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Tren al infierno

Tren al infierno


That Hell-Bound Train (1958)
Premio Hugo (1958) al mejor relato

 

Cuando Martin era un niño pequeño, su papito era ferroviario. Papito nunca viajaba en los trenes, pero caminaba a lo largo de las vías del CB&Q, y estaba orgulloso de su tarea. Y cada noche, cuando se emborrachaba, cantaba esa vieja canción acerca de Ese tren al infierno.
Martin no podía recordar nada de las letras, pero no podía olvidar la forma en que su papito las cantaba. Y cuando papito cometió el error de ya estar borracho por la tarde, y quedó aplastado entre un vagón cisterna de la Pennsy y un vagón de bordes bajos de la AT&SF, Martin se preguntó por qué la Hermandad no cantaba esa canción en su funeral.
Después de eso, las cosas no fueron demasiado bien para Martin, pero de alguna manera siempre recordaba la canción de papito. Cuando mamita se largó un día con un viajante de comercio de Keokuk (papito debió agitarse en su tumba, al saber que había hecho tal cosa, y además con un pasajero), Martin tatareaba para sí mismo la tonadilla cada noche, en el orfanato. Y cuando el mismo Martin se escapó, acostumbraba a silbar bajito la canción, por la noche, en los bosques, cuando los otros vagabundos estaban dormidos.
Martin erró por los caminos durante cuatro o cinco años antes de darse cuenta de que no iba a ninguna parte. Naturalmente, probó fortuna en muchas cosas: recogiendo frutas en Oregón, limpiando platos en Montana, robando tapacubos en Denver y neumáticos en Oklahoma City, pero para entonces ya había cumplido seis meses en los campos de trabajo de Alabama, y sabía que no había futuro alguno en vagabundear de aquella manera.
Así que trató de meterse en el ferrocarril como su papito, pero le dijeron que los tiempos eran malos.
Aunque Martin no podía mantenerse alejado del ferrocarril. Siempre que viajaba, lo hacía en tren: prefería meterse de polizón en un tren de carga que iba hacia el norte con un tiempo bajo cero, que mover el pulgar para que lo llevase un Cadillac en dirección a Florida. Siempre que lograba hacerse con una lata de cerveza, se quedaba sentadito en un cómodo y confortable paso de aguas bajo la vía, pensaba en los viejos tiempos, y a menudo canturreaba la canción acerca de Ese tren al infierno. Aquel era el tren en el que viajaban los borrachos y los pecadores: los jugadores y los que aceptan sobornos, los manirrotos, los donjuanes, toda esa alegre compañía. Sería realmente hermoso el poder hacer un viaje con tan buena gente, pero a Martin no le gustaba pensar en lo que sucedía cuando aquel tren llegaba finalmente a la Estación de Allá Abajo. No quería imaginarse el pasarse la eternidad haciendo de fogonero en las calderas del infierno, sin ni siquiera un sindicato que lo protegiese. No obstante, sería un hermoso viaje. Si es que existiese algo así como un Tren al Infierno. Que, naturalmente, no lo había.
Al menos, Martin no pensaba que existiese, hasta aquella tarde, cuando se halló caminando sobre las traviesas en dirección al sur, justo pasado Appleton Junction. La noche era fría y oscura, como son las noches de noviembre en el valle del río Fox, y sabía que tendría que llegar hasta Nueva Orleáns para pasar el invierno o quizá hasta Texas. Por algún motivo, no tenía muchas ganas de ir, aunque había oído contar que algunos de aquellos coches de Texas llevaban tapacubos de oro macizo.
No señor, las raterías no habían sido hechas para él. Eran peor que un pecado: no eran provechosas. Lo bastante malas para ser obra del diablo, pero además con mala pata. Quizá fuera mejor que dejase que el Ejército de Salvación lo regenerase.
Caminaba canturreando la canción de papito, esperando que un mercancías saliese de la estación tras él. Debería agarrarlo... no tenía otra cosa que pudiera hacer.
Pero el primer tren en venir llegaba en el otro sentido, rugiendo hacia él a lo largo de la vía del sur.
