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En los muros de Erix

En los muros de Erix

El cuento de Lovecraft de donde James Cameron sacó su "original" historia de Avatar.

En Los Muros De Erix

Antes de intentar descansar escribiré unas notas preliminares para el informe que debo redactar. Lo que he descubierto es tan singular, y tan opuesto a todas las pasadas experiencias y suposiciones, que merece una descripción muy cuidadosa.

Llegué al campo de aterrizaje principal de Venus el 18 de marzo, según el cómputo terrestre; el 9, VI según el calendario de ese planeta. Cuando me destinaron al grupo de Miller, recibí mi equipo -junto con un reloj adaptado a la rotación ligeramente más rápida de Venus- y efectué los usuales ejercicios con la máscara. Dos días después me declararon apto para el servicio.

Salí del puesto que la Crystal Company tiene en Terra Nova hacia el amanecer de 12, VI y seguí la ruta sur que Anderson había trazado desde el aire. El camino era malo, ya que estas selvas se vuelven casi impracticables después de la lluvia.

Debe de ser la humedad lo que da a las enmarañadas enredaderas y plantas de tallo rastrero esa resistencia correosa; una resistencia tan grande que se tarda unos diez minutos en cortarlas con el cuchillo. Hacia mediodía, el tiempo era algo más seco; la vegetación se volvió más suave y elástica, de forma que el cu- chillo la cortaba con facilidad, pero ni aun entonces lograba ir más de prisa.

Estas máscaras Carter de oxígeno son demasiado pesadas: sólo llevarlas puestas dejan medio agotado a un hombre normal. La máscara Dubois, con depósito- esponja en vez de cilindros, proporciona un aire igual de bueno con la mitad de peso.

El detector de cristales parecía funcionar bien, e indicaba constantemente una dirección que confirmaba el informe de Anderson. Es curioso cómo funciona ese principio de afinidad, sin ninguna de las imposturas del género de las viejas "varitas de zahorí" terrestres. Debe de haber un gran yacimiento de cristales dentro de un área de unas mil millas, aunque supongo que esos condenados hombres-lagartos estarán al acecho, vigilando. Puede que nos consideren estúpidos por venir a Venus en busca de material, igual que nosotros los consideramos a ellos por arrastrarse en el carro cada vez que encuentran un cristal, o por tener ese enorme ejemplar en un pedestal, en su templo. Me gustaría que adoptasen una nueva religión, dado que los cristales no les sirven más que para rezar ante ellos. Suprimida la teología, nos dejarían coger cuantos quisiéramos; y aun cuando aprendiesen a aprovechar su poder, habría más que suficientes para su planeta y para la Tierra. Yo al menos estoy harto de tener que renunciar a los yacimientos importantes y buscar sólo cristales aislados en el lecho de los ríos de la selva. Alguna vez elevaré una petición para que se elimine a estos miserables seres escamosos con un ejército bien pertrechado que venga de casa. Unas veinte naves podrían traer tropas suficientes para terminar con el problema. No se puede considerar personas a estos seres, a pesar de sus "ciuda- des" y sus torres. No tienen habilidad más que para construir - y utilizar espadas y dardos envenenados-, y no creo que sus supuestas "ciudades" representen mucho más que los hormigueros o los diques de los castores. Dudo que tengan siquiera un verdadero lenguaje... Toda esa palabrería sobre su comunicación psíquica a través de los tentáculos que poseen en la parte inferior del pecho no me parece más que paparruchas. Lo que engaña a la gente es su postura erecta, lo que no es más que una mera semejanza accidental con el hombre terrestre.

Me gustaría recorrer la selva de Venus sin tener que preocuparme de que aparezca algún grupo de estas hoscas criaturas, ni de esquivar sus malditos dardos. Puede que fuera lógico antes de que empezáramos a llevarnos cristales; pero ahora se han convertido verdaderamente en una molestia de lo más enojosa, ya que no paran de lanzarnos dardos y de cortarnos las tuberías del agua. Cada vez estoy más convencido de que están dotados de una sensibilidad especial semejante a la de nuestros detectores de cristales. No se sabe que hayan molestado a ningún hombre excepto tirándole dardos de lejos-, a menos que llevara cristales encima.

Hacia la una de la tarde, un dardo casi me arrancó el casco, y por un segundo pensé que me había perforado los cilindros de oxígeno. Los sigilosos demonios no habían hecho el menor ruido, a pesar de que tenía encima tres de ellos. Acabé con todos barriendo en círculo con mi pistola lanzallamas, pues, aunque su color hacía que se les confundiera con la vegetación, pude percibir el movimiento de las enredaderas. Uno de ellos medía unos ocho pies de altura y tenía un hocico de tapir. Los Otros eran de tamaño corriente, unos siete pies. Lo único que hace que sigan siendo un problema es su número; hasta un simple regimiento de lanzallamas podría acabar con ellos. Es curioso, sin embargo, cómo han llegado a dominar el planeta. No hay otros seres más grandes, salvo los contorsionantes akmans y skorahs, o los tukahs voladores del otro continente... , a menos, por supuesto, que los agujeros de la Meseta Dionea estén habitados.

Hacia las dos, mi detector viró hacia el Oeste, indicando cristales aislados delante de mí, hacia la derecha. Lo comprobé con las referencias de Anderson, y modifiqué mi marcha. El avance se me hizo más difícil, no sólo porque el terreno se elevaba, sino porque la vida animal y las plantas carnívoras eran más abundantes. Andaba constantemente acuchillando ugrats y pisando skorahs, y tenía el traje de cuero todo salpicado de reventar los darobs que salían de todas partes. El sol molestaba a causa de la niebla, y no parecía secar el barro lo más mínimo. Cada vez que daba un paso, el pie se me hundía cinco o seis pulgadas, y sonaba un blup succionante cada vez que lo sacaba. Quisiera que alguien inventara una clase de traje para este clima que no fuese de cuero. De tela se pudriría, por supuesto; pero podrían hacerlo de algún tejido fino y metálico que no pudiera romperse, como la superficie de este rollo indestructible de notas.

Comí hacia las 3,30... , si es que deslizar esas desdichadas tabletas alimenticias a través de la máscara puede llamarse comer. Poco después noté un cambio en el paisaje: las flores brillantes y de aspecto ponzoñoso variaron de color y se volvieron espectrales. Las siluetas de las cosas temblaban rítmicamente, y surgían luminosos puntitos con el mismo tiempo lento e invariable. Después, la temperatura pareció fluctuar de acuerdo con una palpitación acompasada y peculiar.

El universo entero parecía latir con pulsaciones profundas, regulares, que llenaban cada rincón del espacio y fluían a través de mi cuerpo y de mi mente por igual. Perdí el sentido del equilibrio y me tambaleé dominado por el vértigo, pero de nada me sirvió cerrar los ojos y taparme los oídos con las manos. Sin embargo, conservé la mente lúcida, y muy pocos minutos después me di cuenta de lo que había sucedido.

Al fin había dado con una de esas curiosas plantas-espejismo, de las que tantos de nuestros hombres cuentan historias. Anderson me ha prevenido sobre ellas, y me ha descrito muy fielmente su aspecto: tallo velludo, hojas espinosas y flores jaspeadas, cuyas emanaciones, generadoras de ensueños, penetran por cualquier clase de material de que esté hecha una máscara.

Al recordar lo que le ocurrió a Bailey hace tres años, un pánico momentáneo se apoderé de mí, y empecé a correr y a vacilar en el mundo caótico y demencial que las exhalaciones de la planta habían tejido a mi alrededor. Luego volvió la sensatez y comprendí que todo lo que necesitaba era alejarme de esas flores peligrosas, distanciarme de la fuente de esas pulsaciones, y abrirme paso como fuese -sin tener en cuenta lo que girara a mi alrededor-, hasta salir de la zona de influencia de la planta. Aunque todo daba vueltas peligrosamente, traté de proseguir la marcha en la dirección correcta y abrirme paso hacia adelante. Debí de alejarme bastante de la línea recta, porque creo que transcurrieron horas antes de que me sintiera libre del penetrante influjo de la planta. Gradualmente, las luces danzantes empezaron a desaparecer, y el temblor dei espectral escenario empezó a adquirir fijeza.

Cuando me sentí completamente libre consulté el reloj, y me quedé asombrado al descubrir que sólo eran las 4,20. Aunque me había dado la sensación de que había transcurrido una eternidad, toda aquella experiencia había durado poco más de media hora.

Cada demora, no obstante, constituía un fastidio, y había perdido terreno al alejarme de la planta. Ahora avancé penosamente en dirección a la elevación que indicaba el detector de cristales, concentrando todas mis energías en recuperar el mayor tiempo posible. La selva seguía siendo espesa, aunque había menos vida animal. En una ocasión, una flor carnívora me engulló el pie derecho y me lo agarró con tanta fuerza que tuve que librarme de ella a cuchilladas, reduciendo la flor a tiras, antes de que me soltara.

Menos de una hora después, la vegetación empezó a aclarar, y hacia las cinco - después de atravesar una franja de helechos gigantes con muy poca maleza- salí a una meseta ancha y musgosa. Ahora podía caminar más de prisa, y por las oscilaciones de la aguja del detector vi que me estaba acercando al cristal que buscaba. Era extraño, porque la mayoría de los esferoides se encuentran por los arroyos de la selva; de manera que no era corriente que apareciesen en un terreno elevado y sin árboles como éste.

El terreno ascendía basta terminar en una cresta definida. Llegué a lo alto hacia las 5,30, y ante mí descubrí una llanura muy extensa, con un bosque a lo lejos.

Esta era, sin lugar a dudas, la meseta que Matsugawa había registrado desde el aire cincuenta años antes, y que nuestros mapas denominan "Erys" o "Meseta Ericinia". Pero lo que hizo que me latiera el corazón con violencia fue un detalle más pequeño, cuya posición no distaba demasiado, quizá, del centro exacto de la planicie. Era un simple punto luminoso, centelleante a través de la niebla, que parecía reflejar la luminosidad penetrante y concentrada de los rayos amarillentos de sol empañados por el vapor. Este era, sin duda, el cristal que buscaba; quizá no fuera más grande que un huevo de gallina, pero estaba dotado de fuerza suficiente para abastecer de calefacción a una ciudad durante un año.

Casi no me extrañó, al divisar de lejos su resplandor, que esos miserables hombres- lagartos adorasen estos cristales. Sin embargo, no tienen la menor idea del poder que contienen.

Emprendí una rápida marcha, tratando de alcanzar la inesperada presa lo antes posible, y me fastidió que el firme musgo diera paso a un barro líquido sumamente detestable, salpicado aquí y allá de rodales de yerba y enredaderas.

No obstante, continué chapoteando sin hacer caso, ni vigilar siquiera a mi alrededor por si aparecía alguno de esos enojosos hombres-lagartos. No era probable que atacaran en este descampado. A medida que avanzaba, la luz que tenía ante mí parecía aumentar en tamaño y brillantez, y empecé a notar algo raro respecto a su situación. Evidentemente, se trataba de un cristal de la más fina calidad, y mi júbilo crecía a cada paso.

A partir de aquí debo tener cuidado al hacer el informe, ya que lo que voy a decir se refiere a cosas que carecen de precedente - aunque por fortuna se pueden comprobar-. Corría yo con creciente ansiedad, y había llegado a un centenar de yardas más o menos del cristal - cuya situación, en una especie de pequeña prominencia del omnipresente limo, parecía muy extraña-, cuando una fuerza irresistible y repentina me golpeó en el pecho y en los nudillos de mis puños apretados, y me derribó de espaldas en el barro. La salpicadura que provocó mi caída fue tremenda, y ni la blandura del suelo, ni la presencia de enredaderas y yerbas mucilaginosas, impidieron que me golpeara la cabeza, produciéndome un atontamiento. Me quedé tendido boca arriba un momento, demasiado perplejo para pensar. Luego, maquinalmente, me puse en pie tambaleándome, y empecé a arrancarme las costras de barré y de limo adheridas a mi traje de cuero.

No tenía la más ligera idea de con qué había chocado. No había visto nada que pudiese haber provocado el golpe, ni lo veía ahora tampoco. ¿Había resbalado en el barro, en definitiva? El dolor de los nudillos y del pecho me impedían creer que fuese eso. ¿O acaso este incidente no era sino una ilusión provocada por alguna planta-espejismo que no veía? No parecía probable, ya que no notaba ninguno de los síntomas habituales, ni habla ningún sitio donde pudiera ocultarme una vegetación tan llamativa y característica y pasar desapercibida.

De haber estado en la Tierra, lo habría atribuido a una barrera de fuerza N instalada por algún gobierno para acotar una zona prohibida; pero en una región donde no hay seres humanos tal idea resultaba absurda.

Finalmente, haciendo acopio de valor, decidí investigar con precaución.

Esgrimiendo el cuchillo lo más lejos posible de mi cuerpo a fin de poder tantear con él cualquier fuerza extraña, avancé de nuevo hacia el cristal resplandeciente, dispuesto a llegar a él paso a paso, con la mayor precaución. Al tercer paso me detuvo en seco el choque de la punta del cuchillo contra una superficie aparente- mente sólida... , superficie que mis ojos no veían en absoluto.

Tras un momentáneo retroceso, recobré la audacia. Extendí mi mano izquierda, enguantada, y comprobé la presencia de una materia sólida e invisible -o de una ilusión táctil de materia sólida- delante de mí. Al mover la mano descubrí que formaba dicha barrera una sustancia extensa de una tersura casi cristalina, sin indicios de unión de bloques separados. Animándome a seguir explorando, me quité un guante y exploré la superficie con la mano desnuda. Era, efectivamente, dura y vítrea, y de una frialdad extraña que contrastaba con la temperatura ambiente. Forcé la vista al máximo, a fin de captar algún vestigio de la sustancia que me impedía el paso, pero no logré distinguir nada en absoluto.

No producía tampoco ni la menor sombra de refracción, a juzgar por el aspecto del paisaje que tenía ante mí. La carencia de reflexión quedaba demostrada al no arrancar el sol destello alguno en ningún punto. Una acuciante curiosidad empezó a prevalecer en mi espíritu sobre todo otro sentimiento, y amplié mis exploraciones todo lo posible. Palpando con las manos, descubrí que la barrera se extendía desde el suelo hasta una altura mayor que la que yo podía alcanzar, y se prolongaba indefinidamente a uno y otro lado.

Así, pues, era una especie de muro... , aunque no podía explicarme de qué materia estaba hecho, ni cuál era su objeto. Nuevamente pensé en las plantas- espejismo y los sueños que producían, pero tras reflexionar un momento descarté tal hipótesis.

Golpeé con energía la barrera con el puño del cuchillo, le di unas patadas con mis pesadas botas y traté de interpretar los sonidos así producidos. Había algo en estas reverberaciones que me recordaban el cemento o el hormigón, aunque mis manos encontraban la superficie vítrea o metálica Verdaderamente, me enfrentaba a algo extraño que rebasaba toda experiencia previa.

El siguiente movimiento lógico fue hacerme alguna idea de las dimensiones del muro. Calcular la altura podía ser un problema difícil, si no insoluble; pero tal vez resultara fácil averiguar su forma y longitud. Extendí los bravos y me ceñí a la barrera. Empecé a desplazarme lateralmente hacia la izquierda, fijándome con todo cuidado en la trayectoria que llevaba. Tras dar algunos pasos, comprobé que no era recta, sino que describía un círculo o elipse. Luego me llamó la atención algo enteramente distinto, algo relacionado con el lejano cristal, que era el objeto de mi búsqueda.

Ya he dicho que incluso desde una distancia mayor, la situación del objeto resplandeciente, sobre un pequeño montículo que se alzaba en el limo parecía más bien extraña. Ahora -a unas cien yardas- pude distinguir con claridad, a pesar de la creciente niebla, qué era exactamente aquel montículo. Se trataba del cadáver de un hombre vestido con el traje de cuero de la Crystal Company, tendido de espaldas y con la máscara de oxígeno medio enterrada en el barro, a unas pulgadas de él. En su mano derecha, apretado convulsivamente contra el pecho, tenía el cristal que me había guiado hasta allí: era un esferoide de increíble tamaño, tan grande que los dedos del muerto apenas lo abarcaban.

