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Un aroma de flores lascivas

Un aroma de flores lascivas


 «¡El límite de la curva espacio-tiempo!», fueron las últimas palabras que el padre Ulises Lem le oyó vociferar al comandante Rowulf por el sistema de altoparlantes de la astronave Lorelei II. Después, el estridente aullido de la sirena de alarma, con sus toques entrecortados, histéricos, y una feroz deflagración que envolvió el compacto recinto de la capilla, donde Lem se había refugiado un rato antes para entregarse, tan sólo como de costumbre, a sus rutinarios ejercicios espirituales.
La sirena enmudeció, las luces se apagaron tras un fugaz parpadeo, y en medio del silencio y las tinieblas le capturó un torbellino por cuya rauda espiral se precipitó hacia el abismo inconmensurable. Todo fue tan inesperado, tan vertiginoso, que ni siquiera atinó a articular una plegaria por su alma y por las de sus compañeros de expedición.

Lo primero que vio cuando abrió los ojos fue la bóveda poblada de resplandores granates. Éstos parecían proceder de dos discos gemelos, descomunales, casi tangentes entre sí y muy próximos al cénit: dos satélites rodeados de constelaciones y nebulosas mortecinas que no figuraban en ninguna de las cartas celestes cuyos componentes había memorizado Lem. Pero el portento mayor no eran esas lunas en cuya factura parecía adivinarse la intervención de una técnica sobrehumana, ni ese cielo irreconocible. El milagro que le hizo pensar instintivamente en los designios inescrutables de la misericordia divina fue su propia supervivencia. Despojado de la escafandra y del traje protector, respiraba normalmente en un medio extraño. Apenas salido de una catástrofe cuya clave aún ignoraba, se reencontraba gradualmente con sus sensaciones corporales, sin experimentar dolores ni contratiempos.
Primero se sentó, cautelosamente, ensayando los reflejos musculares, flexionando una a una las articulaciones como le habían enseñado a hacerlo en el centro de adiestramiento. Luego se levantó, explorando las posibilidades de una gravitación que no le deparó ninguna sorpresa. Finalmente, dio media vuelta para estudiar su entorno.
Fue entonces cuando vio, a pocas decenas de metros, los restos de la nave. Construida con aleaciones que podían resistir las temperaturas de los magmas solares y de los gases incandescentes, había quedado reducida, sin embargo, a un montón de chatarra calcinada.
La angustia y la desolación de los vacíos siderales estrujaron las entrañas del padre Lem. Su dicha había sido efímera. Ahora debía asimilar la idea de que sus camaradas habían muerto y de que él estaba varado en un vericueto remoto de las trayectorias galácticas. «¡El límite de la curva espacio-tiempo!», había exclamado, antes de la hecatombe, el comandante Rowulf. Esta frase críptica explicaba, tai vez por qué él, Ulises Lem, debía su salvación y su condena a un único e inexplicable capricho de la Providencia, que no había perdonado a los demás.
El padre Lem recordó la obligación que le imponían sus votos. Era el capellán de la Lorelei II, un capellán que había encontrado muy poco eco en su rebaño, pero capellán al fin, y debía rezar un responso por el resto de la tripulación. Se encaminó hacia la espectral mole inerte, sobre la cual el fulgor granate parecía haber generado una fosforescencia ubicua.
Además, este fenómeno óptico se comunicaba al cuerpo del padre Lem. El sacerdote era alto, flaco, nervudo. Su rostro demacrado, de pómulos prominentes y ojos ligeramente saltones, estaba enmarcado por una cabellera blanca, larga pero rala, que contribuía a avejentarle a pesar de que sólo tenía cincuenta años. Con el jersey y los pantalones uniformemente negros, típicos de las unidades expedicionarias espaciales, parecía un personaje apocalíptico, un profeta flamígero pronto a descargar su ira sobre territorios que jamás había hollado la planta del hombre.
Algo le detuvo, súbitamente. Algo sutil, que al principio no pudo identificar, y que diluyó el mandato del deber litúrgico. Se quedó inmóvil, como si necesitara discernir las coordenadas de esa comarca antes de seguir adelante. Alzó la cabeza y sus fosas nasales se dilataron. Su actitud era la de un animal que ventea territorios desconocidos, y sus ojos se apartaron de los restos de la nave para otear el paisaje.
