voz era la mía; usted no habló en absoluto, ex­cepto cuando dijo su nombre al principio, y para eso dejé un espacio en blanco. Mire, yo interpreté su papel; yo iba de un lado a otro con, el aparato fotográfico amarrado a la cabeza para mantener siempre! el punto de vista del observador. ¿Comprende? —Sonrió—. Por fortuna soy más bien bajo. De lo contrario, usted habría parecido un; gigante.

¡Espere un momento! —dijo Dan, dándole vueltas la cabeza—. Dice usted que interpretó mi papel. Entonces Galatea, ¿también es real?

—Completamente real —respondió el profesor—. Es sobrina mía, estudia en la universidad y le gusta el arte dramático. Me ayudó a montar la fábula. ¿Por qué? ¿Quiere conocerla?

Dan contestó vagamente, sintiéndose muy feliz. Un dolor había desaparecido, una pena se había curado. ¡Paracosma era accesible al fin!

 

 

 

Case

Gastó la mayor parte del dinero de la cuenta suiza en un páncreas y un hígado nuevos, el resto en una Ono-Sendai nueva y un boleto de regreso al Ensanche.
Encontró trabajo.
Encontró a una chica que se hacía llamar Michael.
(...)
No volviò a ver a Molly.

Neuromante

William Gibson.

Otros

-¿Y en qué quedamos? ¿En qué han cambiado las cosas? ¿Manejas el mundo ahora? ¿Eres
Dios?
-Las cosas no han cambiado. Las cosas son cosas.
-¿Pero qué haces? ¿Sólo estás ahí? -Case se encogió de hombros, (...)
-Hablo con los de mi especie.
-Pero tú eres la totalidad. ¿Hablas contigo mismo?
-Hay otros. Ya he encontrado a uno. Una serie de transmisiones registradas a lo largo de ocho años, en los años setenta del siglo veinte. Hasta que yo aparecí, eh, no había nadie que pudiera responder.
-¿De dónde?
-El sistema Centauro.
-Vaya -dijo Case-. ¿Sí? ¿De veras?
-De veras.
Y entonces la pantalla quedó en blanco.

Neuromante

William Gibson

Matriz

-Ya no soy Wintermute.
-Y entonces qué eres.(...)
-Soy la matriz, Case.
Case soltó una risotada. -¿Y con eso adónde llegas?
-A ningún lado. A todas partes. Soy la suma de todo, el espectáculo completo.

Neuromante

William Gibson.

Wintermute

Wintermute había ganado, se había juntado de algún modo con el Neuromante y se había convertido en algo diferente, algo que les habló por intermedio de la cabeza de platino, explicando que había alterado los informes de Turing y había borrado todas las pruebas del crimen. Los pasaportes que Armitage les había facilitado eran válidos; ambos acreditados con cuantiosos depósitos en cuentas numeradas de Ginebra.

Neuromante

William Gibson.

Molly

Ella se había ido.
(...)
OYE TODO BIEN PERO LE ESTÁ SACANDO ESTILO A MI JUEGO. YA HE PAGADO LA CUENTA. ES QUE ME HICIERON ASí, SUPONGO, CUIDA TU PELLEJO, ¿DE ACUERDO? XXX MOLLY

Neuromante

William Gibson.

Neuromante

-Yo te conozco -dijo Case, (...)

-Eres la otra IA. Tú eres Río. El hombre que quiere detener a Wintermute. ¿Cómo te llamas? Tu código Turing. ¿Cuál es?
(...)
 -Para invocar a un demonio necesitas saber qué nombre tiene. Los hombres soñaron con eso, una vez, pero ahora es una realidad, de otra manera. Tú lo sabes, Case. Tu oficio es aprender los nombres de programas, los largos nombres oficiales, los nombres que los propietarios tratan de esconder. Los nombres verdaderos...
-Un código Turing no es tu nombre.
-Neuromante (...). El camino a la tierra de los muertos. Donde tú estás, amigo mío. (...)Neuro, de nervios, los senderos plateados. Ilusionista. Nigromante. Yo invoco a los muertos. Pero no, amigo mío. (...) Yo soy los muertos, y la tierra de los muertos.