Martin atisbo hacia adelante, pero sus ojos no igualaban a sus oídos, y por el momento lo único que podía captar era el sonido. Era un tren, seguro; notaba como el acero se estremecía y cantaba bajo sus pies. Y, no obstante, ¿cómo podía ser eso? La estación más cercana hacia el sur era Meenah-Menasha, y no tenía que salir nada de allí en muchas horas.
Las nubes colgaban espesas por encima, y las neblinas rodaban sobre los campos como una sábana fría en aquella noche de noviembre. Aún así, Martin debería haber sido capaz de ver el faro de la locomotora mientras el tren se le acercaba. Pero sólo escuchaba el silbato, chillando desde las oscuras fauces de la noche. Martin podía reconocer el equipo de casi todas las locomotoras jamás construidas, pero nunca había oído un silbato que sonase como ése. No estaba haciendo señales: estaba aullando como un alma perdida.
Se hizo a un lado, pues el tren estaba ya casi encima de él. Y, repentinamente, allí estaba, alzándose sobre los rieles y chirriando para detenerse en menos tiempo de lo que hubiera creído posible. Las ruedas no habían sido aceitadas, porque rechinaban como los condenados, pero el tren se detuvo, y los chirridos murieron para dejar paso a una serie de profundos gruñidos. Y Martin alzó la vista y vio que era un tren de pasajeros. Era grande y negro, sin una sola luz que brillase en la cabina de la locomotora ni en ninguno de los vagones de la larga hilera. Martin no podía ver ningún letrero en sus costados, pero estaba bastante seguro de que aquel tren no pertenecía a la Northwestern Road.
Aún estuvo más seguro cuando vio al hombre que bajaba del primer vagón. Había algo raro en la forma en que caminaba, como si arrastrase uno de sus pies, así como en el farol que llevaba. Éste estaba apagado, y el hombre lo acercó a su boca y sopló, e instantáneamente brilló rojizo. Uno no tiene que ser miembro de la Hermandad de Ferroviarios para saber que ésta es una extraña manera de encender un farol.
Mientras la figura se aproximaba, Martin reconoció la gorra de revisor encasquetada en la cabeza, y esto le hizo sentirse mejor por un instante... hasta que se fijó en que la llevaba un poco demasiado alta, como si hubiese algo que surgiese bajo ella, en la frente.
Sin embargo, Martin era educado, y cuando el hombre sonrió le dijo:
-Buenas noches, señor revisor.
-Buenas noches, Martin.
-¿Cómo sabe usted mi nombre?
El hombre se alzó de hombros.
-¿Y cómo supiste tú que soy el revisor?
-Lo es, ¿no?
-Para tí sí. Aunque para otra gente, en otros momentos de la vida, quizá me conozcan con otros nombres. Por ejemplo, deberías ver el aspecto que tengo cuando me presento a los tipos de Hollywood -el hombre sonrió-. Viajo mucho -explicó.
-¿Qué es lo que le trae por aquí? -le preguntó Martin.
-Vaya, deberías saber la respuesta a eso, Martin. He venido porque me necesitabas. De repente, esta noche, me di cuenta de que estabas yendo por un camino equivocado. ¿O me negarás que pensabas en unirte al Ejército de Salvación?
-Bueno... -dudó Martin.
-No te avergüences. El errar es humano, como dijo no sé quién. ¿Sería el Reader’s Digest? No importa. Lo que importa es que creí que me necesitabas. Así que cambié de vía y vine por aquí.
-¿Para qué?
-Bueno, pues para ofrecerte un viaje, naturalmente. ¿No es mejor viajar confortablemente en tren que caminar a lo largo de las frías calles tras una banda del Ejército de Salvación? Según me han dicho, es duro para los pies, y mucho más para los tímpanos.
-No estoy seguro de que sienta muchos deseos de viajar en su tren, señor -le dijo Martin-, considerando dónde probablemente acabará.
-Ah, sí, la vieja discusión -suspiró el revisor-. Supongo que prefieres algún tipo de trato, ¿no es así?
-Exactamente -contestó Martin.