La luminosidad cromática de las lunas bastaba para mostrar una extensa llanura cubierta por una alfombra de hierba como las que en ese momento aplastaba bajo sus pies. Y en lontananza se adivinaba una hilera de formas achaparradas que abarcaban todo el perímetro del horizonte. Pero no eran estas formas las que le habían distraído, haciéndole olvidar, ya totalmente, su responsabilidad eclesiástica.
La causa de su enajenación era el aroma.
Ulises Lem inhalaba profundamente, empeñado en individualizar un matiz que avivara en su memoria recuerdos adormecidos. Una evocación esquiva le cosquilleaba las neuronas, excitándolas, movilizándolas, y luego se replegaba, casi como si ensayara un juego perverso y provocativo, para dejarle aún más ansioso. El perfume estaba asociado, él lo intuía, lo sabía, mejor dicho, con un episodio furtivo, infinitamente obsceno, que había conseguido sepultar en su inconsciente, al cabo de muchos afanes, y que de pronto pugnaba por aflorar, aprovechando quizás el relajamiento de sus defensas interiores en esa circunstancia crítica.
Simultáneamente, ya fuera porque el aroma había activado ciertos mecanismos secretos de su imaginación, o porque la atmósfera se estaba modificando, le envolvió un vaho cálido, bochornoso, que pesó sobre él como una manta. Con una reacción automática se despojó del jersey, a tirones, porque el sudor ya lo había adherido a su piel. Las lunas dieron una pincelada de color a su torso esquelético, curiosamente desprovisto de vello, y así disimularon su blancura enfermiza. Luego, siempre sin pensarlo, y agobiado por la temperatura tórrida, se quitó las botas de media caña, seguidas por los calcetines, los pantalones y el slip.
Al verse desnudo, en medio de la llanura solitaria, Ulises Lem se sobresaltó. Le acometió la vergüenza, estimulada por la fugaz revitalización de las represiones que llevaba profundamente implantadas. Para colmo, observó un cambio en su cuerpo, una alteración que no se producía desde hacía muchas décadas. En verdad, desde que él había conseguido sojuzgar sus impulsos bestiales mediante sistemáticas mortificaciones y disciplinas. Entre sus muslos, allí donde crecía, aislada, una espesa mata de pelo incongruentemente negro y ensortijado, empezaba a salir de su prolongado reposo una oruga de carne. Ya no estaba fláccida, replegada, como de costumbre, sino que se agitaba recorrida por comezones hormigueantes, desperezándose, buscando la horizontal.
La imagen surgió entonces, patente, en su cerebro. La evocación esquiva derribó todas las barreras, las compuertas, e irrumpió con brutal crudeza. Ulises Lem sintió que se le aflojaban las piernas y cayó de rodillas sobre la alfombra de hierba, cubriéndose el rostro con las manos. Tenía las mejillas mojadas. Por la transpiración y el llanto.
En aquella ocasión también había estado de rodillas. Tenía trece, catorce años. Quién sabe cuántos. Era una tarde de verano. Sí, también cálida, bochornosa. El sol entraba por el ancho ventanal del aposento, bañaba el lecho que en su recuerdo adquiría dimensiones colosales, y llegaba hasta donde estaba hincado él, frente al cajón abierto de la cómoda.
¿Dónde había sucedido aquello? En una finca de campo, durante las vacaciones. Pero con más precisión, ¿dónde? ¿Quién era el ocupante de esa habitación? Una mujer, sí, esa era la alcoba de una mujer. Nuevamente, ¿quién? ¿Una tía? ¿Una parienta lejana? ¿Tal vez una criada? ¿Una amiga de su madre? ¿O acaso era posible que...? Sobre ese tramo se corría un velo impenetrable, del que se apartó con horror, sin atreverse a atisbar siquiera lo que se ocultaba atrás.
Pero el resto de la imagen conservaba su nitidez. Él, postrado frente al cajón abierto de la cómoda. Sus manos hurgaban dentro. Prendas íntimas, quiméricas, cuya suavidad le exasperaba. Las frotaba entre los dedos, oyéndolas crujir y sisear seductoramente. Un fru-fru de seda, de nylon, de raso. Costuras y elásticos que habían marcado su trayectoria sobre formas prohibidas. Hebillas de metal y cierres de caucho que apresaban y estiraban y ceñían. Tules que enfundaban carnes opulentas, agresivas.