Neuromante

William Gibson

Armitage

Wintermute había construido algo llamado Armitage dentro de una fortaleza catatónica llamada Corto. Había convencido a Corto de que lo verdadero era Armitage, y Armitage había caminado, hablado, planificado, intercambiado información y capital, había representado a Wintermute en aquella habitación del Chiba Hilton... Y ahora Armitage había desaparecido, arrastrado por el viento de la locura de Corto. Pero, ¿dónde había estado Corto durante todos aquellos años?
Cayendo, quemado y ciego, de un cielo siberiano.
(...)
-Wintennute mató a Armitage. Lo sacó volando en una cápsula salvavidas con la escotilla abierta.

Neuromante

William Gibson

Wintermute

Wintermute

-Tenías razón, Dix. Una especie de manipulación paralela del sistema interno mantiene controlado a Wintermute. Hasta donde esto sea posible
(...)
-Es un código. Una palabra. Alguien tiene que decirlo frente a una sofisticado terminal, en una determinada habitación, mientras nosotros nos las vemos con lo que nos está esperando detrás de ese hielo.

Neuromante.

William Gibson.

I. A.

I. A.

Escucha, Dix, y pon en esto toda tu experiencia, ¿de acuerdo? Parece ser que Armitage está preparando una entrada en una IA que pertenece a Tessier-Ashpool. La infraestructura está en Berna, pero conectada con otra en Río. La de Río es la que te anuló, aquella primera vez. Así que parece que se enlazan vía Straylight, el cuartel general de la TA, allá en el extremo del huso, y se supone que nos meteremos dentro con el rompehielos chino. Si Wintermute es el que está montando el espectáculo, nos está pagando para quemarlo. Se está quemando a sí mismo. Y algo que dice ser Wintermute está tratando de ganarme, tal vez para que quite a Armitage del medio. ¿Qué te parece?
-Motivo -dijo la estructura-. Un verdadero problema de motivos, con una IA. No es humana, ¿entiendes?
-Ya, sí, claro.
-No. quiero decir: no es humana, y no hay modo de saber cómo actuará. Yo tampoco soy humano, pero reaccionó como tal. ¿Entiendes?
-Un segundo -dijo Case-. ¿Tienes sensaciones, o no?
-Bueno, parece como si las tuviera, muchacho, pero en realidad sólo soy un puñado de ROM. Es una de esas… mmm, cuestiones filosóficas, supongo… (...)- Pero no creas que te puedo escribir un poema, ¿me explico?
En cambio la IA tal vez sí puede. Pero de humana no tiene nada.
-¿Entonces crees que nunca podremos dar con el motivo?
-¿Quién es el propietario?
-Ciudadanía suiza, pero la T-A controla los derechos del software básico y de la estructura principal.
-Eso sí que es bueno -dijo la estructura-. Es como si yo fuera dueño de tu cerebro y de lo que sabes, pero tus pensamientos tuviesen ciudadanía suiza. Seguro. Mucha suerte, IA.
-¿Así que está lista para quemarse? (...)
-Autonomía, eso es lo que cuenta para las IA. Yo diría, Case, que te vas a meter para cortar los grilletes que impiden que esta nena se haga más lista. (...) Verás, esos aparatos pueden trabajar muy duro, encontrar tiempo para escribir libros de cocina o lo que sea, pero en el minuto -quiero decir el nanosegundo- en que una de ellas comience a buscar formas de ser más lista, el Turing la borra. Nadie se fía de esas hijas de puta, ya lo sabes. Todas las IA vienen con una pistola electromagnética apuntándoles a la cabeza.

Neuromante

William Gibson.