-Bueno, me temo que ya no llevo a cabo ese tipo de negocios. En la actualidad, no me faltan los candidatos a pasajeros. ¿Por qué iba a ofrecerte alguna ventaja especial?
-Usted debe desearme, de lo contrario no se habría molestado en cambiar su camino para venir a buscarme.
El revisor suspiró de nuevo.
-En eso tienes razón. El orgullo ha sido siempre la peor de mis debilidades, lo admito. Y, de alguna manera, odio la idea de perderte a la competencia, después de pensar que eras mío durante todos esos años -dudó-. Sí, si insistes, estoy dispuesto a tratar contigo, según tus propios términos.
-¿Qué términos? -preguntó Martin.
-La propuesta standard: cualquier cosa que desees.
-Ah -dijo Martin.
-Pero te advierto por anticipado que no habrá trucos. Te daré cualquier deseo que me pidas, pero a cambio tienes que prometerme viajar en el tren cuando llegue tu hora.
-¿Y si no llegase nunca?
-Llegará.
-¿Y suponiendo que tuviese un deseo que me mantuviese siempre lejos de ese tren?
-No existe ese deseo.
-No esté muy seguro.
-Ése es mi problema -dijo el revisor-. Tengas lo que tengas en mente, te advierto que al final cobraré mi deuda. Y no habrá ninguno de esos milagritos de última hora. Nada de arrepentimientos en un momento, ni fraüleins rubias o astutos abogados mostrándote el camino de escapar. Te ofrezco un trato limpio. Es decir, tú tienes lo que quieres, y yo también.
-He oído que engaña a la gente. Dicen que es usted peor que un vendedor de coches usados.
-Mira, escúchame un momento...
-Me excuso -añadió apresuradamente Martin-, pero se supone que lo cierto es que no se puede fiar uno de usted.
-Lo admito. Pero por otra parte, pareces creer que tienes una vía de escape.
-Un método infalible.
-¿Infalible? ¡Muy divertido! -el hombre comenzó a carcajearse, y luego se detuvo-. Pero estamos perdiendo un tiempo muy valioso, Martin. Vamos al grano. ¿Qué es lo que quieres?
Martín inspiró profundamente:
-Quiero ser capaz de detener el tiempo.
-¿Ahora mismo?
-No. Aún no. Y no para todo el mundo. Naturalmente, me doy cuenta de que esto sería imposible. Pero quiero ser capaz de detener el tiempo para mí mismo. En una sola ocasión, en el futuro. Cuando llegue a un puente en el que sepa que estoy feliz y contento, allí quiero quedarme, pa-ra poder seguir siendo feliz por siempre.
-Es una buena petición -musitó el revisor-. Tengo que admitir que jamás había oído nada similar... Y, créeme, he algunas difíciles en mis muchos años -sonrió a Martin-. Has estado pensando mucho en esto, ¿no?
-Durante años -admitió Martin. Luego tosió-. Bueno, ¿qué es lo que dice?
-No es imposible, en los términos de tu propio sentido temporal subjetivo -murmuró el revisor-. Sí, creo que podría hacerse.
-Pero yo quiero que se detenga realmente, no simplemente imaginarlo.
-Comprendo. Puede hacerse.
-Entonces, ¿acepta?
-¿Por qué no? Te hice una promesa, ¿no? Dame la mano.
Martin dudó.
-¿Me hará mucho daño? Quiero decir que no me gusta ver sangre, y...
-¡Tonterías! Has estado escuchando un montón de bobadas. Muchacho, ya hemos sellado nuestro trato. Simplemente, quiero darte algo. La forma en que llevar a cabo tu deseo. Después de todo, nadie puede saber en qué momento decidirás ejercer tu derecho, y no puedo dejarlo caer todo y venir corriendo. Así que será mejor que puedas regular el asunto por tí mismo.
-¿Me va a dar un control del tiempo?
-Más o menos. Tan pronto como pueda decidir qué será lo más práctico -el revisor dudó-. ¡Ah, esto es justamente lo que buscaba! Toma, ten mi reloj.