Extrajo, tímidamente, una de esas prendas. Se volvió a medias para desplegarla frente al sol, para mirarla al trasluz. Negra, transparente, tenía la consistencia de una telaraña. Pensó en los secretos que seguramente dejaba entrever, pérfidamente, cuando ocupaba el lugar que le correspondía. Sus dedos se deslizaron hacia el punto donde confluían todos sus deseos, hacia el centro de las voluptuosidades innombrables. Manoseó la prenda, la acarició, la palpó. La acercó a su rostro.
El aroma. Ese fue su primer encuentro con el aroma. Lo aspiró vehementemente, como si quisiera incorporarlo a su organismo, mezclado con el oxígeno del aire. Como si quisiera convertirlo en el ingrediente esencial de sus procesos químicos vitales, hasta amalgamarse con él a lo largo de sucesivas y escalonadas mutaciones de sus tejidos. El aroma. Exóticos bálsamos de almizcle, empalagosas maceraciones de flores lascivas. Obedeciendo a un instinto atávico, exhaló luego sobre la tela nuevamente estirada una bocanada de aliento tibio, para extraerle mejor sus efluvios.
La embriaguez, el delirio, se agudizaron. Se llevó la prenda a la boca, la rozó con los labios, la lamió, primero con cautela, después con más exaltación, confundiendo aroma y sabor, dejando un reguero de saliva sobre el lustroso nylon negro, hasta que, finalmente, presa de un ataque paroxístico, la sorbió, la mascó, la desgarró con los dientes, apretándola con la lengua contra su paladar para exprimir sobre sus papilas gustativas hasta la última partícula de substancia orgánica.
Una de sus manos soltó, independientemente de su voluntad, la apelmazada y ya empapada bola de nylon, y desabrochó febrilmente los botones de su pantalón. Los dedos se introdujeron por la abertura, extrajeron el cilindro de carne que latía, endurecido, se cerraron sobre él e iniciaron un precipitado vaivén...
Se abrió la puerta de la alcoba.
Ulises Lem, niño, adolescente, se paralizó. El mundo quedó en suspenso alrededor de él. Lo único que parecía no haberse detenido era el torrente de su sangre, que se agolpaba en el bajo vientre, congestionándolo, palpitando convulsivamente.
Ella entró y cerró la puerta a sus espaldas.
Era prodigiosamente bella aunque, cosa extraña, su rostro era otro de los pocos elementos que se habían difuminado irrecuperablemente. Sólo vislumbraba, como entre brumas, una rizada melena cobriza; los ojos verdes, ligeramente rasgados, felinos; la boca de labios gruesos, que siempre delineaba y hacía resaltar con una espesa capa de carmín. Pero su cuerpo sí lo veía, aún, como si lo tuviera delante. Los pechos altos, majestuosos, exageradamente constreñidos por la tela del vestido rojo que llevaba puesto aquel día, prolongaban su surco intermedio más arriba del escote. Los brazos muy blancos, mórbidos, se mostraban hasta los hombros, con un nido de vello oscuro que asomaba bajo la axila. La cintura estrecha, pero no demasiado, y las fuertes caderas, eran el preludio de unas nalgas rotundas, por detrás, y de unos muslos sólidos, bien torneados, por delante. La falda muy ajustada dejaba adivinar los turbadores relieves de aquellas mismas prendas que él acababa de sobar y devorar, y terminaba justo sobre los hoyuelos de las rodillas, desde donde las medias negras, primorosamente finas, despedían irritantes destellos cada vez que captaban un rayo de luz. Los altos tacones de las sandalias doradas marcaban con premeditada malicia la esbeltez de las corvas y las pantorrillas, la delgadez del tobillo, el declive del empeine, y entre las tiras del calzado asomaban, por delante, los dedos cubiertos por el refuerzo más oscuro y grueso de la media, a través del cual se translucía el esmalte escarlata de las uñas.
—¿Qué haces aquí? —preguntó la voz que su memoria cargaba de inflexiones roncas, nasales—. ¿Qué haces, gandul?