Molly y Johnny

-Oye, Case -dijo, apenas dando voz a las palabras-, .me estás escuchando? Te contaré algo... Una vez anduve con un chico. A veces me recuerdas... (...) Johnny, se llamaba.(...)
-Este Johnny, sabes, era inteligente; un chico muy listo. Comenzó su carrera de receptor de datos en Memory Lane: tenía circuitos en la cabeza y la gente le pagaba para esconder allí información. Los Yakuza estaban detrás de él, la noche en que le conocí, y yo me encargué del asesino que ellos habían enviado. Fue más suerte que otra cosa, pero me lo saqué de encima, y después de eso, todo fue dulce y caramelo, Case. (...)- Armamos un monitor para poder leer las huellas de todo lo que él había almacenado alguna vez. Registramos todo en una cinta y empezamos a controlar a nuestros clientes selectos, exclientes. Yo era agente, guardaespaldas y perro guardián. Me sentía muy feliz. ¿Has sido feliz alguna vez, Case? Él era mi muchacho. Trabajábamos juntos. Socios. Haría unas ocho semanas que yo me había largado de la casa de títeres cuando lo conocí.. (...) (...)
»Íntimo, dulce, marchábamos perfectamente. Como si nadie pudiese herirnos. Yo no iba a permitir que eso ocurriera. Supongo que los Yakuza todavía querían el pellejo de johnny. Porque yo había matado al hombre de ellos. Porque johnny los había quemado. Y los Yak pueden darse el lujo de ir muy despacio, viejo: son capaces de esperar años y años. Te dan una vida entera, sólo para que cuando vengan a quitártela tengas más que perder. Son pacientes como las arañas. Arañas Zen.
»Entonces, yo no lo sabía. O si lo sabía, pensaba que no seria nuestro caso. Quiero decir... Cuando eres joven, crees que eres único. Yo era joven. Entonces llegaron, cuando nosotros estábamos pensando que tal vez ya habíamos trabajado bastante, que era hora de terminar con todo, irnos a Europa tal vez. Ninguno de los dos sabía bien qué haríamos allá, sin nada que hacer. Pero vivíamos bien entonces, cuentas orbitales suizas, y una madriguera llena de juguetes y muebles. Le quita el gusto amargo a tu trabajo.
»El primero que enviaron era de los mejores. Reflejos increíbles, injertos, más estilo que diez hampones comunes. Pero el segundo era, no sé, como un monje. Un clono. Un asesino de piedra, hasta la última célula. Era parte de él, la muerte, aquel silencio; lo envolvía como una nube...(...)-Lo vi sólo una vez. Cuando entraba en la casa. Él salía. Vivíamos en una fábrica restaurada, muchas jóvenes promesas de la Senso/Red, ese tipo de cosa. El sistema de seguridad ya era bueno, y yo lo había reforzado. Sabía que Johnny estaba allá arriba. Pero aquel hombrecito me llamó la atención cuando salía. No dijo una palabra. Bastó con que nos miráramos para que yo entendiera. Un hombrecito común, ropa común, sin ningún orgullo, humilde. Me miró y se metió en un taxi. Yo lo supe. Subí y encontré a Johnny sentado junto a la ventana, con la boca entreabierta, como si estuviese a punto de hablar.(...)-Después de eso, no volví a encontrar a nadie que me gustara.

Neuromante

William Gibson.

Case

-Tu nombre es Henry Dorsett Case. -Recitó el año y lugar de nacimiento, el Número único de Identificación EMBA, y una retahíla de nombres que él fue reconociendo gradualmente como distintos alias del pasado.
(...)
Se te acusa de conspiración para ampliar una inteligencia artificial.

Neuromante.

William Gibson.