Se lo sacó del bolsillo del chaleco: un reloj de ferroviario, con caja de plata. Abrió la parte trasera e hizo unos delicados ajustes; Martin intentó ver qué era exactamente lo que estaba haciendo, pero sus dedos se movían a una velocidad imposible de seguir.
-Ya está -sonrió el revisor-. Todo está dispuesto. Cuando llegue finalmente el momento en que te gustaría pararte, gira simplemente la corona al revés y quítale la cuerda al reloj hasta que se detenga. Cuando se detenga, el tiempo se detendrá para tí. ¿Te parece suficiente sencillo?
Y el revisor dejó caer el reloj sobre la mano de Martin. Éste apretó fuertemente sus dedos alrededor del mismo.
-¿No hay que hacer nada más?
-Absolutamente. Pero recuerda: sólo puedes detener el reloj en una ocasión, así que lo mejor será que estés bien seguro de sentirte satisfecho en el momento que decidas prolongar. Te aconsejo esto con toda lealtad; asegúrate muy bien en tu elección.
-Lo haré -Martin sonrió-. Y, como se ha mostrado usted tan honesto acerca de todo, yo también lo seré. Hay una cosa que parece usted haber olvidado. Realmente no importa qué momento elija, pues, en cuanto detenga el tiempo para mí mismo, eso significa que me quedaré donde estoy, por siempre. No tendré que envejecer más. Y si no sigo envejeciendo, nunca moriré. Y si no muero, nunca tendré que viajar en su tren.
El revisor se dio la vuelta. Sus hombros se estremecieron convulsivamente, y quizá hubiera llorado.
-Y has dicho que yo era peor que un vendedor de coches usados -jadeó con voz estrangulada. Entonces se perdió entre la niebla, y el silbato del ferrocarril lanzó un alarido impaciente, y de repente se puso en marcha con rapidez sobre la vía, desapareciendo en medio de la oscuridad.
Martin se quedó allí, contemplando parpadeante el reloj de plata que tenía en su mano. Si no fuera porque podía verlo y tocarlo, y si no fuese por aquel olor tan peculiar, quizá hubiera llegado a creer que había imaginado todo desde principio al fin: tren, revisor, trato y demás.
Pero tenía el reloj, y podía reconocer el olor dejado por el tren al partir, y desde luego no hay muchas locomotoras que usen azufre como combustible.
Y no tenía dudas acerca de su trato. Eso es lo que sucede cuando uno piensa en las cosas hasta llegar a su conclusión lógica. Algunos estúpidos hubieran pedido dinero, poder o a Kim Novak. Papito se hubiera vendido por una botella de whisky.
Martin sabía que había realizado un trato mejor. ¿Mejor? Era a prueba de bomba. Lo único que necesitaba ahora era escoger su momento.
Se metió el reloj en el bolsillo, y regresó a la vía. Realmente, antes sus pensamientos no habían tenido un destino, pero ahora sí. Iba a encontrar un momento de felicidad...


El joven Martin no era ningún tonto. Se daba perfecta cuenta de que la felicidad es algo relativo; de que hay condiciones y grados de satisfacción, y que varían según sea la vida de cada uno. Como vagabundo, a menudo se sentía satisfecho con unas sobras calientes, un banco en el parque o una lata de cerveza. Muchas veces había alcanzado un estado de éxtasis momentáneo a través de tales simples accesorios, pero sabía que existían cosas mejores. Martin decidió hallarlas.
Al cabo de dos días estaba en la gran ciudad de Chicago. Con bastante naturalidad, llegó a West Madison Street, y allí dio unos pasos para elevar su papel en la vida. Se convirtió en un vagabundo ciudadano, un tramposo, un buscón. Al cabo de una semana había llegado a un punto en que la felicidad era una comida en un restaurante barato, un ratito sobre un catre del ejército en una verdadera casa de citas, y una botella de moscatel.