Incluso a esa distancia pude observar que el cadáver era reciente. Apenas se apreciaba descomposición, y pensé que en ese clima tal cosa significaba que no llevaba muerto más de un día. No tardaría en acudir un enjambre de moscas farnoth. Me pregunté quién sería. Sin duda, nadie a quien yo hubiera conocido en este viaje. Quizá se tratara de uno de los veteranos que habían salido a efectuar un largo recorrido y que había llegado a esta región especial con independencia del plan de Anderson. Ahí yacía, más allá de toda preocupación, y con los rayos del gran cristal brotando entre sus dedos rígidos.

Me quedé mirándole durante unos cinco minutos, con perplejidad y aprensión.

Me invadió un extraño temor, y sentí unos deseos irrazonados de echar a correr.

No había sido obra de esos huidizos hombres-lagartos, ya que aún sujetaba con la mano el cristal que había encontrado. ¿Tendría aquello alguna relación con el muro invisible? ¿Dónde había encontrado el cristal? El instrumento de Anderson había indicado la presencia de un cristal en esa zona mucho antes de que ese hombre muriese. Ahora empecé a considerar la barrera invisible como algo siniestro, y me aparté de ella con un estremecimiento. Pero comprendí que debía explorar el misterio más de prisa y a fondo, debido a la reciente tragedia.

De repente -centrando mi atención en el problema que ahora tenía delante-, pensé en un medio posible de comprobar la altura del muro, o de averiguar al menos si se elevaba indefinidamente. Cogí un puñado de barro, lo escurrí hasta que adquirió cierta consistencia, y lo lancé hacia arriba en dirección a la barrera transparente. A una altura de quizá unos catorce pies chocó contra la superficie invisible con sonoro y blando ruido, se desintegró inmediatamente y se escurrió hacia abajo, formando unos regueros que desaparecieron con sorprendente rapi- dez. Así, pues, el muro era alto. Una segunda pella, lanzada en ángulo más elevado, dio en la superficie a unos dieciocho pies del suelo, y desapareció con la misma prontitud que la primera.

Ahora recurrí a todas mis fuerzas, y me dispuse a lanzar una tercera pella lo más alto posible. Escurrí el barro, lo exprimí al máximo y lo lancé tan alto que temí que no llegara a la pared que me cortaba el paso. Pero sí llegó, y esta vez cruzó la barrera y cayó en el barro, al otro lado, con un violento chapoteo. Al fin había logrado tener una idea aproximada de su altura, ya que lo había rebasado a unos veinte o veintiún pies.

Evidentemente, era imposible salvar una pared vertical de diecinueve o veinte pies y de superficie lisa como el cristal. Así que tenía que seguir rodeando la barreta con la esperanza de encontrar un acceso, un final, o algún tipo de interrupción. ¿Formaba el obstáculo un círculo completamente redondo u otra clase de figura cerrada, o describía tan sólo un arco o semicírculo? De acuerdo con mi decisión, continué avanzando despacio hacia la izquierda, moviendo las manos arriba y abajo por la superficie invisible por si descubría alguna ventana o abertura. Antes de reemprender la marcha traté de dejar una señal haciendo un hoyo en el barro con el pie; pero el barro estaba demasiado líquido para que se conservase la señal. Tomé, sin embargo, una referencia del lugar aproximado fijándome en una alta cícada del bosque lejano que estaba en línea con el centelleante cristal, a cien yardas de donde me encontraba yo. Si no había acceso ni interrupción, sabría cuándo había completado el círculo.

No llevaba aún mucho trecho recorrido cuando comprendí que la Curvatura indicaba un recinto circular de unas cien yardas de diámetro, si su contorno era regular. Esto significaba que el hombre muerto estaba cerca del muro, en un lugar casi opuesto al que yo había tomado como punto de partida. ¿Estaba dentro del recinto, o en la parte exterior? No tardaría en comprobarlo.

Fui rodeando lentamente la barrera sin descubrir acceso, ventana ni interrupción de ninguna clase, y concluí que el cadáver estaba en el interior. A medida que me acercaba, el semblante del hombre muerto me iba pareciendo más vagamente inquietante. Había algo alarmante en su expresión y en la mirada de sus ojos vidriosos. Cuando estuve cerca me pareció que se trataba de Dwight, un veterano a quien no había llegado a conocer, pero al que me señalaron en el puesto el año pasado. El cristal que tenía cogido era desde luego un verdadero trofeo, el ejemplar más grande que he visto en mi vida.

Estaba tan cerca del cadáver que podía haberlo tocado -de no interponerse la barrera-, cuando mi exploradora mano izquierda encontró una esquina de la invisible superficie. En un segundo averigüé que había una abertura de unos tres de ancho que iba desde el suelo hasta una altura a que yo no llegaba. No había puerta, ni huellas de goznes que indicaran que la hubiese habido en otro tiempo.

Sin vacilar un instante, la crucé y di dos pasos hacia el cuerpo tendido, que formaba ángulo recto con la abertura por la que yo acababa de entrar, y que daba a lo que parecía ser un corredor sin puertas. Sentí renacer mi curiosidad al encontrarme en el interior de este inmenso recinto dividido en compartimientos.

Me incliné a examinar el cuerpo y vi que no tenía heridas. Casi no me sorprendió, ya que la presencia del cristal indicaba que no se había enfrentado a los nativos pseudo-reptiles. Al mirar a mi alrededor, tratando de descubrir alguna posible causa de su muerte, mis ojos descubrieron la máscara de oxígeno cerca de los pies del cadáver. Este detalle era efectivamente significativo. Sin di- cho accesorio, ningún ser humano podía respirar el aire de Venus durante más de treinta segundos; y Dwight -si era él- lo había perdido. Probablemente se había puesto mal la máscara, y el peso de los cilindros debieron de soltar las correas, cosa que no podía suceder con una mascara Dubois de depósito- esponja. El medio minuto de gracia había resultado demasiado breve para permitirle al hombre inclinarse a recoger su aparato protector... o quizá el cianógeno de la atmósfera era anormalmente elevado en ese momento. Quizá se encontraba absorto contemplando el cristal, dondequiera que lo hubiese descubierto. Al parecer, acababa de sacarlo de la bolsa de su traje, ya que tenía la solapa desabrochada.

Procedí a desprender el enorme cristal de entre los dedos del prospector muerto, tarea que su rigidez hacía muy difícil. El esferoide era más grande que el puño de un hombre, y brillaba como si estuviese vivo bajo los rayos rojizos del sol poniente. Al tocar su centelleante superficie me estremecí involuntariamente como si, al cogerlo, este objeto precioso me transmitiera el destino que había fulminado a su anterior propietario. Sin embargo, no tardarán en disiparse mis escrúpulos, y me guardé cuidadosamente el cristal en la bolsa de mi traje de cuero. La superstición no ha sido nunca una de mis debilidades.

Coloqué el casco del muerto sobre su rostro inmóvil, me enderecé y retrocedí por la entrada invisible al vestíbulo del gran recinto. Nuevamente me volvió toda mi curiosidad en relación con el extraño edificio y me devané los sesos pensando cuál sería su material, su origen y su objeto. Ni por un instante se me ocurrió que pudieran haberlo erigido manos humanas. Nuestras naves habían llegado a Venus por primera vez hacía tan sólo setenta y dos años, y los únicos seres humanos del planeta eran los de Terra Nova. Por otra parte, los conocimientos humanos no incluyen tampoco el de una sustancia sólida, transparente y no refractaría como la de ese edificio. Asimismo, se puede descartar la idea de una prehistórica invasión humana de Venus, de forma que tuve que volver a la hipótesis de que era una construcción nativa. ¿Precedió a los hombres-lagartos, en la dominación de Venus, una raza olvidada de seres sumamente evolucionados? A pesar de sus ciudades de trazado complejo, me costaba creer que los pseudo-reptiles hubiesen logrado un avance de esta naturaleza. Debió de existir otra raza, miles de años antes, de la que quizá era esto una última reliquia. ¿O se descubrirán otras ruinas de naturaleza similar en futuras expediciones? El objeto de semejante edificio escapa a toda conjetura... , pero es extraño, y su material aparentemente nada práctico sugiere un uso religioso.

Comprendiendo mí incapacidad para resolver el problema, se me ocurrió que todo lo que podía hacer era explorar el edificio. Estaba convencido de que había diversos corredores y estancias que se extendían sobre la llanura embarrada y aparentemente ininterrumpida, y pensé que un conocimiento de su trazado podía conducirme a algo importante. De modo que volví a entrar a tientas por la puerta, sorteé el cadáver y empecé a avanzar por el corredor, hacia las regiones interiores de las que probablemente había salido el hombre muerto. Más tarde inspeccionaría la entrada que dejaba atrás.

Andando a tientas como un ciego, a pesar de la brumosa luz, del sol seguí adelante despacio. A los pocos pasos, el corredor giraba bruscamente e iniciaba una espiral en dirección al centro, en curvas cada vez más pequeñas. De cuando en cuando descubría a tientas un pasadizo transversal sin puertas, y en varias ocasiones me tropecé con la confluencia de dos, tres y cuatro corredores divergentes. Cuando sucedía esto, seguía siempre el camino más interior, que parecía ser continuación del que había estado recorriendo. Tendría tiempo de sobra para examinar las ramificaciones, una vez que llegara a las regiones principales y regresara. ¡Me es imposible describir la extraña experiencia que supuso recorrer los corredores de un edificio invisible erigido por manos desconocidas en un planeta extraño! Finalmente, tropezando y palpando, llegué al extremo del corredor, que daba a un espacio bastante amplio. Des cubrí a tientas que me encontraba en una cámara circular de unos diez pies de anchura; y por la situación del muerto en relación con determinadas referencias del bosque lejano, inferí que dicha cámara ocupaba el centro del edificio o estaba próxima a él. De ella salían cinco pasillos además del que yo había recorrido para entrar; pero conservaba en la mente la situación de este último gracias a una cuidadosa observación, por encima del cadáver, de determinado árbol que sobresalía en el horizonte cuando estaba exactamente en la entrada.

No había nada en esta estancia; sólo el suelo de lodo inconsistente, presente en todas partes. Quise saber si estaba techada esta parte del edificio, y repetí mi experimento lanzando hacia arriba una pella de barro; en seguida descubrí que carecía de todo tipo de cubierta. Si la tuvo, debió de derrumbarse hacía tiempo, ya que mis pies no habían tropezado con escombros ni bloques desprendidos de ningún género. Al pensar en ello, me resultó muy sorprendente que este edificio aparentemente primordial careciera tan por completo de fragmentos derruidos, grietas y demás accidentes propios de los edificios en ruinas.

¿Qué era? ¿Qué había sido? ¿De qué estaba hecho? ¿Por qué no había signos de bloques separados en los muros homogéneos, vítreos, desconcertantes? ¿Por qué no había el menor rastro de puertas, ya fuesen interiores o exteriores? Lo único que había averiguado era que estaba en un edificio sin techumbre, sin puertas, hecho dé un material duro, suave, perfectamente transparente y no refractario, de unas cien yardas de diámetro, con numerosos corredores, y una pequeña estancia circular en el centro. Salvo esto, no podría saber nada mediante una inspección directa.

Observé entonces que el sol estaba ya muy bajo en occidente: su disco rojizo flotaba en un charco rojo y anaranjado por encima de los árboles borrosos del horizonte. Tenía que darme prisa si quería encontrar un terreno seco donde dormir, antes de que anocheciera. Previamente había decidido pernoctar en el borde firme y musgoso de la meseta próxima a la cresta, desde donde había visto por primera vez el cristal, fiando en que mi habitual suerte me salvaría de un ataque de los hombres-lagartos. Siempre he sido partidario de que debemos salir en grupos de dos o más, de forma que haya siempre uno de guardia durante el descanso, pero el escasísimo numero de ataques nocturnos que sufrimos hace que la

Compañía no muestre interés en este tipo de cosas. Parece que les es muy difícil ver de noche a esos seres desdichados de piel escamosa, aun alumbrándose con curiosas antorchas.

Tras localizar otra vez el acceso por el que había llegado al centro, emprendí el regreso hacia la entrada del edilicio. Podía continuar otro día la exploración.

Caminando a tientas lo mejor que podía por el corredor en espiral, y valiéndome tan sólo del sentido común, la memoria y un vago reconocimiento de algunos rodales de yerba mal definidos en la llanura corno únicos auxiliares, no tardé en encontrarme de nuevo junto al cadáver. Había ya una o dos moscas farnotb revoloteando sobre el rostro cubierto por el casco, y comprendí que había em- pezado la descomposición. Con una repugnancia instintiva y pueril, alcé la mano para ahuyentar estos primeros insectos carroñeros, y entonces sucedió algo asombroso. Un muro invisible, deteniéndome el movimiento de mi brazo, me hizo ver que -a pesar de que había vuelto sobre mis pasos corrí todo cuidado- no había regresado al corredor en el que se encontraba el cadáver. En vez de eso, me hallaba en un acceso paralelo por el que sin duda me había metido en una vuelta o bifurcación equivocada de los intrincados pasadizos de atrás.

Confiando en encontrar más adelante un acceso al pasillo de salida, proseguí la marcha; pero poco después llegué a una pared que me cortaba el paso. Así que tendría que volver a la cámara central e iniciar el retorno de nuevo. No sabía exactamente dónde me había equivocado. Eché una ojeada al suelo con idea de comprobar si por algún milagro habían quedado impresas mis huellas, pero en seguida comprobé que el inconsistente barro sólo conservaba la señal de las pisadas unos instantes. No me fue difícil encontrar de nuevo el camino hasta el centro; una vez allí, medité detenidamente qué camino era el que conducía a la salida. Me había desviado demasiado a la derecha la vez anterior. Ahora tomaría una bifurcación más a la izquierda... , por el camino decidiría dónde.

Mientras avanzaba a tientas por segunda vez me sentía completamente seguro de que estaba en el camino correcto, y me desvié a la izquierda en una confluencia que estaba seguro de recordar. Seguí la espiral, cuidando de no extraviarme en ninguno de los pasadizos que la cruzaban. Sin embargo, no tardé en descubrir, para mi malhumor, que el cadáver quedaba a bastante distancia; evidentemente, este otro pasadizo llegaba al muro exterior en un punto bastante alejado de él.

Seguí apresuradamente unos pasos más, con la esperanza de que hubiese otra salida en la mitad del muro que aún no habla explorado, pero al final volví a encontrarme con una pared. Estaba claro que el plano del edificio era mucho más complicado de lo que yo había supuesto.

A continuación dudé entre regresar al centro otra vez. o intentar encontrar algún corredor lateral que me llevase hasta el cadáver. Si optaba por la segunda alternativa, corría el peligro de romper mi esquema mental de dónde me encontraba; por tanto, era mejor no intentarlo, a menos que encontrara la forma de dejar un rastro visible detrás de mí. Cómo dejar ese rastro, era todo un problema; de modo que me devané los sesos buscando una solución. No llevaba nada encima que pudiera dejar a manera de señal, ni materia qué pudiera esparcir, o subdividir y distribuir.

La pluma no dejaba huella alguna sobre el muro invisible, y no podía dejar como rastro mis preciosas tabletas alimenticias. Aunque hubiese querido desprenderme de ellas, no habrían sido suficientes... Además, los pequeños comprimidos habrían desaparecido en seguida, hundiéndose en el barro acuoso.