Avanzó lentamente hacia él, que continuaba arrodillado, mudo, con la bola de tela en una mano, y la otra cerrada sobre la carne, ocultándola a medias con un improvisado recato que era, si cabe, más escabroso que su desenfreno anterior. El perfume que flotaba adherido a su piel y el sabor que se le revolvía en la boca, saturándole las fauces, aumentaban su ofuscación.
—¿Dónde has aprendido esas guarradas, sinvergüenza? —insistió la mujer, deteniéndose frente a él, en el angosto espacio que separaba la cómoda del lecho.
Al brillar entre las hebras exteriores de su cabellera cobriza, el sol formaba una aureola refulgente. En esa posición, tan próxima, con las piernas rígidas y ligeramente separadas, producía un efecto titilante que se comunicaba, por canales desconocidos, hasta aquello que se había transformado, imprevistamente, en la aguja imantada de sus deseos. Y el polo magnético hacia el que apuntaba la precaria brújula era precisamente aquel de donde había emanado el aroma que él terminaba de aspirar, de fagocitar. El aroma que, paradójicamente, era más penetrante, más recargado, a medida que se evaporaba de su piel. Como si nuevos efluvios, esta vez despedidos por la fuente, vinieran a reforzarlo.
—Levántate —ordenó ella, con tono inapelable.
Peor aún. Al ponerse en pie, descubrió que sus ojos quedaban a la altura de los pechos, en cuyos vértices la tela del vestido ostentaba una leve protuberancia que antes no había estado allí, un mamelón que se hinchaba, rebelde. La metamorfosis le hipnotizó y alzó las dos manos, trémulas, soltando lo que sostenía en la una y en la otra. Ni siquiera pensó en lo que así dejaba al descubierto.
Reverberó una sonora bofetada, que le devolvió a la realidad. Y otra. Y otra. Su cabeza bamboleaba flojamente sobre el cuello y las lágrimas brotaron tan insensiblemente que sólo se dio cuenta de que lloraba cuando un dejo salobre se mezcló con el que tenía en la boca, diluyéndolo, envileciéndolo, despojándolo de su maravillosa peculiaridad.
Se cubrió el rostro con las manos, presagiando el acto que habría de ejecutar a la hora de la catarsis, y se dejó arrebatar por la fuerza incontenible de los sollozos. Mientras tanto, ella le había cogido por los hombros y le zamarreaba violentamente.
—¡Vicioso! Nunca lo habría imaginado de ti. ¿Es que no te das cuenta de que lo que te has llevado a la boca está siempre en contacto con las partes más sucias de mi cuerpo? ¿Qué haré ahora contigo? ¿Cómo podré escarmentarte?
Hubo una pausa. Él no se movió, pero se dio cuenta de que su carne culpable se mantenía tiesa, quizá más dura que antes, como si la referencia que ella había hecho a las partes sucias de su cuerpo hubiera repercutido directamente sobre un trauma secreto, ingobernable, que le empujaba a perpetrar con renovada furia esas insidiosas profanaciones.
—¿Lloras aún? —preguntó ella—. ¿Acaso te he hecho daño? No fue esa... no fue esa mi intención...
Cuando menos lo esperaba, el tono cambió. La voz era la misma, ronca, nasal, pero ahora se había dulcificado, le consolaba.
—Oh, pobrecillo. No te pongas así, cariño. Ya pasó. Ya pasó. Verás como todo se arregla. Seré muy buena contigo. Fue la sorpresa la que me hizo perder la cabeza, ¿sabes? Claro, he sido una tonta. Debería haberlo previsto. Ya no eres un niño. Y yo con esta ropa tan provocativa. ¿Pero qué es lo que te atrae en mí? Vamos, dilo. Si soy una pobre vieja. Y sin embargo no hay duda, no hay duda... Esto lo demuestra...
Los dedos. Él seguía cubriéndose el rostro con las manos, pero otros dedos, que no eran los suyos, se habían apoderado de su ser y lo masajeaban, lo frotaban. Iban y venían rítmicamente, dándole apretones sabios en el momento oportuno. Y después... Después...
Apartó las manos para poder ver. Sí, esta vez era ella quien se había arrodillado y le manipulaba delicadamente, susurrándole incoherencias.
—Pobrecillo, mi niño, cómo le he hecho sufrir. Pero todo pasará. Oh, qué gallardo es, y qué arrogante, qué bonito... Un hombrecillo... todo un hombrecillo... Así, así quedará conforme. ¿Ves... ves...?