Hubo una noche en que, después de gozar al máximo esos tres lujos, Martin pensó en quitarle la cuerda al reloj, en el punto álgido de su intoxicación. Pero también pensó en los rostros de la gente honesta a la que hoy había sacado dinero. De acuerdo, eran unos integrados, pero eran prósperos. Llevaban buenas ropas, tenían buenos trabajos, usaban lindos coches. Y para ellos, la felicidad tenía un mayor grado de éxtasis: cenaban en excelentes restaurantes, dormían en colchones de muelles, y bebían whisky escocés.
Integrados o no, algo bueno tenían. Martin acarició su reloj, apartó la tentación de conseguirse otra botella de moscatel, y se fue a dormir decidido a conseguirse trabajo y mejorar su cociente de felicidad.
Cuando se despertó, tenía resaca, pero aún seguía decidido. Antes de que hubiera terminado el mes, Martin estaba trabajando para un contratista de obras del lado sur, en uno de los grandes proyectos de reconstrucción. Odiaba el trabajo, pero la paga era buena, y pronto obtuvo un apartamento de una habitación en la Blue Island Avenue. Ahora, tenía costumbre de comer en restaurantes decentes, y se compró una cama confortable, y cada noche del sábado bajaba a la taberna de la esquina. Todo era muy placentero, pero...
Al capataz le gustaba su trabajo, y le prometió un aumento de sueldo en un mes. Si seguía, el aumento significaría que podría permitirse un coche de segunda mano. Con un coche, hasta podría comenzar a buscarse una chica a la que citar de vez en cuando. Otros tipos del trabajo lo hacían, y parecían bastante felices.
Así que Martin siguió trabajando, y le llegó el aumento, y consiguió el coche, y pronto un par de chicas.
La primera vez que le sucedió, deseaba quitar la cuerda de su reloj de inmediato, hasta que empezó a pensar lo que siempre decían algunos de los viejos. Por ejemplo, había un individuo llamado Charlie, que trabajaba junto a él en el andamio:
-Cuando eres joven y no conoces nada mejor, quizá le saques algún gusto en ir con esas cerdas, pero al cabo de un tiempo deseas algo mejor: una buena chica para tí solo.
Martin creyó que tenía que averiguar si eso era cierto. Si no le gustaba más, siempre podía volver a lo que ya tenía.
Pasaron casi seis meses antes de que Martin conociese a Lillian Gillis. Por aquel entonces ya había conseguido otro aumento, y estaba trabajando en la oficina. Le habían hecho ir a la escuela nocturna para aprender como llevar una contabilidad rudimentaria, pero eso significaba otros quince pavos extra a la semana, y gustaba más trabajar bajo cubierto.
Y Lillian era muy divertida. Cuando le dijo que aceptaba casarse con él, Martin estuvo casi seguro de que había llegado el momento. Excepto que ella era lo que diríamos... Bueno, era una buena chica, y le dijo que tendrían que esperar hasta estar casados. Naturalmente, Martin no podía esperar casarse con ella hasta que no tuviera algo más de dinero ahorrado, y otro aumento le iría bien.
Eso le llevó un año. Martin tenía paciencia, porque sabía que iba a valer la pena. Cada vez que tenía dudas, sacaba su reloj y lo miraba. Pero nunca se lo mostró a Lillian ni a nadie más. La mayor parte de los otros llevaban caros relojes de muñeca, y el viejo reloj de plata de ferroviario parecía un tanto ridículo.
Martin sonrió mientras contemplaba la corona. Unas pocas vueltas, y tendría algo que ninguno de aquellos pobres hombres estúpidos y trabajadores tendrían jamás: una satisfacción permanente con su ruborizada novia...
Sólo que el casarse resultó ser simplemente el principio. Sí, era maravilloso. Pero Lillian le explicó lo mucho mejor que serían las cosas si pudieran buscarse una casa nueva y arreglarla. Martin deseaba un mobiliario decente, un televisor, un buen coche.
Así que comenzó a seguir clases nocturnas, y consiguió un ascenso en la oficina. Con el niño por venir, deseaba aguantar un poco más y ver a su hijo. Y cuando lo tuvo, se dio cuenta de que tendría que esperar hasta que se hiciera un poco mayor, comenzase a caminar y a hablar, y desarrollase una personalidad propia.