Me registré los bolsillos por si llevaba encima un anticuado cuaderno -que a menudo empleamos extraoficialmente en Venus, a pesar del rápido deterioro del papel en la atmósfera de este planeta-, a fin de arrancarle las páginas y esparcirlas, pero no tenía ninguno. Evidentemente, era imposible romper el fino y resistente metal de este rollo de notas indestructible, y mi indumentaria no ofrecía tampoco posibilidad alguna. En la peculiar atmósfera de Venus, no podía prescindir de mi resistente traje de cuero sin peligro. Por otra parte, hemos eliminado la ropa interior a causa del clima.

Intenté embadurnar con barro las invisibles y lisas paredes después de escurrirlo todo lo posible, pero descubrí que desaparecía de la vista tan rápidamente como las pellas que había lanzado para probar su altitud. Finalmente, saqué el cuchillo y traté de hacer en la superficie vítrea y fantasmal una raya o algo que pudiese reconocer con la mano, aun cuando no tuviese la ventaja de verlo desde lejos. Sin embargo, fue inútil: la hoja no hizo la más ligera señal en esta sustancia desconocida y desconcertante.

Fracasados todos los intentos de dejar alguna huella, busqué el recinto central valiéndome de la memoria. Resultaba más fácil volver a dicha habitación que seguir una trayectoria concreta y predeterminada en dirección opuesta, y no tuve dificultad en llegar a ella. Esta vez consigné en mi rollo de anotaciones cada uno de los giros que hice, trazando un diagrama rudimentario e hipotético de mi trayecto, y marcando todos los corredores que salían de él. Por supuesto, fue un trabajo exasperantemente lento, ya que tenía que determinarlo todo por el tacto, y las posibilidades de error eran infinitas; pero pensaba que al final daría resultado.

El largo crepúsculo de Venus estaba muy avanzado cuando llegué al recinto central, pero aún tenía esperanzas de salir antes de que se hiciera de noche. Al comparar mi reciente diagrama con lo que recordaba de antes pensé que había localizado mi error inicial; así que emprendí confiadamente la marcha a lo largo de los corredores invisibles, me desvié más a la izquierda que en mis intentos anteriores y procuré consignar mis giros, en el rollo de notas, por si me equivocaba otra vez. En las crecientes sombras podía divisar la oscura silueta del cadáver, ahora centro de una nube repugnante de moscas farnoth. No tardarían mucho en acudir de la llanura los sificligs que habitan en el barro, y completar la obra macabra. Me acerqué al cadáver con cierta renuencia; y me dispuse a pasarlo, cuando una colisión repentina contra el muro me reveló que me había extraviado de nuevo.

Ahora comprendí claramente que estaba desorientado. Las complicaciones de ese edificio eran excesivas para darles una solución improvisada, y sin duda tendría que hacer cuidadosas comprobaciones si quería tener alguna esperanza de salir. No obstante, estaba deseoso de llegar a terreno seco antes de que cerrase la noche; de modo que retrocedí una vez más al centro para efectuar una serie de intentos al azar, tomando nota de todo a la luz de mi lámpara eléctrica.

Al encenderla comprobé con atención que no producía reflejos -ni el más ligero destello- en los muros transparentes que me rodeaban. Pero no me sorprendió, ya que el sol tampoco había producido ningún reflejo en el extraño material.

Aún andaba a tientas cuando cayó la noche por completo. Una especie de niebla oscureció la mayoría de las estrellas y planetas, pero la tierra seguía vanamente visible como un punto incandescente, verde azulado, en el sudeste. Acababa de rebasar su cenit, y habría ofrecido una visión gloriosa en su telescopio. Incluso podía distinguir la luna junto a ella, cuando los vapores se disipaban momentáneamente. Ahora era imposible ver el cadáver -mi único punto de referencia-; de modo que, tras algunas vueltas equivocadas, regresé torpemente a la cámara central. Al fin y al cabo, había perdido toda esperanza de dormir en terreno seco. No podía hacer nada hasta el amanecer; por tanto, debía descansar aquí como pudiera. No resulta agradable tumbarse en el barro; pero podía hacerlo, enfundado en mi traje de cuero. En otras expediciones había dormido en peores condiciones incluso, y ahora el agotamiento me ayudaría a vencer mi repugnancia.

Así que aquí estoy, en cuclillas en el limo del recinto central, redactando estas notas en el rollo de anotaciones, a la luz de mi lámpara eléctrica. Hay algo casi humorístico en esta extraña, inusitada y comprometida situación. ¡Perdido en un edificio sin puertas, en un edificio que no puedo ver! Evidentemente, saldré mañana temprano, y hacia el atardecer estaré en Terra Nova con el cristal. Desde luego, es una preciosidad, y tiene un brillo sorprendente aun a la luz débil de esta lámpara. Acabo de examinarlo. A pesar de mi cansancio, el sueño tarda en llegar, así que estoy escribiendo largo y tendido. Debo dejarlo ya. En este lugar no hay peligro de que me molesten esos malditos nativos. Lo que menos me gusta es el cadáver; pero afortunadamente mi máscara de oxígeno me salva de los peores efectos. Voy gastando los cubos de clorato muy espaciadamente.

Tomaré un par de tabletas alimenticias ahora, y trataré de dormir. Ya seguiré

Más tarde: 13, VI; por la tarde

Han surgido más dificultades de las que esperaba. Todavía estoy en el edificio, y tendré que obrar con rapidez y prudencia si quieto descansar en terreno secó esta noche. Tardé en dormirme, y no me he despertado hasta este mediodía. Desde luego, habría dormido bastante más, de no haber sido por el deslumbrante sol que se filtraba a través de la neblina. El cadáver ofrecía un espectáculo bastante desagradable: era un hervidero de sificligs, y tenía tina nube de moscas farnoth a su alrededor. Algo le había apartado el casco de la cara y preferí no mirársela. Me alegré doblemente de llevar mi máscara de oxígeno, al pensar en la situación.

Por último, me sacudí, me sequé, tomé un par de tabletas alimenticias y puse un nuevo cubo de clorato potásico en el electrolizador de la máscara. Voy consumiendo despacio los cubos, pero me habría gustado tener más abundante provisión. Me sentía mucho mejor después del sueño, y esperaba salir del edificio en seguida.

Al consultar las notas y bocetos que había tomado, me quedé impresionado ante la complejidad de los corredores y la posibilidad de haber cometido una equivocación fundamental. De las seis aberturas que salían del espacio central, había elegido la que creía que era aquella por la cual había entrado, guiándome por la disposición de ciertos elementos del paisaje. Situado exactamente en la entrada, el cadáver, a una distancia de cincuenta yardas, se encontraba en línea recta con un lepidodendro particular del bosque lejano. Ahora se me ocurrió que quizá este punto de referencia no era suficientemente preciso: la distancia del cadáver hacía que la diferencia de dirección respecto al horizonte fuese relativamente pequeña al mirar desde las aberturas próximas a la de mi primera entrada. Además, el árbol no se diferenciaba demasiado de otros lepidodendros que había en el horizonte.

Al someter todo esto a comprobación descubrí, para mi desencanto, que no estaba seguro de cuál de las aberturas era la correcta. ¿Había recorrido una serie de pasillos distintos en cada intento de salida? Esta vez me aseguraría. Se me ocurrió que a pesar de la imposibilidad de marcar un rastro había una señal que yo podía dejar. Aunque no era posible desprenderme del traje, podía prescindir del casco debido a mi espesa mata de pelo; era lo bastante grande y claro como para destacar sobre el barro líquido. Así que me quité el accesorio semiesférico, y lo deposité en la entrada de uno de los corredores; el de la derecha, de los tres que iba a explorar.

Seguiría dicho corredor en la suposición de que era el que buscaba, repitiendo las vueltas que me parecían las adecuadas, tomando notas y consultándolas constantemente. Si no salía, iría eliminando sistemáticamente todas las variantes posibles, y si esto no daba resultado, continuaría explorando de la misma forma los callejones que salían de la siguiente abertura, a partir de la tercera entrada.

Tarde o temprano, no tenía más remedio que dar con el camino de salida, pero debía tener paciencia. Aun en el peor de los casos, llegaría a campo abierto a tiempo para poder dormir en terreno seco.

Los resultados inmediatos fueron más bien desalentadores, aunque me ayudaron a descartar la abertura de la derecha en poco más de una hora. De esta entrada parecía arrancar tan sólo una serie de callejones sin salida, cada uno de los cuales terminaba bastante lejos del cadáver; y muy pronto vi que no figuraban en absoluto en los recorridos de la tarde anterior. Como en las demás ocasiones, no obstante, me resultaba relativamente fácil volver a tientas a la cámara central.

Hacia la una de la tarde cambié el casco a la siguiente abertura y empecé a explorar los corredores que partían de ella. Al principio me pareció reconocer sus vueltas, pero no tardé en encontrarme en una serie de corredores completamente desconocidos. No conseguí acercarme al cadáver, ni pude llegar a la cámara central tampoco, aun cuando había tomado nota de todos los movimientos efectuados. Al parecer, había giros engañosos y cruces demasiado sutiles para poderlos representar en mis rudimentarios diagramas; y empecé a experimentar una mezcla de ira y de desaliento. Aunque la paciencia acabaría por triunfar, comprendí que mi búsqueda debía ser minuciosa, incansable, prolongada.

A las dos me encontraba vagando aún inútilmente por los extraños corredores, palpando sin parar, mirando alternativamente el casco y el cadáver, y anotando datos en mi rollo con menos confianza cada vez. Maldije la estupidez y la vana curiosidad que me había arrastrado al interior de esta maraña de muros invisibles; pensaba que si hubiera renunciado a la exploración y hubiese regresado tan pronto como le quité el cristal al cadáver, a estas horas estaría a salvo en Terra Nova.

De repente se me ocurrió que podía excavar un túnel con el cuchillo por debajo de los muros invisibles, y atajar así hasta el exterior, o hasta algún corredor que condujese afuera. No había medio de saber la profundidad que tenían los cimientos de este edificio, pero el omnipresente barro indicaba que no había más piso que la tierra. Me puse de cara al cadáver cada vez más distante y horrible, y empecé a cavar febrilmente con la ancha y afilada hoja del cuchillo.

Había unas seis pulgadas de barro semilíquido, por debajo de las cuales la densidad del suelo aumentaba bruscamente. Esta tierra inferior parecía ser de color distinto; era una tierra grisácea como la de las formaciones próximas al polo norte de Venus. A medida que ahondaba al pie de la barrera invisible, el suelo se iba volviendo más duro. El barro acuoso inundaba mi excavación tan pronto como extraía la arcilla; pero yo llegaba al fondo a través de él y seguí trabajando. Si lograba abrir un acceso por debajo del muro, el barro no me impediría cruzarlo.

A unos tres pies, sin embargo, la dureza del suelo me obligó a interrumpir la excavación. Su tenacidad era superior a la de todo lo que había encontrado hasta entonces aun en ese planeta, y estaba acompañada de una anómala pesantez. Mi cuchillo tenía que hender y astillar la arcilla apretada, y los fragmentos que sacaba eran como piedras sólidas o trozos de metal. Finalmente, incluso este hender y astillar se hizo imposible, y tuve que desistir sin haber alcanzado el borde inferior del muro.

La hora larga empleada en ese intento ha resultado cara e infructuosa, ya que me ha hecho gastar grandes reservas de energía, me ha obligado a tomar una tableta extra de alimento y a poner un cubo más de clorato en la máscara de oxígeno.

Ha supuesto también un retraso en mi exploración a tientas, porque. todavía me siento demasiado cansado para proseguir la marcha. Después de limpiarme un poco las manos y los brazos me he sentado a escribir estas notas, apoyado contra una pared invisible y de espaldas al cadáver.

Este cadáver ya no es más que una masa hirviente de gusanos; el olor ha empezado a atraer a los viscosos akmans de la selva lejana. Observo que muchas de las yerbas efjeh de la llanura alargan sus tallos necrófagos hacia él; pero dudo que sean lo bastante largos como para alcanzarlo. Quisiera que apareciesen organismos carnívoros del tipo de los skorabs, porque entonces podrían olerme y abrirse paso por el edificio hasta mí. Los seres así tienen un sentido primitivo de la dirección. Podría verlos venir, y anotar el camino aproximado que recorren, en caso de que no siguieran una línea continua. Serían una gran ayuda. En cuanto los tuviera delante, podría aniquilarlos con la pistola.

Pero no hay esperanza de que ocurra nada de eso. Ahora que he terminado de anotar todo esto, descansaré un rato; después exploraré un poco más. Tan pronto como vuelva a la cámara central, cosa que deberá ser bastante fácil, examinaré la abertura del extremo a la izquierda. Quizá consiga salir hacia el atardecer.

13, VI; por la noche

Ha surgido una nueva dificultad. Me va a resultar tremendamente difícil salir, ya que hay factores cuya existencia no había sospechado siquiera. Pasará otra noche aquí, en el barro, y mañana reanudaré la lucha. Interrumpí el descanso, me levanté y me puse otra vez en marcha, a tientas, a las cuatro de la tarde. Unos quince minutos después llegué a la cámara central y señalé con el casco el último de los tres accesos posibles. Al adentrarme por esa abertura, me pareció que su recorrido me era más familiar; pero menos de cinco minutos después me detuve ante una visión que me sobresaltó sobremanera.

Era un grupo de cuatro o cinco de esos detestables hombres-lagartos que habían salido del lejano bosque del otro lado de la llanura. A esa distancia no los distinguía con claridad, pero me pareció que se detenían, se volvían hacia los árboles gesticulando y a continuación se les unía una docena más. El incrementado grupo se dirigió directamente hacia el edificio invisible, y cuando estuvieron cerca les observé atentamente. Nunca había visto a esos seres a tan corta distancia, fuera de las sombras vaporosas de la selva.

Su semejanza con los reptiles era perceptible, aunque yo sabía que era sólo aparente, ya que estas criaturas no tienen nada en común con la vida terrestre. Al aproximarse más, me di cuenta de que el parecido con los reptiles no era tan grande: sólo la cabeza aplastada y la piel verdosa y resbaladiza de batracio sugería tal asociación. Caminaban sobre sus extraños y gruesos muñones, y sus ventosas producían curiosos ruidos en el barro. Eran de unos siete pies de altura, un tamaño normal, con cuatro largos y filamentosos tentáculos pectorales. Los movimientos de esos tentáculos -si las teorías de Fogg, Ekbcrg y Janat son correctas, cosa que antes dudaba pero que ahora estoy más inclinado a creer- indicaban que sostenían una animada conversación.

Saqué la pistola lanzallamas y me apresté a entablar una enconada lucha. Mi situación era apurada, pero el arma me daba cierta ventaja. Si esas criaturas conocían el edificio, entrarían a buscarme, y esto me daría la clave de la salida; lo mismo que podían haber hecho los carnívoros skorahs. Parecía seguro que me iban a atacar, pues aunque no veían el cristal que yo llevaba en el bolsillo, podían adivinar su presencia gracias a su especial sensibilidad.

Sin embargo, sorprendentemente, no me atacaron. Al contrario, se separaron y formaron un gran círculo a mi alrededor, a una distancia que indicaba que se habían pegado al muro invisible. De pie, en círculo, aquellos seres me miraban en silencio, inquisitivamente, moviendo los tentáculos, asintiendo a veces con la cabeza y gesticulando con sus miembros superiores. Un rato después vi surgir del bosque a unos cuantos más; avanzaron y se unieron a la multitud curiosa.

Los que estaban cerca del cadáver lo miraron brevemente, pero no hicieron ningún ademán para moverlo. Ofrecía un espectáculo horrible; sin embargo, a los hombres-lagartos eso parecía tenerles completamente sin cuidado. De cuando en cuando uno de ellos ahuyentaba alguna mosca farnoth con sus extre- midades o tentáculos, o aplastaba con las ventosas de sus muñones algún sificlig o contorsionante akman, o alguna yerba efjeh que se estiraba.