La voz se trocó en sonidos ahogados, guturales. Chasquidos babosos restallantes. Una gruta pulposa, libadora, poblada de tibiezas, que absorbía sin tregua. El vio, sí, vio, alelado, absorto, un rastro de carmín pastoso sobre la epidermis irritada. Dentro de la caverna, un órgano dotado de vida propia se encarnizaba con él, sometiéndole a una flagelación epiléptica.
Jamás había sospechado que semejante aberración pudiera materializarse, y la sola idea de que estaba practicando un rito abominablemente salaz, licencioso, un rito que condensaba sus obsesiones más aviesas, le ayudó a vencer sus últimas reticencias. Cogió con ambas manos los bucles sedosos, para dirigir las alternativas de esa ceremonia servil, graduándola a su antojo, hasta que con una amalgama de horror y placer se abandonó a una sucesión de pulsaciones espasmódicas que le vaciaron de toda su savia. A pesar de lo cual ella se empecinó en su faena voraz, que sólo concluyó, de mala gana, cuando él lanzó un gemido de dolor. Las terminaciones de sus nervios parecían haber quedado laceradas por el incansable hostigamiento. A continuación, un vahído le hizo vacilar sobre las piernas, y después de dar un paso tambaleante se dejó caer sobre el lecho.
Sin embargo, la sesión no terminó allí. En realidad, sólo había comenzado. Aún jadeante, con los párpados entrecerrados, vio cómo ella se despojaba lentamente del vestido, desabrochando los botones delanteros uno por uno, hasta aparecer sin más ropas que aquellas cuyo perfume le había arrastrado a esa progresiva degradación. Luego, también las prendas minúsculas, que revelaban más de lo que ocultaban, cayeron al suelo. Sólo conservó, ceñida a las caderas, una franja de encajes y volados rojos y negros de la que nacían dos tiras elásticas a ambos costados, para sujetar las medias, cuyo puño renegrido comprimía el muslo y lo ondulaba, por arriba, en una orla de piel marmórea. El ignoraba cómo se llamaba esa prenda, pero sí sabía que en otras incursiones por el cajón de la cómoda le había encandilado con la promesa de inefables deleites. El hecho de que la conservara, junto con las medias y las sandalias doradas, inyectó en la escena un nuevo elemento de complacencia morbosa.
La mujer trepó sobre el lecho, y sus piernas, apoyadas a ambos lados del cuerpo de él, formaron un arco, un túnel, que se fue deslizando implacablemente hacia arriba, hasta cernirse encima del rostro de Ulises Lem. Desde esa perspectiva, seguía viendo las facciones de ella, vueltas hacia abajo, crispadas en un rictus lúbrico. Seguía viendo los labios que habían perdido su capa de carmín pero que ahora estaban recubiertos por una película brillante que la lengua ágil recorría con viciosa gula. Seguía viendo los pechos pesados, exuberantes, parcialmente ocultos por las manos de la mujer, que los sometía a una impúdica caricia egocéntrica. Pero lo que vio, sobre todo, fue una flor lasciva que le mostraba su corola entreabierta, sus pétalos tumescentes y rezumantes enclavados en el centro del monte hirsuto, su pistilo apenas disimulado por la capucha distendida, su cavidad de rojas paredes aterciopeladas. Allí residía la mayor promesa, la insinuación de deslizamientos lánguidos, abrigados por la extasiante opresión de membranas untuosas.
Le envolvió el aroma. Puro, sin la intromisión ni la distracción de los elementos intermedios. El aroma de esa flor lasciva, fuerte, penetrante, corrosivo.
—¿Esto era lo que buscabas, verdad? —preguntó la voz desde arriba—. Pues ya lo tienes, viciosillo. Aprovecha, aprovecha porque no sabes si se te presentará otra oportunidad. Vamos, hártate. Ya... ya... ya...
La cabalgata lúbrica que se desarrolló a continuación le empujó hacia las fronteras de un trance cataléptico. La voz siguió resonando en la habitación, pero ahora con inflexiones demenciales, excitándole, espoleándole, desafiándole a hundirse cada vez más en la abyección. Ululaba una delirante letanía de interjecciones soeces, de palabras sicalípticas que hasta entonces él sólo había escuchado en las conversaciones prostibularias de sus compañeros de escuela, cuando no las había visto escritas en las paredes de las letrinas. Algunas le resultaron totalmente nuevas, y éstas fueron, precisamente por su acepción ambigua, las más estimulantes, las que más le subyugaron, las que más ánimos le dieron para hacer lo que se esperaba de él.