Por aquel entonces la empresa lo estaba enviando de viaje como supervisor de algunas de las construcciones, y ahora estaba comiendo en buenos restaurantes, viviendo por todo lo grande y con cuenta de gastos. En más de una ocasión se sintió tentado a quitarle la cuerda al reloj. Aquello era la buena vida... Naturalmente, aún sería mejor si no tuviera que trabajar. Más pronto o más tarde, si lograba intervenir en uno de los tratos de la compañía, podría sacar una buena tajada y retirarse. Entonces, sería ideal.
Así sucedió, pero costó tiempo. El hijo de Martin iba a la escuela superior antes de que él lograse llegar hasta donde realmente estaba el dinero. Martin tenía la impresión de que era ahora o nunca, porque ya no era exactamente un muchacho.
Pero justo entonces conoció a Sherry Westcott, y ella no parecía pensar que fuera maduro en absoluto, a pesar de la forma en que estaba perdiendo cabello y ganando tripa. Le enseñó que un bisoñé podía cubrir su calvicie, y una faja reducir el depósito de los garbanzos. De hecho, le enseñó muchas cosas, y disfrutó tanto aprendiendo que realmente sacó el reloj y se preparó a quitarle la cuerda.
Por desgracia, eligió justamente el momento preciso en que los detectives privados hicieron saltar la puerta de la habitación del hotel, y entonces hubo un largo período en el que Martin estuvo tan ocupado peleándose ante los tribunales con el asunto de su divorcio que honestamente no pudo decir que disfrutase de ningún momento.
Cuando llegó a un acuerdo final con Lil, estaba arruinado y a Sherry ya no le parecía que él fuera tan joven, después de todo. Así que se alzó de hombros, y volvió al trabajo.
También esta vez reunió su montón de dinero, aunque tardó más tiempo, y no tuvo muchas posibilidades de diversión mientras lo conseguía. Las damas elegantes de los elegantes salones de cóctel ya no le interesaban ni tampoco el licor. Además, el médico se lo había prohibido.
Pero un hombre rico podía descubrir otros placeres. Por ejemplo, los viajes... y nada de viajar en los topes de los vagones yendo de un lugar podrido a otro peor. Martin recorrió el mundo en avión y transatlántico de lujo. En una ocasión le pareció que, después de todo, iba a hallar el momento, mientras visitaba el Taj-Mahal a la luz de la luna. Martin sacó el maltratado reloj, y se dispuso a quitarle la cuerda. Nadie le contemplaba...
Y eso es lo que le hizo dudar. Seguro, aquel era un momento muy agradable, pero estaba solo. Lil y el chico habían desaparecido, Sherry había desaparecido y, por alguna razón, nunca había tenido tiempo de hacer amigos. Quizá si lograse hallar alguna gente con la que congeniase lograra la felicidad definitiva. Ésa debía ser la respuesta: no era simplemente el dinero, o el poder, o el sexo, o el ver cosas hermosas. La verdadera satisfacción se encontraba en la amistad.
Así que, de regreso a casa en barco, Martin trató de hacerse algunos amigos en el bar del buque. Pero toda aquella gente era mucho más joven, y Martin no tenía nada en común con ellos. Además, deseaban bailar y beber, y Martin no se encontraba en condiciones de disfrutar de tales pasatiempos. Sin embargo, lo intentó.
Quizá fuera por esto por lo que tuvo el pequeño accidente el día anterior al que atracasen en San Francisco. "Pequeño accidente" fue como lo describió el doctor de a bordo, pero Martin se fijó en que tenía un aspecto muy serio cuando le ordenó que se quedara en cama y hasta llamó a una ambulancia para que fuera a recibir al barco al muelle y llevase al paciente directamente al hospital.
En el hospital, todo aquel tratamiento oneroso con las onerosas sonrisas y las onerosas palabras no engañaron a Martin. Era un viejo con un corazón débil, y pensaban que se iba a morir.
Pero podía ser más listo que ellos. Aún tenía el reloj. Lo encontró en su chaqueta cuando se puso la ropa, y huyó del hospital.