Me quedé mirando a esos intrusos grotescos e inesperados, preguntándome con inquietud por qué no atacaban de una vez, y perdí momentáneamente mi fuerza de voluntad y energía para proseguir la búsqueda de la salida. En vez de eso, me apoyé desmayadamente contra el muro invisible del corredor donde estaba, dejando que mi asombro se resolviese gradualmente en una disparatada sucesión de especulaciones. Un centenar de enigmas que me habían tenido perplejo parecieron adquirir de repente un significado nuevo y siniestro; y me estremecí, dominado por un miedo distinto de cuanto había experimentado hasta ahora.

Creí saber por qué estos seres repulsivos merodeaban expectantes a mi alrededor. Asimismo, me pareció comprender al fin el misterio del edificio transparente. El seductor cristal que yo había cogido, el cadáver del hombre que lo había cogido antes que yo... , todas estas cosas empezaron a adquirir un significado sombrío y amenazador.

No era una serie casual de contratiempos lo que había hecho que me extraviara en esta maraña de corredores invisibles y sin techo. Indudablemente, se trataba de un auténtico laberinto; de un laberinto construido deliberadamente por estos seres infernales cuyo ingenio y mentalidad había subestimado yo tan lamentablemente. ¿No podía haberlo sospechado antes, conociendo sus inusita- das habilidades arquitectónicas? Estaba bien claro su objetivo. Era una trampa; una trampa destinada a atrapar seres humanos, con el esferoide de cristal como cebo. Estas criaturas reptiles, en guerra con los recolectores de cristales, habían recurrido a la estrategia y estaban utilizando nuestra propia codicia en contra nuestra.

Dwight -si es que este cadáver putrefacto es efectivamente él- ha sido una víctima. Tal vez cayó en la trampa hace algún tiempo y no consiguió dar con la salida. Sin duda le enloqueció la falta de agua, y puede que se le agotaran también los cubos de clorato. Quizá no se le desprendiera accidentalmente la máscara. Es más probable que se suicidara antes que afrontar una muerte lenta.

Había preferido quitarse la máscara deliberadamente, dejando que la atmósfera letal actuase en él de forma instantánea. La horrible ironía de su destino radicaba en su posición: había caído a unos pies de la salida salvadora sin haberla podido encontrar. Un minuto más y se habría salvado.

Y ahora era yo quien estaba atrapado. Atrapado y con esta horda de curiosos mirones que me cercaban dispuestos a reírse de mi situación. La idea era enloquecedora, y, al darme cuenta del trance en que me encontraba, me invadió un súbito sentimiento de pánico que me impulsó a correr sin rumbo por los pasillos invisibles. Durante unos momentos no tuve conciencia de lo que hacía: tropezaba, trastabillaba, chocaba contra las paredes invisibles; finalmente caí en el barro como un montón jadeante y lacerado de carne ensangrentada y sin conciencia.

La caída me calmó un poco, de forma que cuando me puse trabajosamente en pie pude reconocer las cosas y ejercitar la razón. Los mirones que me rodeaban agitaban sus tentáculos de una manera rara e irregular que sugería una especie de risa maliciosa y extraña, por lo que les mostré el puño salvajemente mientras me levantaba. Mi gesto pareció aumentar su risa, y unos cuantos me imitaron torpemente con sus verdosos miembros superiores. Avergonzado, traté de serenar mis facultades y analizar la situación.

Al fin y al cabo no me sentía tan mal como debió de sentirse Dwight. A diferencia suya, sabía cuál era mi situación... , y hombre prevenido vale por dos.

Yo tenía pruebas de que al final se podía alcanzar la salida, y no repetiría su trágico acto de impaciente desesperación. El cadáver - o el esqueleto que ya no tardaría en ser- estaba constantemente delante de mí indicando como un guía la buscada abertura; y una paciente tenacidad me conduciría inevitablemente a ella, si perseveraba con inteligencia y sin desfallecer.

Tenía, sin embargo, la desventaja de estar cercado por esos demonios reptiles.

Ahora que había comprendido la naturaleza de la trampa - cuyo material invisible denotaba una ciencia y una tecnología superiores a las de la Tierra-, no podía ya menospreciar la mentalidad y los recursos de mis enemigos. Incluso con mi pistola lanzallamas me vería en apuros para escapar; aunque la decisión y la rapidez podían ayudarme a salir de esta situación.

Pero antes tenía que llegar al exterior, a menos que pudiera atraer o provocar a alguna de estas criaturas, y hacerla avanzar hacia mí. Cuando preparaba la pistola para la acción, y hacía el recuento de mi abundante provisión de municiones, se me ocurrió probar el efecto de sus descargas sobre los muros invisibles. ¿Se me había pasado por alto un medio factible de escapar? No tenía ningún indicio sobre cuál podía ser la composición química de esa barrera transparente, pero quizá pudiera cortarla una lengua de fuego como si fuese de queso. Eligiendo una sección que estaba frente al cadáver, descargué la pistola a corta distancia de ella, y hurgué con el cuchillo el punto al que había dirigido la llama. Nada había cambiado. Había visto desparramarse la llama al chocar contra la superficie, y ahora comprobé que mis esperanzas habían sido vanas.

Sólo una larga y tediosa búsqueda de la salida podía sacarme al exterior.

Así que me tragué otra tableta alimenticia, puse otro cubo en el electrolizador de la máscara y reanudé la interminable marcha; volví a la cámara central y empecé de nuevo. Consulté constantemente mis notas y bocetos, hice otros nuevos, registré una tras otra las falsas vueltas y anduve tambaleándome hasta que casi desapareció la luz de la tarde. Y mientras persistía en mi búsqueda, observaba de cuando en cuando el círculo de miradas burlonas, y notaba un relevo periódico en sus filas. A cada instante se retiraba al bosque algún pequeño grupo, y venía otro a ocupar su puesto. Cuanto más pensaba en sus tácticas, más intranquilo me sentía, ya que me daban una idea de las intenciones de estos seres. Podían entrar a presentarme batalla en cualquier momento; pero parecía que preferían observar mis esfuerzos por escapar. No podía por menos de pensar que disfrutaban con el espectáculo... , y esto hacía que me horrorizara aún más la perspectiva de caer en sus manos.

Al hacerse de noche, dejé de buscar, y me senté en el barro a descansar. Ahora estoy escribiendo a la luz de la lámpara, y dentro de un momento trataré de dormir un poco. Confío en poder salir mañana, ya que el agua de mi cantimplora está bastante menguada y las tabletas de lacol son un precario sustituto. No me atrevería a mojarme los labios con este lodo, porque el agua de las zonas emba- rradas no es potable, salvo si se destila. Esa es la razón de que hayamos instalado largas tuberías hasta las regiones de arcilla amarilla, y de que dependamos del agua de lluvia cuando esos demonios descubren las tuberías y las cortan. Tampoco me quedan demasiados cubos de clorato, así que procuraré reducir el consumo de oxígeno lo más que pueda. Mi intento de practicar un túnel esta tarde, y mi posterior huida aterrada, me han hecho gastar una peligrosa cantidad de aire. Mañana reduciré al mínimo el esfuerzo físico, hasta que me enfrente con los reptiles y tenga que habérmelas con ellos? Debo conservar una provisión suficiente de cubos para el regreso a Terra Nova. Mis enemigos siguen ahí; un círculo de débiles antorchas me rodea. Hay algo espantoso en estas luces que me mantienen despierto.

14, VI; por la noche

¡Otro día entero de búsqueda, sin haber dado con la salida! Está empezando a preocuparme la escasez de agua, ya que a mediodía se me quedó vacía la cantimplora. Por la tarde cayó un chaparrón; regresé al centro de la cámara en busca del casco que señalaba el lado izquierdo, y utilizándolo como cuenco, recogí como dos tazones de agua. Me la bebí casi toda, y vertí el resto en la cantimplora. Las tabletas de lacol no alivian casi nada cuando se tiene verdadera sed; confío en que llueva más por la noche. Voy a dejar el casco boca arriba para recoger un poco si llueve. No tengo demasiadas tabletas alimenticias, aun que no me escasean peligrosamente. En adelante reduciré la ración a la mitad. Lo que verdaderamente me preocupa son los cubos de clorato, ya que incluso sin esfuerzos violentos, el estar andando sin parar todo el día ha mermado peligrosamente mis reservas. Me siento débil a causa del ahorro obligado de oxígeno, y de la sed que me aumenta constantemente. Supongo que cuando reduzca el alimento me sentiré más débil aún.

Hay algo maligno, algo misterioso, en este laberinto. Juraría que había logrado descartar ciertas vueltas con mis planos; sin embargo, cada nuevo intento parece desmentir cualquier conclusión anterior. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo perdidos que estamos cuando carecemos de puntos de referencia visuales.

Un ciego podría desenvolverse mejor... , pero para la mayoría de nosotros la vista es el rey de los sentidos. El resultado de todos estos vagabundeos infructuosos es un profundo desaliento. Comprendo lo desdichado que debió de sentirse el pobre Dwight. Su cadáver no es más que un esqueleto, y los sificligs y los akmans y las moscas fanroth han desaparecido. Las yerbas efjen mordisquean su traje de cuero, desmenuzándolo; son más largas y crecen mas de prisa de lo que creía.

Entretanto, esas tandas de mirones tentaculados continúan disfrutando, alrededor de la barrera, riéndose de mí y gozándose de mi desgracia. Como siga así un día más, enloqueceré, si es que no muero de agotamiento.

Sin embargo, no puedo hacer otra cosa que perseverar. Dwight habría salido si hubiese continuado un minuto más. Es posible que venga pronto a buscarme alguien de Terra Nova, aunque sólo hace tres días que falto. Me duelen los músculos espantosamente, y me parece que no voy a poder descansar tumbado en este barro repugnante. Anoche, a pesar de mi terrible cansancio, dormí sólo a ratos, y hoy me temo que me pasará igual. Vivo en una pesadilla interminable, entre la vigilia y el sueño, y ni estoy verdaderamente despierto, ni verdaderamente dormido. Me tiemblan las manos; no puedo seguir escribiendo de momento. Ese círculo de débiles llamas de antorcha es horrible.

15, VI; a la caída de la tarde

¡Un progreso importante! Parece que la cosa marcha. Me siento muy débil, y no dormí mucho hasta el amanecer. Entonces dormité hasta mediodía, aunque sin descansar en absoluto. No ha llovido, y la sed me ha debilitado mucho. Tomé una tableta extra de alimento para mantenerme; pero sin agua, no me ha servido de mucho. Intenté probar un poco de agua embarrada por una sola vez, pero me produjo violentas náuseas y me dejó más sediento que antes. Tenso que ahorrar cubos de clorato, y la falta de oxígeno me tiene casi sofocado. No puedo caminar durante mucho tiempo, aunque me las arreglo para arrastrarme por el barro. Hacia las dos me pareció reconocer algunos corredores, y llegué a acercarme al cadáver - o esqueleto- - más que en los primeros intentos del día. Una de las veces me desvié por un callejón lateral sin salida, pero volví al corredor principal con ayuda de mi plano y mis notas. El problema de las anotaciones es que hay demasiadas. Llevo ya unos tres pies de rollo plagados de anotaciones, y necesito detenerme mucho tiempo para desentrañarlas. La sed, la falta de agua y el agotamiento hacen que me flaquee la cabeza, y no logro entender todo lo que he escrito. Esos condenados seres verdosos siguen mirando y riendo con sus tentáculos; a veces gesticulan de una forma que me hace pensar que comparten alguna broma terrible que no alcanzo a comprender.

Eran las tres cuando di el gran paso. Se trataba de un acceso que, según mis notas, no había explorado anteriormente; y al cruzarlo descubrí que podía arrastrarme circularmente hacia el esqueleto envuelto por las enredaderas. El camino describía una especie de espiral muy semejante a aquella por la que había llegado a la cámara central. Cada vez que me tropezaba con una abertura o bifurcación debía conservar la trayectoria que más me parecía que repetía el recorrido original. A medida que pasaba más y más cerca de mi espantoso punto de referencia, los mirones de afuera intensificaban sus gestos enigmáticos y su muda risa sardónica. Era evidente que encontraban siniestramente divertidos mis progresos, sabedores de lo impotente que iba a yerme si llegaba a enfrentarme con ellos. Me limité a dejarles que rieran, porque si bien me daba cuenta de mi extraordinaria debilidad, contaba con una pistola y cargas de repuesto para abrirme paso entre esta falange de reptiles repugnantes.

Mis esperanzas aumentaron prodigiosamente, aunque no intenté ponerme de pie.

Ahora era mejor ir a rastras, y ahorrar fuerzas para el próximo enfrentamiento con los hombres-lagartos. Avanzaba muy despacio, y el peligro de extraviarme por algún callejón sin salida era grande; de todos modos, me pareció que recorría una curva que iba directamente hacia mi óseo objetivo. Tal perspectiva me infundió nuevas fuerzas, y por el momento dejé de pensar en mis dolores, en la sed y en la escasez de provisiones. Las criaturas se apiñaban ahora junto a la entrada, gesticulando, saltando y riendo con sus tentáculos. Pensé que no tardaría en enfrentarme con la horda entera... y quizá con los refuerzos que sin duda recibirían del bosque.

Ahora estoy a unas yardas tan sólo del esqueleto; me he detenido para escribir estas notas, antes de irrumpir en medio de esa horda de entidades inmunda.

Tengo la seguridad de que mi último átomo de fuerzas los va a poner en fuga, pesar de su número, ya que el alcance de mi pistola es muy grande. Después acamparé en el musgo seco del borde de la meseta, y por la mañana emprenderé la penosa marcha por la selva, hasta Terra Nova. Me alegrará ver hombres vivos y edificios de seres humanos otra vez. Los dientes de ese cráneo brillan y sonríen horriblemente.

15, VI; hacia el anochecer

Horror y desesperación. ¡Me he vuelto a desviar! Después de hacer la anotación anterior, me acerqué aún más al esqueleto; pero de repente tropecé con una pared que se interponía. tina vez más me había equivocado, y al parecer me encontraba en el sitio en que había estado hace tres días, cuando intenté salir del laberinto por primera vez. No sé si grité... , quizá estaba demasiado débil para proferir ningún grito. Me limité a quedarme tendido en el barro, ofuscado, durante largo rato, mientras los seres verdosos del exterior saltaban y reían y gesticulaban.

Un rato después habla recobrado algo más la conciencia. La sed, la debilidad y la asfixia me estaban venciendo de prisa, y con la última pizca de fuerza que me quedaba metí un cubo en el electrolizador.. , temerariamente, sin pensar en las necesidades para el regreso a Terra Nova. El oxígeno me reanimó un poco, y me permitió mirar en torno mío con más lucidez.

Me daba la sensación de que estaba ligeramente más lejos del pobre Dwight que en mi primera decepción, y pensé ofuscado que tal vez estaba en un corredor un poquitín más alejado. Con esa pizca de esperanza seguí arrastrándome penosamente... , pero un poco más allá llegué al fondo de un callejón sin salida, como la primera vez.

Así que esto era el final. En tres días no había conseguido nada, y me encontraba sin fuerzas. No tardaría en enloquecer de sed, y no contaba ya con cubos suficientes para regresar. Me pregunté débilmente por qué esos seres de pesadilla se habían agolpado tan multitudinariamente alrededor de la entrada, burlándose de mí. Sin duda constituía parte de su burla hacerme creer que me estaba acercando a una salida que ellos sabían que no existía.

Ya no viviré mucho, aunque he decidido no precipitar el desenlace como Dwight. Su cráneo sonriente acaba de girar hacia mí, desplazado por los tallos tanteantes de una de las matas de efjeh que ahora devoran su traje de cuero. La macabra mirada de esas cuencas vacías es peor que la de esos horrorosos lagartos. Confiere un significado espantoso a la sonrisa muerta de dientes blancos.