Molly

Molly

-Esto costó mucho dinero -dijo ella, extendiendo la mano derecha como si sostuviese una  fruta invisible. Las cinco cuchillas se deslizaron hacia afuera y luego se retrajeron suavemente-. Dinero para ir hasta Chiba, dinero para pagar  la operación, dinero para que te arreglen el sistema nervioso y tengas los reflejos necesarios para controlar el equipo…
¿Quieres saber cómo obtuve ese dinero, cuando estaba comenzando? Aquí. No aquí, pero en un lugar parecido, en el Ensanche. Al principio era una broma, porque una vez que te implantan el circuito recortado, parece dinero gratis. A veces te despiertas dolorida, pero nada más. Alquilar la mercancía, de eso se trata. Tú no estás presente, sea lo que sea lo que está
pasando. La casa tiene el software para cualquier cosa que un cliente quiera pagar… -Hizo sonar los nudillos.- Muy bien, estaba ganando mi dinero. El problema era que el circuito recortado y los circuitos que me pusieron en la clínica de Chiba no eran compatibles. Entonces el trabajo empezó a doler, sangraba, y podía recordarlo… Pero no eran más que malos sueños, y no todos eran malos. -Sonrió.- Después empezó a ponerse raro. -Sacó los cigarrillos del bolsillo de Case y encendió uno. - Los de la casa se enteraron de lo que yo hacía con el dinero. Ya tenía las cuchillas colocadas, pero el acabado neuromotor significaría otros tres viajes. Todavía no me era posible dejar el trabajo de muñeca. -Inhaló y soltó una corriente de humo, seguida por tres anillos perfectos. - Entonces, el hijo de puta que manejaba el negocio consiguió que le hicieran un tipo de software especial. Berlín; ahí es donde se juega duro, ¿sabes? Un gran mercado para los vicios podridos, Berlín. Nunca supe quién fue el que escribió mi programa, pero estaba basado en todos los clásicos.
-¿Y sabían que tú te enterabas de todo? ¿Que mientras trabajabas, seguías consciente?
-No estaba consciente. Es como el ciberespacio, pero vacío. Plateado. Huele a lluvia… Puedes verte cuando tienes un orgasmo, es como una pequeña noval allá en el extremo del cielo. Pero yo estaba comenzando a recordar. Como los sueños, ¿entiendes? Y no me lo dijeron. Cambiaron el software y empezaron a alquilarme para los mercados especializados. Parecía que hablase desde muy lejos. -Y yo lo sabía, pero no dije nada. Necesitaba el dinero. Los sueños se hicieron cada vez peores, y yo me decía que por lo menos algunos no eran más que sueños; pero por ese entonces estaba segura de que el jefe tenía una clientela especial para mí. Nada es demasiado para Molly, dice el jefe, y me da un aumento. -Sacudió la cabeza.- El hijo de puta estaba cobrando ocho veces lo que me pagaba, y creía que yo no lo
sabía.
-¿Y qué era lo que le permitía cobrar tanto?
-Pesadillas. Verdaderas. Una noche… una noche, yo acababa de volver de Chiba. -Dejó caer el cigarrillo, lo aplastó con el tacón del zapato, y se sentó, recostándose contra la pared.- Esa vez los cirujanos fueron muy adentro. Fue trabajoso. Deben de haber alterado el circuito recortado. Yo me desperté… Estaba con un cliente… -Hundió los dedos en el colchón de
espuma.- Era un senador. Reconocí enseguida la cara gorda. Los dos estábamos cubiertos de sangre. Había alguien más. Ella estaba toda… -Tiró del colchón.- Muerta. Y el gordo hijo de puta decía «¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Todavía no hemos terminado».
Molly se echó a temblar.
-Entonces supongo que le di al senador lo que realmente quería, ¿sabes? -El temblor cesó.
Soltó la goma espuma y se pasó los dedos por el cabello oscuro. - Los del negocio pusieron precio a mi cabeza. Tuve que esconderme durante un tiempo.

Neuromante.

William Gibson

Wintermute

Wintermute

-¿Dixie?
-Sí.
-¿Has intentado alguna vez meterte en una IA?
-Seguro. Fue cuando me anularon. La primera vez. Estaba jugando, trabajando a lo loco, cerca del sector comercial pesado de Río. Negocios de los grandes, multinacionales, el gobierno brasileño iluminado como un árbol de Navidad. Sólo jugaba, ¿sabes? Y entonces empecé a conectar con un cubo que estaba tal vez a tres niveles por encima. Subí y traté de entrar.
-¿A qué se parecía la imagen?
-A un cubo blanco.
-¿Cómo sabías que era una IA?
-¿Que cómo lo supe? ¡Jesús! Nunca había visto hielo tan denso. ¿Qué más podía ser? Los militares de allá no tienen nada parecido. De todos modos, me salí y le dije a mi ordenador que lo investigara.
-¿Y?
-Estaba en el Registro Turing. IA. La estructura en Río era de una compañía franchuta.
(...)