Por último, incluso le resultó difícil oírla, porque los muslos le apretaban las sienes con un vigor incontrolado, maltratándole, mientras la corola abierta acentuaba el ritmo frenético de la frotación, hasta contaminarle no sólo la boca, la nariz y los ojos, sino todo el rostro y el cabello con la concentrada viscosidad de las mucosas desbordantes.
La apoteosis, rugiente, tempestuosa, marcada por una retahíla de blasfemias inconexas, de desvaríos obscenos, de gemidos y suspiros orgásmicos, se produjo cuando él ya estaba casi asfixiado y desvanecido. Aun así, se dio cuenta de que, después de reposar un momento sobre el lecho, para recuperarse, ella repetía, sobre su ariete nuevamente tenso, el rito con que había iniciado la metódica corrupción.
AI día siguiente, a primera hora, Ulises Lem ya había hecho su maleta. Fue a la estación de ferrocarril, solo, sin despertar a nadie, y regresó a la ciudad. Allí ingresó en un colegio religioso, de donde habría de pasar al seminario, con una beca por sus sobresalientes calificaciones, y una vez ordenado sacerdote eligió la carrera de capellán de los cuerpos expedicionarios espaciales. Era como si quisiera alejarse lo más posible de la escena de su caída.
Nunca volvió a ver a la mujer.
Hubo una época, por supuesto, al principio, en que efímeras visiones de tegumentos chorreantes y de crestas pulposas y de acoplamientos grotescos poblaron de angustia sus noches. Pero la voluntad, ayudada por el severo rigor del ayuno y los cilicios, triunfó sobre esas flaquezas corporales.
Ulises Lem descubrió, con espanto, que ahora toda esa inexpugnable muralla de ascetismo y templanza que había levantado, trabajosamente, alrededor de sus instintos, se derrumbaba irremisiblemente. El más claro testimonio de ello era el vástago erguido y chocante que se empinaba entre sus piernas, con una rigidez que no había ostentado jamás, ni siquiera en aquella jornada de depravación. Vibraba, sintonizando una confusa estática de llamadas malignas, sigilosas. Aún no había localizado la fuente de la emisión, pero su antena enhiesta auscultaba el éter con sensibilidad autónoma.
El aroma, el aroma de la flor lasciva, le envolvía como si aún impregnara su rostro, como si hubiera quedado latente en sus poros desde el día aquel, para revitalizarse cuando él menos lo esperaba. Pero no era de su piel de donde nacía, sino que saturaba el aire y llegaba en ráfagas sofocantes desde el horizonte lejano, donde el reflejo de las lunas granates delineaba el vago perfil de indescifrables masas acechantes.
Ulises Lem se puso en pie y marchó por el prado, obedeciendo a la sibilina instigación. Unos zarcillos invisibles se habían infiltrado en las anfractuosidades de su cerebro, donde transmitían órdenes cifradas y activaban circuitos largamente descuidados, centros generadores de espejismos concupiscentes, estratos recónditos donde se agazapaban sus anhelos más inconfesables. Su organismo se había transformado en un ovillo de receptores hipertrofiados sobre los que confluían las llamadas de la genitalidad, y él era un autómata gobernado por ondas que oscilaban en una frecuencia subliminal.
Obnubilado por su idea fija, ni siquiera hizo caso de los fuselajes corroídos de otras naves espaciales que jalonaban la llanura, lúgubres cenotafios cuya proliferación delataba, probablemente, la existencia de un plan hermético de ordenamiento cósmico.
A medida que se acercaba al perímetro de siluetas combadas, notó, eso sí, que las briznas de hierba alcanzaban mayor altura. Ya le rozaban las corvas desnudas, pero después de una primera reacción de recelo se despreocupó, porque tenían una consistencia tersa, sedosa, y en verdad producían un masajeo sensual semejante al que, según les había oído narrar a los tripulantes de la Lorelei II, administraban algunas hetairas especializadas en las metrópolis más envilecidas del universo. Y en varios trechos, como si las mutaciones de la flora hubiesen respondido a las excentricidades de una mente tortuosa, algunas de las hierbas, más altas que las otras, ostentaban apéndices que se prolongaban hasta el bajo vientre. Dichos apéndices estaban coronados, además, por ramilletes de pequeñas ventosas que se adherían brevemente a la piel, en los puntos más susceptibles, en razón de lo cual desencadenaban inquietantes pruritos.