Me echaré y me quedará muy quieto en el barro a fin de ahorrar todas las energías que pueda. Este informe - que espero que llegue a quienes vengan después de mí, y les sirva de advertencia-, concluirá muy pronto. En cuanto termine de escribir, descansará un rato. Luego, cuando sea demasiado oscuro para que esas horrendas criaturas puedan ver nada, haré acopio de las fuerzas que me quedan y trataré de lanzar el rollo por encima del muro y de los corredores a la llanura exterior. Procuraré dirigirlo hacia la izquierda, a fin de que no caiga entre la horda saltadora de burlones sitiadores. Quizá se hunda en el barro inconsistente... , pero puede que caiga en algún grupo de matas, de las que hay tantas, y vaya a parar finalmente a manos de los hombres.

Si sobrevive, y llega a ser leído, confío que sirva para algo más que para advertir a los hombres de la existencia de esta trampa. Espero que enseñe a nuestra especie a dejar donde están esos cristales brillantes. Pertenecen sólo a Venus.

Nuestro planeta no los necesita verdaderamente; y creo que hemos violado alguna ley misteriosa, alguna ley profundamente oculta en los arcanos del cos- mos, al tratar de apoderarnos de ellos. ¿Quién sabe qué fuerzas oscuras, poderosas y omnipresentes empujan a estos seres reptiles a guardar tan extrañamente su tesoro? Dwight y yo hemos pagado nuestra codicia, como la pagaron y la pagarán otros. Pero tal vez estas muertes aisladas no sean sino un preludio de nuevos y más tremendos horrores. Dejemos a Venus lo que sólo pertenece a Venus.

Siento la muerte muy cerca, y temo no poder lanzar el rollo cuando oscurezca.

Si no puedo, supongo que los hombres-lagartos se apoderarán de él; porque sin duda comprenderán de qué se trata. No quieren que nadie sospeche la existencia del laberinto, y no sabrán que mi mensaje constituye un alegato en favor de ellos. A medida que se acerca el final, me siento más inclinado a juzgar con benevolencia los acontecimientos. A escala cósmica, ¿quién sabe qué especie es superior, o se acerca más a la norma orgánica espacial, si la de ellos o la mía? Acabo de sacar el cristal de la bolsa para contemplarlo en mis últimos momentos. Brilla violenta, amenazadoramente, con los rayos rojos del día agonizante. La inquieta horda se ha dado cuenta, y sus gestos han cambiado de una forma que no puedo entender. Me pregunto por qué siguen apiñados en la entrada, en vez de concentrarse en un punto más cercano a mí, junto al muro transparente.

Me estoy quedando entumecido, y no puedo escribir. Las cosas giran a mi alrededor, aunque no pierdo el conocimiento. ¿Podré lanzar esto por encima del muro? ¡Cómo brilla este cristal, a pesar de que está anocheciendo!

Es de noche. Estoy muy débil. Aún ríen y saltan en la entrada, y han encendido sus condenadas antorchas.

¿Se van? He soñado que oía un ruido... , luz en el cielo.

INFORME DE WESLEY P. MILLER, JEFE DEL GRUPO A, VENUS CRYSTAL Co.

(Terra Nova, Venus: 36, VI)

Nuestro operario A-49, Kenton J. Stanfield, de Marshall Street 5317, Richmond, Va., salió de Terra Nova en la madrugada del día 12, VI, para efectuar un breve recorrido señalado por el detector. Debía estar de regreso el 13 o el 14. Dado que el 15 por la noche aún no había vuelto, salí en el avión de reconocimiento FR-58 con cinco hombres a mis órdenes, a fin de seguir su ruta con ayuda del detector. La aguja indicadora no señalaba cambio alguno respecto de las anteriores lecturas.

Seguimos la aguja hasta la región de las tierras altas Ericianas, iluminando todo el trayecto con potentes proyectores. Los lanzallamas de triple fila y los cilindros de radiación D estaban preparados para dispersar cualquier contingente ordinario de nativos hostiles, o neutralizar cualquier agresión peligrosa de skorahs carnívoros.

Cuando sobrevolábamos la planicie despejada de Eryx divisamos un grupo de luces que se movía, y comprendimos que eran antorchas de nativos. Al acercarnos, se dispersaron y echaron a correr hacia el bosque. Serían unos setenta y cinco o cien en total. El detector indicaba la presencia de un cristal en el lugar donde habían estado. Descendimos, y nuestras luces revelaron dos objetos en el suelo. Un esqueleto enredado en tallos de efjeh, y un cadáver entero a diez pies de él. Dirigimos el avión hacia los cuerpos, y el extremo de un ala chocó contra un obstáculo invisible.

Al acercarnos a pie a los cadáveres, tropezamos con una barrera lisa, invisible, que nos desconcertó enormemente. Tanteándola no lejos del esqueleto, dimos con una abertura, que daba a un espacio en el que se abría otra abertura que conducía hasta el esqueleto. Junto a él, aunque la vegetación le había devorado la ropa, estaba su casco metálico numerado de la compañía. Era el operario B-9, Frederick N. Dwight, de la división de Koenig, que había salido de Terra Nova hacía dos meses para llevar a cabo una larga misión.

Entre este esqueleto y el cadáver intacto había otro muro, pero pudimos identificar con facilidad al segundo hombre como Stanfield. Tenía un rollo de notas en la mano izquierda y una pluma en la derecha; al parecer estaba escribiendo cuando le sobrevino la muerte. No se veía ningún cristal; sin embargo, el detector indicaba la presencia de un enorme ejemplar cerca del cuerpo de Stanfield.

Nos costó mucho llegar hasta Stanfield, pero finalmente lo conseguimos. El cuerpo estaba aún caliente, y descubrimos un gran cristal junto a él, cubierto por el. barro semilíquido. Examinamos inmediatamente el rollo de notas de su mano izquierda, y nos dispusimos a tomar ciertas precauciones, de acuerdo con sus datos. El contenido del rollo consiste en la larga relación que antecede a este informe; relación cuyos principales aspectos hemos comprobado, y que incluimos como explicación de lo descubierto. Los fragmentos finales de dicha relación revelan un deterioro mental; sin embargo, no hay razón para dudar de lo demás. Evidentemente, Stanfield murió a causa de la sed, la asfixia, la tensión cardíaca y la depresión psíquica. Tenía puesta la máscara, que seguía generando oxígeno a pesar de su provisión de cubos alarmantemente escasa.

Dado que nuestro avión había quedado averiado, llamamos por radio a Anderson para que acudiera con el avión de reparaciones FG-7, un grupo de mecánicos, una brigada de demolición y un equipo de material explosivo. Por la mañana quedó reparado el FH-58, y regresamos remolcados por Anderson, llevándonos los dos cadáveres y el cristal. Enterraremos a Dwight y a Stanfield en el cementerio de la compañía, y embarcaremos el cristal con destino a Chicago en la primera nave que salga para la Tierra. Después seguiremos la sugerencia de Stanfield - la que hay en la primera parte, más equilibrada, de su informe-, y traeremos tropas suficientes para acabar con todos los nativos. Despejado el campo, la cantidad de cristales que podremos recoger puede ser ilimitada.

Por la tarde estudiamos el edificio o trampa invisible con suma precaución; lo exploramos con ayuda de largas cuerdas de guía, y levantamos un plano completo para nuestros archivos, Su trazado nos ha dejado impresionados, y hemos guardado muestras de la sustancia para su análisis químico. Todos estos conocimientos serán útiles cuando nos ocupemos de las diversas ciudades de los nativos. Nuestros taladros de diamante tipo C han conseguido barrenar el material invisible, y la brigada de demolición está colocando la dinamita para volarlo. Cuando hayamos terminado no quedará nada. El edificio representa una clara amenaza tanto para el tráfico aéreo como para cualquier otro.

Al examinar el plano del laberinto, uno se siente impresionado no sólo por la ironía del destino de Dwight, sino por la de Stanfield también. Cuando tratamos de llegar al segundo cuerpo desde el esqueleto, no encontramos ningún acceso a la derecha, pero Marheim dio con una entrada desde el primer espacio interior, a unos pies de Dwight, y a cuatro o cinco de Stanfield. A continuación de esa entrada había un amplio vestíbulo que no exploramos hasta después, pero a la derecha de dicho vestíbulo había otra entrada que conducía directamente al cadáver. Stanfield habría podido salir al exterior veintidós o veintitrés pies más adelante, si hubiese encontrado la abertura que tenía justamente detrás... , abertura que se le había pasado por alto a causa de su agotamiento y desesperación.

 

Howard Phillips Lovecraft

 

Tren al infierno

Tren al infierno


That Hell-Bound Train (1958)
Premio Hugo (1958) al mejor relato

 

Cuando Martin era un niño pequeño, su papito era ferroviario. Papito nunca viajaba en los trenes, pero caminaba a lo largo de las vías del CB&Q, y estaba orgulloso de su tarea. Y cada noche, cuando se emborrachaba, cantaba esa vieja canción acerca de Ese tren al infierno.
Martin no podía recordar nada de las letras, pero no podía olvidar la forma en que su papito las cantaba. Y cuando papito cometió el error de ya estar borracho por la tarde, y quedó aplastado entre un vagón cisterna de la Pennsy y un vagón de bordes bajos de la AT&SF, Martin se preguntó por qué la Hermandad no cantaba esa canción en su funeral.
Después de eso, las cosas no fueron demasiado bien para Martin, pero de alguna manera siempre recordaba la canción de papito. Cuando mamita se largó un día con un viajante de comercio de Keokuk (papito debió agitarse en su tumba, al saber que había hecho tal cosa, y además con un pasajero), Martin tatareaba para sí mismo la tonadilla cada noche, en el orfanato. Y cuando el mismo Martin se escapó, acostumbraba a silbar bajito la canción, por la noche, en los bosques, cuando los otros vagabundos estaban dormidos.
Martin erró por los caminos durante cuatro o cinco años antes de darse cuenta de que no iba a ninguna parte. Naturalmente, probó fortuna en muchas cosas: recogiendo frutas en Oregón, limpiando platos en Montana, robando tapacubos en Denver y neumáticos en Oklahoma City, pero para entonces ya había cumplido seis meses en los campos de trabajo de Alabama, y sabía que no había futuro alguno en vagabundear de aquella manera.
Así que trató de meterse en el ferrocarril como su papito, pero le dijeron que los tiempos eran malos.
Aunque Martin no podía mantenerse alejado del ferrocarril. Siempre que viajaba, lo hacía en tren: prefería meterse de polizón en un tren de carga que iba hacia el norte con un tiempo bajo cero, que mover el pulgar para que lo llevase un Cadillac en dirección a Florida. Siempre que lograba hacerse con una lata de cerveza, se quedaba sentadito en un cómodo y confortable paso de aguas bajo la vía, pensaba en los viejos tiempos, y a menudo canturreaba la canción acerca de Ese tren al infierno. Aquel era el tren en el que viajaban los borrachos y los pecadores: los jugadores y los que aceptan sobornos, los manirrotos, los donjuanes, toda esa alegre compañía. Sería realmente hermoso el poder hacer un viaje con tan buena gente, pero a Martin no le gustaba pensar en lo que sucedía cuando aquel tren llegaba finalmente a la Estación de Allá Abajo. No quería imaginarse el pasarse la eternidad haciendo de fogonero en las calderas del infierno, sin ni siquiera un sindicato que lo protegiese. No obstante, sería un hermoso viaje. Si es que existiese algo así como un Tren al Infierno. Que, naturalmente, no lo había.
Al menos, Martin no pensaba que existiese, hasta aquella tarde, cuando se halló caminando sobre las traviesas en dirección al sur, justo pasado Appleton Junction. La noche era fría y oscura, como son las noches de noviembre en el valle del río Fox, y sabía que tendría que llegar hasta Nueva Orleáns para pasar el invierno o quizá hasta Texas. Por algún motivo, no tenía muchas ganas de ir, aunque había oído contar que algunos de aquellos coches de Texas llevaban tapacubos de oro macizo.
No señor, las raterías no habían sido hechas para él. Eran peor que un pecado: no eran provechosas. Lo bastante malas para ser obra del diablo, pero además con mala pata. Quizá fuera mejor que dejase que el Ejército de Salvación lo regenerase.
Caminaba canturreando la canción de papito, esperando que un mercancías saliese de la estación tras él. Debería agarrarlo... no tenía otra cosa que pudiera hacer.
Pero el primer tren en venir llegaba en el otro sentido, rugiendo hacia él a lo largo de la vía del sur.
Martin atisbo hacia adelante, pero sus ojos no igualaban a sus oídos, y por el momento lo único que podía captar era el sonido. Era un tren, seguro; notaba como el acero se estremecía y cantaba bajo sus pies. Y, no obstante, ¿cómo podía ser eso? La estación más cercana hacia el sur era Meenah-Menasha, y no tenía que salir nada de allí en muchas horas.
Las nubes colgaban espesas por encima, y las neblinas rodaban sobre los campos como una sábana fría en aquella noche de noviembre. Aún así, Martin debería haber sido capaz de ver el faro de la locomotora mientras el tren se le acercaba. Pero sólo escuchaba el silbato, chillando desde las oscuras fauces de la noche. Martin podía reconocer el equipo de casi todas las locomotoras jamás construidas, pero nunca había oído un silbato que sonase como ése. No estaba haciendo señales: estaba aullando como un alma perdida.
Se hizo a un lado, pues el tren estaba ya casi encima de él. Y, repentinamente, allí estaba, alzándose sobre los rieles y chirriando para detenerse en menos tiempo de lo que hubiera creído posible. Las ruedas no habían sido aceitadas, porque rechinaban como los condenados, pero el tren se detuvo, y los chirridos murieron para dejar paso a una serie de profundos gruñidos. Y Martin alzó la vista y vio que era un tren de pasajeros. Era grande y negro, sin una sola luz que brillase en la cabina de la locomotora ni en ninguno de los vagones de la larga hilera. Martin no podía ver ningún letrero en sus costados, pero estaba bastante seguro de que aquel tren no pertenecía a la Northwestern Road.
Aún estuvo más seguro cuando vio al hombre que bajaba del primer vagón. Había algo raro en la forma en que caminaba, como si arrastrase uno de sus pies, así como en el farol que llevaba. Éste estaba apagado, y el hombre lo acercó a su boca y sopló, e instantáneamente brilló rojizo. Uno no tiene que ser miembro de la Hermandad de Ferroviarios para saber que ésta es una extraña manera de encender un farol.
Mientras la figura se aproximaba, Martin reconoció la gorra de revisor encasquetada en la cabeza, y esto le hizo sentirse mejor por un instante... hasta que se fijó en que la llevaba un poco demasiado alta, como si hubiese algo que surgiese bajo ella, en la frente.
Sin embargo, Martin era educado, y cuando el hombre sonrió le dijo:
-Buenas noches, señor revisor.
-Buenas noches, Martin.
-¿Cómo sabe usted mi nombre?
El hombre se alzó de hombros.
-¿Y cómo supiste tú que soy el revisor?
-Lo es, ¿no?
-Para tí sí. Aunque para otra gente, en otros momentos de la vida, quizá me conozcan con otros nombres. Por ejemplo, deberías ver el aspecto que tengo cuando me presento a los tipos de Hollywood -el hombre sonrió-. Viajo mucho -explicó.
-¿Qué es lo que le trae por aquí? -le preguntó Martin.
-Vaya, deberías saber la respuesta a eso, Martin. He venido porque me necesitabas. De repente, esta noche, me di cuenta de que estabas yendo por un camino equivocado. ¿O me negarás que pensabas en unirte al Ejército de Salvación?
-Bueno... -dudó Martin.
-No te avergüences. El errar es humano, como dijo no sé quién. ¿Sería el Reader’s Digest? No importa. Lo que importa es que creí que me necesitabas. Así que cambié de vía y vine por aquí.
-¿Para qué?
-Bueno, pues para ofrecerte un viaje, naturalmente. ¿No es mejor viajar confortablemente en tren que caminar a lo largo de las frías calles tras una banda del Ejército de Salvación? Según me han dicho, es duro para los pies, y mucho más para los tímpanos.
-No estoy seguro de que sienta muchos deseos de viajar en su tren, señor -le dijo Martin-, considerando dónde probablemente acabará.
-Ah, sí, la vieja discusión -suspiró el revisor-. Supongo que prefieres algún tipo de trato, ¿no es así?
-Exactamente -contestó Martin.
-Bueno, me temo que ya no llevo a cabo ese tipo de negocios. En la actualidad, no me faltan los candidatos a pasajeros. ¿Por qué iba a ofrecerte alguna ventaja especial?
-Usted debe desearme, de lo contrario no se habría molestado en cambiar su camino para venir a buscarme.
El revisor suspiró de nuevo.
-En eso tienes razón. El orgullo ha sido siempre la peor de mis debilidades, lo admito. Y, de alguna manera, odio la idea de perderte a la competencia, después de pensar que eras mío durante todos esos años -dudó-. Sí, si insistes, estoy dispuesto a tratar contigo, según tus propios términos.
-¿Qué términos? -preguntó Martin.
-La propuesta standard: cualquier cosa que desees.
-Ah -dijo Martin.
-Pero te advierto por anticipado que no habrá trucos. Te daré cualquier deseo que me pidas, pero a cambio tienes que prometerme viajar en el tren cuando llegue tu hora.
-¿Y si no llegase nunca?
-Llegará.
-¿Y suponiendo que tuviese un deseo que me mantuviese siempre lejos de ese tren?
-No existe ese deseo.
-No esté muy seguro.
-Ése es mi problema -dijo el revisor-. Tengas lo que tengas en mente, te advierto que al final cobraré mi deuda. Y no habrá ninguno de esos milagritos de última hora. Nada de arrepentimientos en un momento, ni fraüleins rubias o astutos abogados mostrándote el camino de escapar. Te ofrezco un trato limpio. Es decir, tú tienes lo que quieres, y yo también.
-He oído que engaña a la gente. Dicen que es usted peor que un vendedor de coches usados.
-Mira, escúchame un momento...
-Me excuso -añadió apresuradamente Martin-, pero se supone que lo cierto es que no se puede fiar uno de usted.
-Lo admito. Pero por otra parte, pareces creer que tienes una vía de escape.
-Un método infalible.
-¿Infalible? ¡Muy divertido! -el hombre comenzó a carcajearse, y luego se detuvo-. Pero estamos perdiendo un tiempo muy valioso, Martin. Vamos al grano. ¿Qué es lo que quieres?
Martín inspiró profundamente:
-Quiero ser capaz de detener el tiempo.
-¿Ahora mismo?
-No. Aún no. Y no para todo el mundo. Naturalmente, me doy cuenta de que esto sería imposible. Pero quiero ser capaz de detener el tiempo para mí mismo. En una sola ocasión, en el futuro. Cuando llegue a un puente en el que sepa que estoy feliz y contento, allí quiero quedarme, pa-ra poder seguir siendo feliz por siempre.
-Es una buena petición -musitó el revisor-. Tengo que admitir que jamás había oído nada similar... Y, créeme, he algunas difíciles en mis muchos años -sonrió a Martin-. Has estado pensando mucho en esto, ¿no?
-Durante años -admitió Martin. Luego tosió-. Bueno, ¿qué es lo que dice?
-No es imposible, en los términos de tu propio sentido temporal subjetivo -murmuró el revisor-. Sí, creo que podría hacerse.
-Pero yo quiero que se detenga realmente, no simplemente imaginarlo.
-Comprendo. Puede hacerse.
-Entonces, ¿acepta?
-¿Por qué no? Te hice una promesa, ¿no? Dame la mano.
Martin dudó.
-¿Me hará mucho daño? Quiero decir que no me gusta ver sangre, y...
-¡Tonterías! Has estado escuchando un montón de bobadas. Muchacho, ya hemos sellado nuestro trato. Simplemente, quiero darte algo. La forma en que llevar a cabo tu deseo. Después de todo, nadie puede saber en qué momento decidirás ejercer tu derecho, y no puedo dejarlo caer todo y venir corriendo. Así que será mejor que puedas regular el asunto por tí mismo.
-¿Me va a dar un control del tiempo?
-Más o menos. Tan pronto como pueda decidir qué será lo más práctico -el revisor dudó-. ¡Ah, esto es justamente lo que buscaba! Toma, ten mi reloj.
Se lo sacó del bolsillo del chaleco: un reloj de ferroviario, con caja de plata. Abrió la parte trasera e hizo unos delicados ajustes; Martin intentó ver qué era exactamente lo que estaba haciendo, pero sus dedos se movían a una velocidad imposible de seguir.
-Ya está -sonrió el revisor-. Todo está dispuesto. Cuando llegue finalmente el momento en que te gustaría pararte, gira simplemente la corona al revés y quítale la cuerda al reloj hasta que se detenga. Cuando se detenga, el tiempo se detendrá para tí. ¿Te parece suficiente sencillo?
Y el revisor dejó caer el reloj sobre la mano de Martin. Éste apretó fuertemente sus dedos alrededor del mismo.
-¿No hay que hacer nada más?
-Absolutamente. Pero recuerda: sólo puedes detener el reloj en una ocasión, así que lo mejor será que estés bien seguro de sentirte satisfecho en el momento que decidas prolongar. Te aconsejo esto con toda lealtad; asegúrate muy bien en tu elección.
-Lo haré -Martin sonrió-. Y, como se ha mostrado usted tan honesto acerca de todo, yo también lo seré. Hay una cosa que parece usted haber olvidado. Realmente no importa qué momento elija, pues, en cuanto detenga el tiempo para mí mismo, eso significa que me quedaré donde estoy, por siempre. No tendré que envejecer más. Y si no sigo envejeciendo, nunca moriré. Y si no muero, nunca tendré que viajar en su tren.
El revisor se dio la vuelta. Sus hombros se estremecieron convulsivamente, y quizá hubiera llorado.
-Y has dicho que yo era peor que un vendedor de coches usados -jadeó con voz estrangulada. Entonces se perdió entre la niebla, y el silbato del ferrocarril lanzó un alarido impaciente, y de repente se puso en marcha con rapidez sobre la vía, desapareciendo en medio de la oscuridad.
Martin se quedó allí, contemplando parpadeante el reloj de plata que tenía en su mano. Si no fuera porque podía verlo y tocarlo, y si no fuese por aquel olor tan peculiar, quizá hubiera llegado a creer que había imaginado todo desde principio al fin: tren, revisor, trato y demás.
Pero tenía el reloj, y podía reconocer el olor dejado por el tren al partir, y desde luego no hay muchas locomotoras que usen azufre como combustible.
Y no tenía dudas acerca de su trato. Eso es lo que sucede cuando uno piensa en las cosas hasta llegar a su conclusión lógica. Algunos estúpidos hubieran pedido dinero, poder o a Kim Novak. Papito se hubiera vendido por una botella de whisky.
Martin sabía que había realizado un trato mejor. ¿Mejor? Era a prueba de bomba. Lo único que necesitaba ahora era escoger su momento.
Se metió el reloj en el bolsillo, y regresó a la vía. Realmente, antes sus pensamientos no habían tenido un destino, pero ahora sí. Iba a encontrar un momento de felicidad...