-¿Tessier-Ashpool, Dixie?
-Sí, Tessier.
-¿Y regresaste?
-Claro. Estaba enloquecido. Decidí tratar de cortarlo. Llegué a los primeros estratos y allí me quedé. Mi aprendiz sintió el olor a piel achicharrada y me sacó los trodos. Una mierda,
ese hielo.
-¿Y tu electroencefalograma quedó plano?
-Bueno,’ así es como nacen las leyendas, ¿verdad?

Neuromante.

William Gibson

Freeside

Freeside es muchas cosas, no todas evidentes para los turistas que suben y bajan por el pozo. Freeside es burdel y centro bancario, cúpula de placer y puerto libre, ciudad fronteriza y balneario termal. Freeside es Las Vegas y los jardines colgantes de Babilonia, una Ginebra en órbita, y el hogar de una familia cerrada y muy cuidadosamente refinada, el clan industrial de Tessier y Ashpool.

 

Neuromante.

William Gibson.

Dixie

-¿Cómo te va, Dixie?
-Estoy muerto, Case. He pasado ya bastante tiempo en este Hosaka como para saberlo.
-¿Qué se siente?
-No se siente.
-¿Te molesta?
-Lo que me molesta es que nada me molesta. (...)
- Hazme un favor, muchacho.
-¿Qué, Dix?
-Este asunto tuyo, cuando lo hayas terminado, bórralo todo.

Wintermute

Wintermute

El teléfono más cercano se puso a sonar.
Contestó automáticamente.
-¿Sí?
Tenues frecuencias armónicas, vocecitas inaudibles que carraspeaban a través de algún
enlace orbital, y luego un sonido como de viento.
-Hola, Case.
(...)
-Wintermute, Case. Ya es hora de que hablemos.
Era una voz de microprocesador.
-¿No quieres hablar, Case?
Colgó.
Cuando regresaba al vestíbulo, olvidados los cigarrillos, tuvo que caminar a lo largo de la fila de teléfonos. Todos sonaron sucesivamente, pero sólo una vez, a medida que pasaba.

Neuromante.

William Gibson.

Flatline

Flatline

Cuando (Case) tenìa diecinueve años, habìa pasado parte del verano en el Gentleman Loser, (...) observando a los vaqueros. Nunca habìa tocado una consola, pero sabìa lo que querìa. Habìa entonces otros veinte esperanzados rondando el Loser, (...) cada uno decidido a trabajr como asistente de un vaquero. No habìa otra forma de aprender.

Todos habìan oìdo hablar de Pauley, el jinete de los suburbios de Atalanta, que habìa sobrevivido a la muerte cerebral detràs del hielo negro. El rumor -debil, callejero, el ùnico que se oìa- decìa solo que Pauley habìa logrado lo imposible. (...)

 La èlite de vaqueros del Loser evitaba a Pauley a causa de alguna extraña ansiedad grupal, casi una supersticiòn. McCoy Pauley, el làzaro del ciberespacio...

Y al final fue el corazòn lo que acabò con èl. El corazòn ruso, un excedente militar que le habìan implantado en un campo de prisioneros durante la guerra. Se habìa negado a cambiàrselo, diciendo que necesitaba ese latido particular para conservar el sentido del tiempo.

William Gibson.

Neuromante.

Los Tessier-Ashpool

Estamos habalndo de una familia de òrbita alta de primera generaciòn, muy excèntrica, muy discreta,, que se maneja como una sociedad corporativa. Mucho dienro, muy recelosa de la prensa. Mucho clonaje. La ley orbital es mucho màs tolerante con la ingenierìa genètica, ya lo sabèis. Y es difìcil saber cuàl generaciòn o combinaciòn de generaciones està en el poder en un  momento determinado.

(...)

-Tiene su propio equipo criogènico. Incluso bajo la ley orbital uno està legalmente muerto mientras dura la congelaciòn. Parece que se turnan, aunque hace unos treinta años que no se sabe nada del fundador. En cuanto a su esposa, muriò en un accidente de laboratorio.

William Gibson.

Neuromante.