Un soplo particularmente intenso del aroma le anunció a Ulises Lem que ya estaba próximo a su meta. Sus ojos, habituados al fulgor granate de las lunas, desentrañaron las formas que se alzaban frente a él, y le recorrió un estremecimiento. A primera vista parecían flores gigantescas, del tamaño de un hombre, o de una mujer, con corolas lobuladas, muy suculentas, glutinosas, recorridas por nervaduras laberínticas. De su interior asomaban estambres y pistilos erizados de gruesas cilias vibrátiles, y por debajo se implantaban directamente en el suelo, sin la intervención de un pedúnculo. Pero lo más prodigioso era el movimiento del que estaban dotadas. Un parsimonioso balanceo pendular, complementado por lánguidas fluctuaciones intrínsecas que reptaban sobre la superficie de los pétalos. Grandes goterones de una exudación oleosa colgaban de los pistilos, y de vez en cuando una convulsión más intensa de la planta los hacía caer entre la hierba circundante, donde reventaban y diseminaban sus esencias concentradas.
De allí emanaba el aroma.
Por primera vez, Ulises Lem pensó en la posibilidad de huir. Recordó la ejemplar entereza de aquel otro Ulises que había sabido eludir la emboscada de las sirenas. Recordó también a san Antonio, trabado en desigual batalla con legiones de súcubos. Sin embargo, para él ya era demasiado tarde. La jungla lujuriante que se extendía hasta los confines de ese mundo le había capturado con sus señuelos venéreos. Esas plantas eran el espejo donde se reflejaba la imagen contrahecha de su ignominia pasada. Marchaba al encuentro de su expiación por un sendero regresivo que le devolvía a la matriz de su precoz iniquidad.
Porque él sabía qué plantas eran esas. Un expedicionario desequilibrado por el terror, con su personalidad definitivamente alterada por apetitos nefastos, había intentado describir las flores que crecían en un repliegue interdicto del universo. Un repliegue en el que había caído por azar, según creía él, y del que había escapado a tiempo en su nave maltrecha. Claro que la crónica de ese único sobreviviente no era fidedigna, precisamente por la ofuscación del autor. De ella estaba ausente la objetividad científica, sustituida por hipótesis descabelladas, por fabulaciones calenturientas, por sugerencias insidiosas.
Ulises Lem había visto los dibujos sobrecogedores que ilustraban la narración, completados con una nomenclatura expresamente inventada para designar los órganos singulares de esos ominosos engendros. Vocablos absurdos, que no estaban asociados a ninguna rama conocida de la botánica, y que sin embargo habían despertado en él turbadores presentimientos. Ahora esos órganos, apenas entrevistos en las láminas premeditadamente borrosas, se erguían y se hinchaban delante de él, con un despliegue intoxicante de epitelios pegajosos.
Antes de dar el paso decisivo que le llevaría al encuentro de las flores, Ulises Lem intentó musitar un rezo, exorcizar con su arma de rutina a las sirenas mimetizadas. Cerró un momento los ojos, contuvo la respiración, se acorazó contra visiones y aromas. Pero eso fue no sólo inútil sino también contraproducente. En la pantalla interior de sus párpados apareció, como estereotipada, la otra flor, la que había estado rampante sobre su rostro en una afiebrada tarde de verano. Y el aroma también se yuxtapuso a la fantasmagoría, con una cualidad casi óptica, en virtud de la cual le resultaba difícil discriminar sus sensaciones. Sólo una sobresalía con mortificante agudeza. Era la que provenía del bajo vientre, de un instrumento enardecido que no acataba más imperativos categóricos que los de su apremiante necesidad de desahogo.
Entonces, ya sin preocuparse por las consecuencias, Ulises Lem corrió hacia la flor más próxima. La abarcó con sus brazos, y las yemas de sus dedos se hundieron en la superficie mullida, resbalando sobre los néctares coagulados, atascándose en blancos opérculos, deslizándose hasta el seno mucilaginoso de concavidades y alvéolos. Su cetro se alojó sin dificultad en una hendidura que parecía expresamente destinada a esa intromisión anómala, y allí quedó cautivo de un protoplasma tibio, compacto y contráctil, animado por débiles pulsaciones envolventes.