El joven Martin no era ningún tonto. Se daba perfecta cuenta de que la felicidad es algo relativo; de que hay condiciones y grados de satisfacción, y que varían según sea la vida de cada uno. Como vagabundo, a menudo se sentía satisfecho con unas sobras calientes, un banco en el parque o una lata de cerveza. Muchas veces había alcanzado un estado de éxtasis momentáneo a través de tales simples accesorios, pero sabía que existían cosas mejores. Martin decidió hallarlas.
Al cabo de dos días estaba en la gran ciudad de Chicago. Con bastante naturalidad, llegó a West Madison Street, y allí dio unos pasos para elevar su papel en la vida. Se convirtió en un vagabundo ciudadano, un tramposo, un buscón. Al cabo de una semana había llegado a un punto en que la felicidad era una comida en un restaurante barato, un ratito sobre un catre del ejército en una verdadera casa de citas, y una botella de moscatel.
Hubo una noche en que, después de gozar al máximo esos tres lujos, Martin pensó en quitarle la cuerda al reloj, en el punto álgido de su intoxicación. Pero también pensó en los rostros de la gente honesta a la que hoy había sacado dinero. De acuerdo, eran unos integrados, pero eran prósperos. Llevaban buenas ropas, tenían buenos trabajos, usaban lindos coches. Y para ellos, la felicidad tenía un mayor grado de éxtasis: cenaban en excelentes restaurantes, dormían en colchones de muelles, y bebían whisky escocés.
Integrados o no, algo bueno tenían. Martin acarició su reloj, apartó la tentación de conseguirse otra botella de moscatel, y se fue a dormir decidido a conseguirse trabajo y mejorar su cociente de felicidad.
Cuando se despertó, tenía resaca, pero aún seguía decidido. Antes de que hubiera terminado el mes, Martin estaba trabajando para un contratista de obras del lado sur, en uno de los grandes proyectos de reconstrucción. Odiaba el trabajo, pero la paga era buena, y pronto obtuvo un apartamento de una habitación en la Blue Island Avenue. Ahora, tenía costumbre de comer en restaurantes decentes, y se compró una cama confortable, y cada noche del sábado bajaba a la taberna de la esquina. Todo era muy placentero, pero...
Al capataz le gustaba su trabajo, y le prometió un aumento de sueldo en un mes. Si seguía, el aumento significaría que podría permitirse un coche de segunda mano. Con un coche, hasta podría comenzar a buscarse una chica a la que citar de vez en cuando. Otros tipos del trabajo lo hacían, y parecían bastante felices.
Así que Martin siguió trabajando, y le llegó el aumento, y consiguió el coche, y pronto un par de chicas.
La primera vez que le sucedió, deseaba quitar la cuerda de su reloj de inmediato, hasta que empezó a pensar lo que siempre decían algunos de los viejos. Por ejemplo, había un individuo llamado Charlie, que trabajaba junto a él en el andamio:
-Cuando eres joven y no conoces nada mejor, quizá le saques algún gusto en ir con esas cerdas, pero al cabo de un tiempo deseas algo mejor: una buena chica para tí solo.
Martin creyó que tenía que averiguar si eso era cierto. Si no le gustaba más, siempre podía volver a lo que ya tenía.
Pasaron casi seis meses antes de que Martin conociese a Lillian Gillis. Por aquel entonces ya había conseguido otro aumento, y estaba trabajando en la oficina. Le habían hecho ir a la escuela nocturna para aprender como llevar una contabilidad rudimentaria, pero eso significaba otros quince pavos extra a la semana, y gustaba más trabajar bajo cubierto.
Y Lillian era muy divertida. Cuando le dijo que aceptaba casarse con él, Martin estuvo casi seguro de que había llegado el momento. Excepto que ella era lo que diríamos... Bueno, era una buena chica, y le dijo que tendrían que esperar hasta estar casados. Naturalmente, Martin no podía esperar casarse con ella hasta que no tuviera algo más de dinero ahorrado, y otro aumento le iría bien.
Eso le llevó un año. Martin tenía paciencia, porque sabía que iba a valer la pena. Cada vez que tenía dudas, sacaba su reloj y lo miraba. Pero nunca se lo mostró a Lillian ni a nadie más. La mayor parte de los otros llevaban caros relojes de muñeca, y el viejo reloj de plata de ferroviario parecía un tanto ridículo.
Martin sonrió mientras contemplaba la corona. Unas pocas vueltas, y tendría algo que ninguno de aquellos pobres hombres estúpidos y trabajadores tendrían jamás: una satisfacción permanente con su ruborizada novia...
Sólo que el casarse resultó ser simplemente el principio. Sí, era maravilloso. Pero Lillian le explicó lo mucho mejor que serían las cosas si pudieran buscarse una casa nueva y arreglarla. Martin deseaba un mobiliario decente, un televisor, un buen coche.
Así que comenzó a seguir clases nocturnas, y consiguió un ascenso en la oficina. Con el niño por venir, deseaba aguantar un poco más y ver a su hijo. Y cuando lo tuvo, se dio cuenta de que tendría que esperar hasta que se hiciera un poco mayor, comenzase a caminar y a hablar, y desarrollase una personalidad propia.
Por aquel entonces la empresa lo estaba enviando de viaje como supervisor de algunas de las construcciones, y ahora estaba comiendo en buenos restaurantes, viviendo por todo lo grande y con cuenta de gastos. En más de una ocasión se sintió tentado a quitarle la cuerda al reloj. Aquello era la buena vida... Naturalmente, aún sería mejor si no tuviera que trabajar. Más pronto o más tarde, si lograba intervenir en uno de los tratos de la compañía, podría sacar una buena tajada y retirarse. Entonces, sería ideal.
Así sucedió, pero costó tiempo. El hijo de Martin iba a la escuela superior antes de que él lograse llegar hasta donde realmente estaba el dinero. Martin tenía la impresión de que era ahora o nunca, porque ya no era exactamente un muchacho.
Pero justo entonces conoció a Sherry Westcott, y ella no parecía pensar que fuera maduro en absoluto, a pesar de la forma en que estaba perdiendo cabello y ganando tripa. Le enseñó que un bisoñé podía cubrir su calvicie, y una faja reducir el depósito de los garbanzos. De hecho, le enseñó muchas cosas, y disfrutó tanto aprendiendo que realmente sacó el reloj y se preparó a quitarle la cuerda.
Por desgracia, eligió justamente el momento preciso en que los detectives privados hicieron saltar la puerta de la habitación del hotel, y entonces hubo un largo período en el que Martin estuvo tan ocupado peleándose ante los tribunales con el asunto de su divorcio que honestamente no pudo decir que disfrutase de ningún momento.
Cuando llegó a un acuerdo final con Lil, estaba arruinado y a Sherry ya no le parecía que él fuera tan joven, después de todo. Así que se alzó de hombros, y volvió al trabajo.
También esta vez reunió su montón de dinero, aunque tardó más tiempo, y no tuvo muchas posibilidades de diversión mientras lo conseguía. Las damas elegantes de los elegantes salones de cóctel ya no le interesaban ni tampoco el licor. Además, el médico se lo había prohibido.
Pero un hombre rico podía descubrir otros placeres. Por ejemplo, los viajes... y nada de viajar en los topes de los vagones yendo de un lugar podrido a otro peor. Martin recorrió el mundo en avión y transatlántico de lujo. En una ocasión le pareció que, después de todo, iba a hallar el momento, mientras visitaba el Taj-Mahal a la luz de la luna. Martin sacó el maltratado reloj, y se dispuso a quitarle la cuerda. Nadie le contemplaba...
Y eso es lo que le hizo dudar. Seguro, aquel era un momento muy agradable, pero estaba solo. Lil y el chico habían desaparecido, Sherry había desaparecido y, por alguna razón, nunca había tenido tiempo de hacer amigos. Quizá si lograse hallar alguna gente con la que congeniase lograra la felicidad definitiva. Ésa debía ser la respuesta: no era simplemente el dinero, o el poder, o el sexo, o el ver cosas hermosas. La verdadera satisfacción se encontraba en la amistad.
Así que, de regreso a casa en barco, Martin trató de hacerse algunos amigos en el bar del buque. Pero toda aquella gente era mucho más joven, y Martin no tenía nada en común con ellos. Además, deseaban bailar y beber, y Martin no se encontraba en condiciones de disfrutar de tales pasatiempos. Sin embargo, lo intentó.
Quizá fuera por esto por lo que tuvo el pequeño accidente el día anterior al que atracasen en San Francisco. "Pequeño accidente" fue como lo describió el doctor de a bordo, pero Martin se fijó en que tenía un aspecto muy serio cuando le ordenó que se quedara en cama y hasta llamó a una ambulancia para que fuera a recibir al barco al muelle y llevase al paciente directamente al hospital.
En el hospital, todo aquel tratamiento oneroso con las onerosas sonrisas y las onerosas palabras no engañaron a Martin. Era un viejo con un corazón débil, y pensaban que se iba a morir.
Pero podía ser más listo que ellos. Aún tenía el reloj. Lo encontró en su chaqueta cuando se puso la ropa, y huyó del hospital.
No tenía por qué morir. Podía burlar la muerte con un solo gesto... y pensaba hacerlo como un hombre libre, allá afuera, bajo el cielo abierto.
Aquél era el verdadero secreto de la felicidad. Ahora lo comprendía. Ni siquiera la amistad representaba tanto como la libertad. Aquello era lo mejor de todo: el estar libre de amigos o familia o de las furias de la carne.
Martin caminó lentamente junto al andén de carga, bajo el cielo nocturno. Ahora que lo pensaba, estaba justamente donde había comenzado, hacía tantos años. Pero el momento era bueno, lo bastante bueno como para prolongarlo para siempre. Quien había sido un vagabundo en una ocasión, siempre lo seguía siendo.
Sonrió mientras pensaba en ello, y luego su sonrisa se contorsionó seca y repentinamente, como el dolor que estaba seca y repentinamente contrayendo su pecho. El mundo comenzó a girar, y cayó por el costado del muelle de carga.
No podía ver muy bien, pero aún estaba consciente y sabía lo que había pasado. Otro ataque, y bastante malo. Quizá el definitivo. Excepto que ya no iba a seguir haciendo el estúpido. No iba a esperar a ver lo que había al doblar la esquina.
Justo en aquel momento llegaba su oportunidad de usar su deseo y salvar su vida. E iba a hacerlo. Aún podía moverse, nada lo detendría.
Buscó en su bolsillo, y sacó el viejo reloj de plata, tanteando la corona. Unas cuantas vueltas, y burlaría a la muerte. Nunca tendría que viajar en aquel Tren al Infierno. Podría continuar vivo por siempre.
Por siempre.
Martín no había considerado nunca antes aquellas palabras. Vivir siempre... Pero, ¿cómo? ¿Deseaba seguir así siempre, un hombre enfermo, yaciendo inerme sobre la hierba?
No. No podía hacerlo. No lo haría. Y repentinamente, tuvo grandes deseos de llorar, porque supo que en algún punto a lo largo de su vida se había pasado de listo. Y ahora era demasiado tarde. Se le nubló la vista, sintió un rugido en los oídos...
Naturalmente, reconoció el rugido. Y no le sorprendió lo más mínimo el ver cómo el tren salía corriendo de entre la niebla y llegaba hasta el andén. Tampoco se sintió sorprendido cuando se detuvo, ni cuando el revisor bajó del mismo y caminó lentamente hacia él.
El revisor no había cambiado en lo más mínimo. Hasta seguía mostrando la misma sonrisa.
-Hola, Martin -dijo-. Viajeros al tren.
-Lo sé -susurró Martin-. Pero tendrá que llevarme. No puedo caminar. Y tampoco puedo hablar, ¿no?
-Sí, sí puedes -dijo el revisor-. Te puedo oír muy bien. Y también puedes caminar.
Se inclinó, y colocó su mano sobre el pecho de Martin. Siguió un momento de helado atontamiento, y luego Martin pudo caminar de nuevo.
Se alzó y siguió al revisor a lo largo de la rampa, llegando hasta el lado del tren.
-¿Aquí? -preguntó.
-No, en el siguiente vagón -murmuró el revisor-. Supongo que tienes derecho a viajar en primera. Después de todo, eres un hombre de éxito. Has disfrutado de las alegrías de la riqueza, la posición social y el prestigio. Has conocido los placeres del matrimonio y la paternidad. Has probado las delicias de la comida y la bebida y también el sexo, y has viajado mucho y bien. Así que nada de recriminaciones de última hora.
-De acuerdo -suspiró Martin-. No puedo culparle de mis errores. Por otra parte, tampoco usted puede atribuirse lo que sucedió. Trabajé para lograr cada una de las cosas que deseaba. Lo hice todo por mí mismo. Ni siquiera necesité su reloj.
-Así es -aceptó el revisor, sonriendo-. Pero, ¿te importaría devolvérmelo ahora?
-Lo necesita para el siguiente tonto, ¿eh? -murmuró Martin.
-Quizá.
Algo en la forma en que lo dijo hizo que Martin alzase la vista. Trató de ver los ojos del revisor, pero la visera de su gorra los mantenía en sombra, así que bajó la vista a su reloj.
-Dígame una cosa -dijo suavemente-. Si le devuelvo el reloj, ¿qué es lo que hará con él?
-Pues tirarlo a la cuneta -le explicó el revisor-. Eso es lo que haré con él -y extendió la mano.
-¿Qué pasaría si alguien lo encontrara y diera vueltas hacia atrás a la corona y detuviese el tiempo?
-Nadie haría eso -murmuró el revisor-. Aunque lo supieran.
-¿Quiere decir que todo fue un truco? ¿Que éste es únicamente un reloj barato y ordinario?
-Yo no he dicho eso -susurró el revisor-. Solo he dicho que nunca nadie gira hacia atrás la corona. Todos han sido como tú, Martin. Todos esperaban hallar la felicidad perfecta. Esperaban el momento que jamás llega.
El revisor extendió de nuevo la mano.
Martin suspiró y agitó la cabeza.
-Después de todo, me engañó.
-Tu mismo te engañaste, Martin. Y ahora vas a viajar en este Tren al Infierno.
Empujó a Martin escalones arriba, al interior del vagón. Mientras entraba, el tren comenzó a moverse, y aulló el pito. Y Martin se quedó de pie en el traqueteante vagón de primera, mirando a lo largo del pasillo a los otros pasajeros. Los podía ver a todos allí sentados, y en alguna manera no le parecía nada extraño.
Allí estaban: los borrachos y los pecadores, los jugadores y los que aceptan soborno, los manirrotos, los donjuanes, toda esa alegre compañía. Sabían adónde iban, claro está. Pero no parecía importarles un comino. Las cortinillas estaban bajadas en todas las ventanas, pero había luz dentro; y todos ellos estaban disfrutando, cantando y pasándose botellas y rugiendo a carcajadas, jugando a dados y contando sus chistes y fanfarroneando por todo lo grande, justo como papito acostumbraba a decir de ellos en su vieja canción.
-Unos encantadores compañeros de viaje -dijo Martin-. Vaya, lo cierto es que jamás había visto un grupo de gente más agradable que este. Y parece que están disfrutando de lo lindo.
El revisor se alzó de hombros.
-Me temo que las cosas no serán tan alegres cuando nos detengamos en la Estación de Allá Abajo.
Por tercera vez, extendió la mano.
-Ahora, antes de que te sientes, tienes que darme ese reloj. Un trato es un trato...
Martin sonrió.
-Un trato es un trato -hizo eco-. Acepté viajar en su tren si podía detener el tiempo cuando hallase el justo momento de felicidad. Y creo que en este momento soy más feliz que jamás.
Muy lentamente, Martin tiró de la corona de plata.
-¡No! -jadeó el revisor-. ¡No!
Pero la corona giró.
-¿Te das cuenta de lo que has hecho? -aulló el revisor-. ¡Ahora jamás llegaremos a la estación! ¡Todos nosotros seguiremos viajando... para siempre!
Martin hizo una mueca de alegría.
-Lo sé -dijo-. Pero lo divertido es el viaje, y no la llegada. Usted mismo me lo dijo. Y pienso pasar un maravilloso viaje. Mire, quizá hasta pueda ayudar. Si me busca una de esas gorras, y me deja conservar este reloj...
Y así es como por fin se resolvieron las cosas. Con su gorra puesta, y llevando el maltratado y viejo reloj de plata, no hay persona más feliz, dentro o fuera de este mundo, ahora y siempre, que Martin. Martin, el nuevo guardafrenos de ese Tren al Infierno.