No tenía por qué morir. Podía burlar la muerte con un solo gesto... y pensaba hacerlo como un hombre libre, allá afuera, bajo el cielo abierto.
Aquél era el verdadero secreto de la felicidad. Ahora lo comprendía. Ni siquiera la amistad representaba tanto como la libertad. Aquello era lo mejor de todo: el estar libre de amigos o familia o de las furias de la carne.
Martin caminó lentamente junto al andén de carga, bajo el cielo nocturno. Ahora que lo pensaba, estaba justamente donde había comenzado, hacía tantos años. Pero el momento era bueno, lo bastante bueno como para prolongarlo para siempre. Quien había sido un vagabundo en una ocasión, siempre lo seguía siendo.
Sonrió mientras pensaba en ello, y luego su sonrisa se contorsionó seca y repentinamente, como el dolor que estaba seca y repentinamente contrayendo su pecho. El mundo comenzó a girar, y cayó por el costado del muelle de carga.
No podía ver muy bien, pero aún estaba consciente y sabía lo que había pasado. Otro ataque, y bastante malo. Quizá el definitivo. Excepto que ya no iba a seguir haciendo el estúpido. No iba a esperar a ver lo que había al doblar la esquina.
Justo en aquel momento llegaba su oportunidad de usar su deseo y salvar su vida. E iba a hacerlo. Aún podía moverse, nada lo detendría.
Buscó en su bolsillo, y sacó el viejo reloj de plata, tanteando la corona. Unas cuantas vueltas, y burlaría a la muerte. Nunca tendría que viajar en aquel Tren al Infierno. Podría continuar vivo por siempre.
Por siempre.
Martín no había considerado nunca antes aquellas palabras. Vivir siempre... Pero, ¿cómo? ¿Deseaba seguir así siempre, un hombre enfermo, yaciendo inerme sobre la hierba?
No. No podía hacerlo. No lo haría. Y repentinamente, tuvo grandes deseos de llorar, porque supo que en algún punto a lo largo de su vida se había pasado de listo. Y ahora era demasiado tarde. Se le nubló la vista, sintió un rugido en los oídos...
Naturalmente, reconoció el rugido. Y no le sorprendió lo más mínimo el ver cómo el tren salía corriendo de entre la niebla y llegaba hasta el andén. Tampoco se sintió sorprendido cuando se detuvo, ni cuando el revisor bajó del mismo y caminó lentamente hacia él.
El revisor no había cambiado en lo más mínimo. Hasta seguía mostrando la misma sonrisa.
-Hola, Martin -dijo-. Viajeros al tren.
-Lo sé -susurró Martin-. Pero tendrá que llevarme. No puedo caminar. Y tampoco puedo hablar, ¿no?
-Sí, sí puedes -dijo el revisor-. Te puedo oír muy bien. Y también puedes caminar.
Se inclinó, y colocó su mano sobre el pecho de Martin. Siguió un momento de helado atontamiento, y luego Martin pudo caminar de nuevo.
Se alzó y siguió al revisor a lo largo de la rampa, llegando hasta el lado del tren.
-¿Aquí? -preguntó.
-No, en el siguiente vagón -murmuró el revisor-. Supongo que tienes derecho a viajar en primera. Después de todo, eres un hombre de éxito. Has disfrutado de las alegrías de la riqueza, la posición social y el prestigio. Has conocido los placeres del matrimonio y la paternidad. Has probado las delicias de la comida y la bebida y también el sexo, y has viajado mucho y bien. Así que nada de recriminaciones de última hora.
-De acuerdo -suspiró Martin-. No puedo culparle de mis errores. Por otra parte, tampoco usted puede atribuirse lo que sucedió. Trabajé para lograr cada una de las cosas que deseaba. Lo hice todo por mí mismo. Ni siquiera necesité su reloj.
-Así es -aceptó el revisor, sonriendo-. Pero, ¿te importaría devolvérmelo ahora?
-Lo necesita para el siguiente tonto, ¿eh? -murmuró Martin.
-Quizá.
Algo en la forma en que lo dijo hizo que Martin alzase la vista. Trató de ver los ojos del revisor, pero la visera de su gorra los mantenía en sombra, así que bajó la vista a su reloj.