Los nombres que antaño le habían parecido caprichosos y ridículos adquirieron de pronto un significado preciso, justo, coherente con una fisiología cuyos arcanos se desvelaban en el transcurso de la empedernida hibridación. En semejante trance era imposible ignorar el deleite de los pliscinios prensiles o la cimbreante actividad de las lérulas. Los dulimares le hostigaban, le azotaban, se colaban por intersticios umbríos, violaban espacios vedados. Las manos de Ulises Lem se crispaban brutalmente sobre las sifias eréctiles, magreándolas, retorciéndolas, atormentándolas, hasta obligarlas a eyacular nubes de mestén iridiscente. Su rostro se hundía entre los claumas, chupando y mordiendo la pulpa elástica, sorbiendo sus zumos almibarados. Pero el núcleo infalible de su potencia estaba sepultado en la médula del ginofio, donde el protoplasma había arreciado sus latidos hasta tejer alrededor de la carne sobreexcitada una filigrana de sensaciones alucinantes que se fundieron en un ramalazo ciclópeo, en una descarga entrecortada de simiente.
Cuando Ulises Lem se desprendió de la planta, exhausto, saciado, tuvo un acceso de remordimiento y pensó en huir. Sin embargo, su resolución duró poco. Asombrosamente, la feroz expulsión de sus humores no sólo no le había desentumecido, sino que, por el contrario, la rigidez había llegado a un nuevo apogeo.
Mecánicamente, tomó por asalto el ginofio de otra flor, y aunque esta vez sus acrobacias resultaron más trabajosas y prolongadas, al espasmo final tampoco le siguió la previsible distensión. Presa de un frenesí rabioso, Ulises Lem se encarnizó, a partir de ese instante, con una flor tras otra. La luz granate de las lunas gemelas le mostró contorsionándose entre los pliscinios, columpiándose sobre las lérulas, sometiéndose a la intromisión de los dulimares, maltratando las sifias, bañándose en el mestén, revolcándose entre los claumas. Y, sobre todo, derramándose, una y otra vez, en los ginofios.
Hasta que la fibrilación del músculo cardíaco le abatió en medio de un paroxismo de placer.
Las lunas se ocultaron detrás del horizonte y fueron sustituidas por un sol cintilante, cuyos rayos se proyectaban desde una bóveda violácea. El ciclo se repitió muchas veces, y el cadáver de Ulises Lem, al principio intacto, con el obelisco de carne incorruptible apuntando al cielo, se cubrió poco a poco de bubones y excrecencias. Que luego se abrieron y dejaron asomar los retoños del mestén instilado en la materia orgánica fecundante y nutricia. El cuerpo sólo desapareció cuando los capullos terminaron de eclosionar. La floración siguió su curso.

Eduardo Goligorsky

Eduardo Goligorsky nació en Buenos Aires el 30 de marzo de 1931. Actualmente reside en España, donde alterna su profesión de traductor con la de asesor literario y periodista. Autor prolífico, se inició literariamente en Argentina como introductor de los mejores escritores americanos de la «serie negra» en castellano, al tiempo que escribía gran número de novelas policíacas —la primera de ellas Lloro a mis muertos, a la que siguió una veintena más— con el seudónimo de James Alistair, con el que firmó también su libro de relatos fantásticos Pesadillas.
Ya en el campo de la ciencia ficción, en 1966 escribió en colaboración con el poeta Alberto Vanasco el libro de relatos Memorias del futuro, al que siguió en 1967 Adiós al mañana. Bajo su impulso se editó también en 1969 la antología Los argentinos en la luna, y en 1969 publicó su obra crítica Ciencia ficción, realidad y psicoanálisis, escrita en colaboración con Marie Langer, también presente en esta antología. En 1977 aparecía, ya en España, su obra A la sombra de los bárbaros, que recogía lo mejor de su obra corta de ciencia ficción.


Lo mejor de la ciencia ficción latinoamericana
Bernard Goorden, Alfred E. van Vogt
(recopiladores)
Ediciones Martínez Roca, S. A., 1982

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