Tren al infierno. Robert Bloch
That Hell-Bound Train (F&SF, Septiembre 1958)
Nueva Dimensión, nº 39 (Diciembre 1972)
Ediciones Dronte

Tomado de Premios Hugo-Nebula CF en Quedelibros:

http://www.4shared.com/file/19WSFqb-/Premios_SF_1990-2008.html
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La Familia del Vourdalak

Fragmento Inédito de las Memorias de un Desconocido
(Sem'ya Vurdalaka-1847)

En el año de 1815 se reunió en Viena lo más distinguido en materia de erudición europea, espíritus brillantes de la sociedad y de enormes capacidades diplomáticas. Cuando el Congreso concluyó, los monárquicos emigrados se preparaban para regresar definitivamente a sus castillos, los guerreros rusos a ver de nuevo sus hogares abandonados y algunos polacos partían a disgusto por tener que llevar con ellos su amor a la libertad a Cracovia, para ponerla bajo la triple y dudosa independencia que supuestamente habían logrado el príncipe Metternich, el príncipe de Hardenberg y el conde de Nesselrode.

Parecido al fin de un baile animado, la reunión hacía poco tiempo muy concurrida se redujo a un pequeño número de personas dispuestas al placer que, fascinadas por los encantos de las damas austriacas, se demoraban en cerrar el equipaje y postergaban su marcha.

Esta feliz sociedad, de la que yo formaba parte, se reunía dos veces por semana en el castillo de la señora princesa viuda de Schwarzemberg, a pocas millas de la ciudad, al lado de un pequeño burgo llamado Hitzing. Los buenos modales de la anfitriona del lugar eran realzados por la gentil amabilidad y la finura de su espíritu, y hacían deleitosa la estancia en su residencia.

Las mañanas estaban destinadas a dar paseos; merendábamos todos juntos, en el castillo o en los alrededores y, en la noche, sentados alrededor de un agradable fuego de chimenea, nos entreteníamos conversando y contando historias. Estaba estrictamente prohibido hablar de política. Ya habíamos tenido demasiado, y preferíamos los relatos de leyendas de nuestros respectivos países o de nuestras evocaciones.

Una noche, cuando ya cada uno había contado alguna cosa y nuestros ánimos se encontraban en ese estado de tensión que por lo común la oscuridad y el silencio incrementan, el marqués de Urfé, viejo emigrado a quien todos estimábamos por su alegría juvenil y por la forma atrevida de hablar de su antigua buena fortuna, aprovechó un momento de silencio y tomó la palabra:

—Vuestras historias, señores —nos dijo—, sin duda son asombrosas, pero es de mi parecer que les falta algo esencial, quiero decir, la autenticidad. Que yo sepa ninguno de vosotros ha visto con sus ojos las cosas maravillosas que acaban de narrar, como tampoco puede asegurar su veracidad bajo palabra de honor.

Fuimos obligados a reconocerlo y el anciano, acariciándose la papada, continuó:

—En cuanto a mí, señoras, no conozco sino una sola aventura de ese género, pero al mismo tiempo es tan extraña, tan horrible, y tan verdadera que ella sola es suficiente para herir de espanto el espíritu del más incrédulo. Desgraciadamente fui testigo y actor al mismo tiempo, y aunque no me gusta recordarla, esta vez con placer les narraré la historia, siempre que las damas lo consientan.

La aprobación fue unánime. Algunas miradas, temerosas ante la perspectiva de escuchar una narración verdadera, se posaron en los cuadros de luz que comenzaban a dibujarse sobre la duela; pero pronto el pequeño círculo se fue cerrando y cada uno hizo silencio para escuchar la historia del marqués.

El señor de Urfé tomó una porción de tabaco, la fumó lentamente y comenzó diciendo:

—Antes que nada, señoras mías, les pido una disculpa si en el transcurso de mi narración sucede que hablo de mis asuntos amorosos más de lo que conviene a un hombre de mi edad. Pero deberé mencionarlos para la comprensión del relato. Además, se perdona a la vejez tener momentos de confusión, y será su culpa señoras mías, si al verlas tan hermosas frente a mí, me siento tentado a creer que soy un joven mozo. Les diré sin más preámbulos que en el año de 1759 yo estaba perdidamente enamorado de la bella duquesa de Gramont. Esa pasión que creí entonces profunda y duradera no me dejaba en paz ni de día ni de noche, y la duquesa, como suelen hacer las mujeres bonitas, se complacía en coquetear para acrecentar mis tormentos. Tanto que en un momento de desesperación, fui a solicitar y obtuve una misión diplomática cerca del hospodar de Moldavia, durante las negociaciones con el gabinete de Versalles y sería tan aburrido como inútil detallarlas. La víspera de mi partida, me presenté en casa de la duquesa. Ella me recibió menos sarcástica que de costumbre y me dijo con una voz que dejaba traslucir cierta emoción:

—De Urfé, comete usted una locura. Pero le conozco y sé muy bien que nunca se retracta cuando ya ha tomado una decisión. Así que no le demando sino una cosa: acepte esta pequeña cruz como prueba de mi amistad, y llévela puesta hasta su regreso. Es una reliquia que para mi familia tiene una gran valor.

Con una galantería, quizá para el momento fuera de tono besé no la reliquia, sino la encantadora mano que me la ofrecía y me la puse alrededor del cuello. Es la misma cruz que aquí muestro; desde ese día nunca me he separado de ella.

No las fatigaré, señoras, con los detalles del viaje, ni con las observaciones que hice de los húngaros y de los serbios, un pueblo empobrecido e ignorante pero valiente y honesto, que a pesar de estar bajo el dominio turco no había olvidado ni su dignidad ni su antigua independencia. Será suficiente decirles que haber aprendido un    poco del idioma polaco durante una estadía en Varsovia, facilitó mi instrucción y en poco tiempo me adiestré en el serbio, ya que esos dos idiomas, al igual que el ruso y el bohemio, como deben saber, no son sino ramas de una misma y única lengua que llaman eslava.

Ahora bien, sabía lo suficiente para hacerme entender, cuando un día llegué a un pueblo, cuyo nombre interesa apenas. Encontré a los habitantes de la casa en donde iba a hospedarme sumergidos en una consternación que me pareció tanto más inusual puesto que era domingo, día en que el pueblo serbio acostumbra entregarse a los más diversos placeres, tales como el baile, el tiro de arcabuz, la lucha, etc. Atribuí la forma de actuar de mis anfitriones a alguna desgracia reciente, y ya iba a retirarme cuando un hombre como de treinta años, alto de estatura e imponente, se acercó y me tomó de la mano.

—Pase, pase, extranjero —me dijo—, no se moleste por nuestra tristeza, cuando conozca la causa nos entenderá.

Me contó entonces que su anciano padre, llamado Gorcha, hombre de carácter inquieto e intratable, un día se había levantado de su cama y había descolgado de la pared su gran arcabuz turco.

—Muchachos —les había dicho a sus dos hijos, Georges y Pierre—, me voy a la montaña para reunirme con los valientes que persiguen a ese perro de Alibek (ése era el nombre de un bandolero turco que entonces asolaba al país). Espérenme durante diez días, y si no regreso al décimo, hagan decir una misa de difuntos, puesto que estaré muerto. Pero —añadió el viejo Gorcha poniéndose aún más circunspecto—, si yo regresara (de esto Dios los guarde) después de cumplirse los diez días, por sus vidas no me permitan de ningún modo entrar. Si esto ocurre, les ordeno olvidar que fui su padre y que me atraviesen con una estaca de álamo sin tomar en cuenta lo que yo pueda decir o hacer, ya que para ese momento no seré sino un maldito vourdalak que vendrá a succionar vuestra sangre.

Es oportuno decir, señoras mías, que los vourdalaks o vampiros de los pueblos eslavos no son otra cosa que cuerpos muertos, salidos de sus tumbas para succionar la sangre de los vivos. Hasta ahí sus costumbres son las mismas de todos los vampiros, pero tienen otra que los hace más temibles. Los vourdalaks, señoras mías, prefieren succionar la sangre de sus familiares más cercanos y de sus amigos más íntimos, quienes al morir se convierten en vampiros a su vez, de manera que se afirma haber visto en Bosnia y en Hungría poblaciones enteras convertidas en vourdalaks. El abad Agustín Calmet, en su curiosa obra sobre aparecidos, cita ejemplos escalofriantes. Los emperadores de Alemania en varias ocasiones han nombrado comisiones encargadas de esclarecer casos de vampirismo. Se levantan actas, se exhuman cadáveres encontrados ahítos de sangre y se les quema en las plazas públicas luego de perforárseles el corazón. Magistrados que son testigos de esas ejecuciones afirman haber escuchado a los cadáveres emitir alaridos al momento en que el verdugo hendía la estaca en sus pechos. Los mismos magistrados han hecho la deposición formal y lo corroboran sus juramentos y sus firmas.