-Dígame una cosa -dijo suavemente-. Si le devuelvo el reloj, ¿qué es lo que hará con él?
-Pues tirarlo a la cuneta -le explicó el revisor-. Eso es lo que haré con él -y extendió la mano.
-¿Qué pasaría si alguien lo encontrara y diera vueltas hacia atrás a la corona y detuviese el tiempo?
-Nadie haría eso -murmuró el revisor-. Aunque lo supieran.
-¿Quiere decir que todo fue un truco? ¿Que éste es únicamente un reloj barato y ordinario?
-Yo no he dicho eso -susurró el revisor-. Solo he dicho que nunca nadie gira hacia atrás la corona. Todos han sido como tú, Martin. Todos esperaban hallar la felicidad perfecta. Esperaban el momento que jamás llega.
El revisor extendió de nuevo la mano.
Martin suspiró y agitó la cabeza.
-Después de todo, me engañó.
-Tu mismo te engañaste, Martin. Y ahora vas a viajar en este Tren al Infierno.
Empujó a Martin escalones arriba, al interior del vagón. Mientras entraba, el tren comenzó a moverse, y aulló el pito. Y Martin se quedó de pie en el traqueteante vagón de primera, mirando a lo largo del pasillo a los otros pasajeros. Los podía ver a todos allí sentados, y en alguna manera no le parecía nada extraño.
Allí estaban: los borrachos y los pecadores, los jugadores y los que aceptan soborno, los manirrotos, los donjuanes, toda esa alegre compañía. Sabían adónde iban, claro está. Pero no parecía importarles un comino. Las cortinillas estaban bajadas en todas las ventanas, pero había luz dentro; y todos ellos estaban disfrutando, cantando y pasándose botellas y rugiendo a carcajadas, jugando a dados y contando sus chistes y fanfarroneando por todo lo grande, justo como papito acostumbraba a decir de ellos en su vieja canción.
-Unos encantadores compañeros de viaje -dijo Martin-. Vaya, lo cierto es que jamás había visto un grupo de gente más agradable que este. Y parece que están disfrutando de lo lindo.
El revisor se alzó de hombros.
-Me temo que las cosas no serán tan alegres cuando nos detengamos en la Estación de Allá Abajo.
Por tercera vez, extendió la mano.
-Ahora, antes de que te sientes, tienes que darme ese reloj. Un trato es un trato...
Martin sonrió.
-Un trato es un trato -hizo eco-. Acepté viajar en su tren si podía detener el tiempo cuando hallase el justo momento de felicidad. Y creo que en este momento soy más feliz que jamás.
Muy lentamente, Martin tiró de la corona de plata.
-¡No! -jadeó el revisor-. ¡No!
Pero la corona giró.
-¿Te das cuenta de lo que has hecho? -aulló el revisor-. ¡Ahora jamás llegaremos a la estación! ¡Todos nosotros seguiremos viajando... para siempre!
Martin hizo una mueca de alegría.
-Lo sé -dijo-. Pero lo divertido es el viaje, y no la llegada. Usted mismo me lo dijo. Y pienso pasar un maravilloso viaje. Mire, quizá hasta pueda ayudar. Si me busca una de esas gorras, y me deja conservar este reloj...
Y así es como por fin se resolvieron las cosas. Con su gorra puesta, y llevando el maltratado y viejo reloj de plata, no hay persona más feliz, dentro o fuera de este mundo, ahora y siempre, que Martin. Martin, el nuevo guardafrenos de ese Tren al Infierno.

Tren al infierno. Robert Bloch
That Hell-Bound Train (F&SF, Septiembre 1958)
Nueva Dimensión, nº 39 (Diciembre 1972)
Ediciones Dronte

Tomado de Premios Hugo-Nebula CF en Quedelibros:

http://www.4shared.com/file/19WSFqb-/Premios_SF_1990-2008.html
http://www.4shared.com/file/dlZwoX7j/Premios_SF_1970-1989.html
http://www.4shared.com/file/HuiNT6VH/Premios_SF_hasta_1970.html

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