Después de estas referencias, les será más fácil comprender, señoras, la impresión que produjeron las palabras de Gorcha en sus hijos. Los dos se hincaron a sus pies y le suplicaron que se les dejara ir en su lugar; pero, por toda respuesta, él les dio la espalda y se puso en marcha canturreando el estribillo de una antigua balada. Precisamente el día en que llegué al pueblo, expiraba el plazo fijado por Gorcha, y no me costó trabajo comprender la desesperación de esos jóvenes.

Se trataba de una familia buena y honesta. Georges, el mayor de los dos hijos, era de marcados rasgos masculinos, aparentaba ser un hombre serio y decidido. Estaba casado y tenía dos hijos. Su hermano Pierre era un hermoso joven de dieciocho años, su fisonomía revelaba más dulzura que audacia, y parecía ser el favorito de una hermana menor llamada Sdenka, una joven que representaba muy bien la belleza eslava. Además de esa belleza indiscutible desde todo punto de vista, el parecido con la duquesa de Gramont me impresionó de entrada. Tenía en especial un rasgo en la frente que en toda mi vida no encontré sino en esos dos seres. Esa particularidad podía no agradar en una primera impresión pero se volvía irresistiblemente atractiva después de haberla visto más de una vez.

Ya fuera porque en ese tiempo era muy joven, ya fuera el parecido, aunado a un espíritu único e ingenuo, Sdenka provocó en mí un efecto irresistible. No habíamos conversado ni dos minutos y ya sentía por ella una simpatía demasiado viva como para que no amenazara en convertirse en un sentimiento más tierno si prolongaba mi estadía en el pueblo.

Estábamos reunidos delante de la casa en torno a una mesa provista de quesos y de cuencos de leche. Sdenka hilaba; su cuñada preparaba la merienda de los niños que jugaban en la arena; Pierre, con afectada despreocupación, silbaba mientras pulía un yatagán, o largo cuchillo turco; Georges, acodado sobre la mesa, la cabeza entre las manos y el ceño fruncido, parecía devorar el camino con los ojos, sin pronunciar una palabra.

Por lo que a mí se refiere, vencido por la tristeza general, miraba con melancolía cómo las nubes enmarcaban el cielo dorado y, entre un bosque de pinos, la silueta de un convento a medio esconder.

Ese convento, como lo supe más tarde, antaño gozó de una enorme celebridad gracias a una imagen milagrosa de la Virgen, que según la leyenda los ángeles habían conducido y colocado en un roble. Pero al inicio del siglo pasado, cuando los turcos invadieron el país, degollaron a los monjes y saquearon el convento. De él no quedaban sino unos cuantos muros y una capilla comunicada por una especie de ermita. Este último acogía en sus ruinas a los curiosos y brindaba refugio a los peregrinos que llegaban a pie, venidos de un santo lugar a otro, para rendir las       devociones en el convento de la Virgen del Roble. Ya dije antes que esto lo supe tiempo después. Esa tarde, yo pensaba en cosas que distaban mucho de la arqueología serbia. Como sucede a menudo, cuando se deja volar la imaginación, evocaba tiempos pasados, los días de mi infancia, la querida patria, Francia, a la que había abandonado por un país lejano y salvaje.

Recordaba a la duquesa de Gramont y, por qué no confesarlo, en la distancia recordaba también a algunas damas de mi época, abuelas vuestras, cuyos rostros, después del de la encantadora duquesa, se deslizaban en mi corazón. Rápidamente olvidé a mis anfitriones y su desasosiego.

De pronto Georges rompió el silencio:

—Mujer —dijo—, ¿a qué hora partió el viejo?

—A las ocho —respondió la mujer—. Escuché con claridad las campanas del convento.

—Entonces está bien —siguió diciendo Georges—, no pueden ser más de las siete y media—. Y enmudeció fijando otra vez los ojos el largo camino que se perdía en el bosque.

Olvidé decirles, señoras, que cuando los serbios sospechan de algún vampirizado, evitan llamarlo por su nombre o de manera directa, puesto que para ellos es hacerlo salir de su tumba. También Georges, desde hacía algún tiempo, al hablar de su padre no se refería a él de otro modo sino como el viejo.

Se quedó otro rato en silencio. De pronto, uno de los niños, tirando del delantal de Sdenka, preguntó:

—Tía, ¿cuándo regresará el abuelo a la casa?

Una bofetada fue la respuesta de Georges a la pregunta inoportuna. El niño se puso a llorar, y su hermano más pequeño interrogó asombrado y temeroso:

—¿Por qué, padre, nos prohíbe hablar del abuelo?

Otra bofetada le cerró la boca. Los dos niños se pusieron a chillar y la familia entera se santiguó.

En eso estábamos cuando escuché las campanas del convento dar poco a poco las ocho. Apenas el primer toque resonaba en nuestros oídos vimos una forma humana salir de la espesura del bosque y avanzar lentamente hacia nosotros.

—¡Es él! ¡Alabado sea Dios! —gritaron al unísono Sdenka, Pierre y su cuñada.

—¡Dios nos guarde! —dijo Georges preocupado—, ¿cómo saber si los diez días transcurrieron o no?

Todos lo miraron con pánico, mientras la forma humana seguía avanzando. Era un viejo de gran altura con un bigote plateado, la cara pálida y severa y que se arrastraba a duras penas con la ayuda de un bastón. A medida que se acercaba, el rostro de Georges se hacía más sombrío. Una vez que el recién llegado estuvo muy cerca, se plantó y recorrió a su familia con unos ojos que no parecían ver, de tan apagados y hundidos en sus órbitas.

—¡Bueno! —dijo con una voz cavernosa—, ¿nadie me va a recibir?, ¿qué significa ese silencio?, ¿no ven que estoy herido?

Entonces me di cuenta que el viejo sangraba por el costado izquierdo.

—¡Ayude a su padre a sostenerse! —dije a Georges—. ¡Sdenka, usted vaya a preparar alguna medicina, este hombre está a punto de desfallecer!

—Padre mío —dijo Georges acercándose a Gorcha—, muéstreme su herida, sé de estas cosas y lo voy a curar.

Se acercó para abrirle las vestiduras, pero el viejo lo rechazó bruscamente y ocultó la lesión tras sus manos.

—¡Quítate, torpe —dijo—, me haces daño!

—Pero entonces, ¡es en el corazón donde trae la herida! —gritó Georges palideciendo—. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Quítese esas ropas, es urgente, urgente le digo!

El viejo se irguió.

—¡Cuídate mucho —dijo con su voz hueca— de tocarme, pues si lo haces, te maldeciré!

Pierre se puso en medio de Georges y de su padre.

—¡Déjalo! ¿no te das cuenta que lo lastimas?

—¡No le lleves la contra —añadió su mujer—, sabes que nunca lo ha tolerado!

En ese momento vimos a un rebaño regresar de pacer, entre una nube de polvo, que se dirigía hacia la casa. El perro pastor que lo conducía, o no reconoció a su viejo amo, o por otro motivo ignorado, desde el momento en que percibió la presencia de Gorcha se detuvo, y, con el pelambre erizado, comenzó a aullar como si viera algo sobrenatural.

—¿Qué le pasa a ese perro? —dijo el viejo cada vez más enojado—, ¿qué significa todo esto?, ¿me he convertido en un extraño en mi propia casa?, ¿diez días pasados en la montaña me cambiaron hasta el punto de que ni mis perros me reconocen?

—¿Escuchaste? —dijo Georges a su mujer.

—¿Qué cosa?

—¡Reconoce que pasaron los diez días!

—¡No, pero si regresó dentro del plazo fijado!

—¡Está bien, está bien, yo sé lo que tengo que hacer!

Como el perro seguía aullando, vociferó:

—¡Maten a ese perro! ¿No me escuchan?"

Georges no se movió, pero Pierre se levantó con lágrimas en los ojos, tomó el arcabuz de su padre y disparó. El perro rodó por el suelo.

—¡Era mi perro preferido —dijo en voz baja—, no entiendo porqué ha querido que lo mataran!

—¡Porque lo merecía! —dijo Gorcha—. ¡Vamos, quiero entrar, hace mucho frío!

Mientras eso sucedía afuera, Sdenka preparó para el viejo una tisana hecha de aguardiente hervido con peras, miel y raíces secas. Pero su padre la rechazó con asco. Mostró la misma aversión al plato de carnero con arroz que le sirvió Georges, y finalmente fue a sentarse en un rincón del hogar, mascullando palabras ininteligibles.

Un fuego hecho de pinos chispeaba en la chimenea y alumbraba vacilante el rostro pálido y derrotado del viejo, y sin esa luz se habría dicho que era la cara de un muerto. Sdenka fue a sentarse junto a él.

—Padre mío —le dijo—, no desea tomar alguna cosa ni descansar. ¿Y si nos contara sus aventuras en las montañas?

Al decir esto la joven sabía que tocaba un punto débil, pues al viejo le encantaba narrar historias de guerras y combates. Se dibujó una sonrisa en sus labios descoloridos, sus ojos permanecieron inexpresivos y pasando las manos por sus hermosos cabellos blancos, respondió:

—Sí, hija mía; sí, Sdenka, me gustará mucho narrarte lo que sucedió en las montañas, pero será otro día, ahora estoy muy cansado. Entretanto te adelantaré que Alibek ya no existe y que por mi mano murió. Si alguien lo duda  —siguió el viejo paseando la mirada sobre su familia—, ¡aquí está la prueba!

Desató una especie de alforja que le colgaba de la espalda y extrajo una cabeza pálida y cruel, que aún no excedía en estas características al rostro del viejo. Nos volvimos horrorizados, y Gorcha se la entregó a Pierre:

—Toma —le dijo—, ¡colócame esto encima de la puerta, para que la gente que pase sepa que Alibek está muerto y que los caminos están limpios de bandoleros, exceptuando, claro está, a los jenízaros del Sultán!

Pierre acató la orden con repugnancia.

—¡Ahora comprendo —dijo el viejo—, que ese pobre perro aullaba por olfatear la carne muerta!

—Sí, olió carne muerta —respondió con tristeza Georges, que había salido sin que nos diéramos cuenta y en ese momento entraba portando en la mano un objeto que me pareció una estaca y fue a depositarlo en un rincón.

—Georges —le dijo su mujer en voz baja— ¿no estarás pensando...?, espero.

—Hermano —añadió Sdenka—, ¿qué vas a hacer?   Pero no, ¿no harás nada, verdad?

—¡Déjenme —respondió Georges—, yo sé lo que debe hacerse y no haré nada que no sea necesario!

Entretanto había llegado la noche, la familia fue a acostarse en una parte de la casa separada de mi habitación solamente por un tabique muy delgado. Reconozco que lo sucedido aquella tarde turbó la tranquilidad de mis pensamientos. La luz de mi cuarto estaba apagada, la luna penetraba por una ventana muy baja cercana a mi cama y dejaba caer sobre el piso y los muros resplandores blanquecinos, más o menos similares, queridas damas, a los que invaden el salón donde nos encontramos ahora. Quise dormir sin poder lograrlo. Atribuí el insomnio a la claridad de la luna; busqué algo que pudiera hacer las veces de cortina, pero no hallé gran cosa. Entonces, al percibir voces confusas detrás del tabique, me acerqué para escuchar mejor.

—Acuéstate, mujer —decía Georges—, Pierre, Sdenka, ustedes también. No se preocupen, yo velaré por ustedes.

—Pero Georges —dijo su mujer—, me toca a mí permanecer en vela, tú lo hiciste ayer y trabajaste todo el día, debes estar muy cansado. Soy yo la que debe cuidar a nuestro hijo mayor, no está muy bien desde ayer.

—¡Tranquilízate y vete a la cama —respondió Georges—, yo velaré por los dos!

—Pero hermano— intervino Sdenka, con su voz más dulce—, todo esto me parece inútil. Nuestro padre ya se durmió, mira cómo está calmo y apacible.

—Ninguna de las dos entiende —dijo Georges en un tono que no admitía réplica—. Les he dicho que deberán acostarse y dejarme hacer guardia.

De pronto se hizo silencio, sentí el peso de mis párpados y el sueño vino a apoderarse de mí.

Creí ver que la puerta de mi habitación se abría y que el viejo Gorcha aparecía en el umbral. Pero más que ver su forma, la intuía, pues la habitación de la que salió estaba muy oscura. Me pareció que sus ojos apagados intentaban adivinar mis pensamientos y trataban de seguir el ritmo de mi respiración. Primero adelantó un pie, después el otro. Luego con extrema precaución caminó con paso de lobo hacía a mí. De inmediato dio un salto hasta quedar a un lado de mi cama. Padecí una angustia indecible pero una fuerza oculta me mantuvo inmóvil. El viejo se inclinó y aproximó su cara lívida tan cerca de la mía que me pareció sentir su respiración difunta.

Hice un esfuerzo sobrehumano y desperté bañado en sudor. No había nadie en mi habitación, pero me volví hacia la ventana y descubrí al viejo Gorcha afuera, con el rostro pegado al vidrio y sus ojos espeluznantes mirándome fijamente. Tuve el ánimo suficiente para no gritar y el dominio para permanecer acostado, como si nada hubiera visto. Sin embargo, el viejo daba la impresión de haber venido a asegurarse de que dormía y no hizo ningún intento por entrar. Después de escudriñarme se alejó de la ventana y lo sentí caminar hacia el cuarto vecino. Georges se había dormido y roncaba tan fuerte que hacía temblar los muros. El niño tosió y reconocí la voz de Gorcha.

—¿No puedes dormir, pequeño?

—No, abuelo —respondió el niño—, ¡y me gustaría mucho hablar contigo!

—¡Ah! Quieres hablar, ¿y de qué?

—Quisiera que me contaras cómo, al combatir a los turcos, los venciste. ¡También yo lucharé contra ellos!

—Ya lo había pensado, por eso te traje un pequeño yatagán. Mañana te lo daré.

—No, abuelo, mejor dámelo ahora, ya que estás despierto.

—Y tú, ¿por qué durante el día no me dirigiste la palabra?

—¡Porque papá me lo prohibió!

—Tu papá es demasiado precavido. Entonces, ¿de veras te gustaría tener tu pequeño yatagán?

—¡Oh!, sí que me gustaría, pero no aquí, papá podría despertar.

—Entonces, ¿dónde?

—Si salimos, prometo portarme bien y no hacer el menor ruido.

Me pareció escuchar la risa burlona de Gorcha y oí que el niño se levantaba. No creía en los vampiros pero la pesadilla que acababa de tener afectó mis nervios y no deseaba cargar en el futuro con una culpa a cuestas, así que me levanté y golpeé el tabique lo suficientemente fuerte como para despertar a toda la familia. Me precipité hacia la puerta dispuesto a salvar al niño; estaba obstruida por fuera y el cerrojo no cedió pese a mis esfuerzos. Mientras intentaba derribarla, vi por la ventana al viejo con el niño en brazos.

—¡Levántense! ¡Levántense! —grité con furia, haciendo que el tabique se estremeciera con mis golpes.

Sólo Georges despertó.

—¿Dónde está el viejo? —me preguntó.

—¡Salga rápido —grité—, acaba de llevarse a su hijo!

Georges abrió la puerta de una patada, pues la suya también había sido cerrada por fuera, y se echó a correr hacia el bosque. Por fin conseguí despertar a Pierre, a su cuñada y a Sdenka. Nos reunimos delante de la casa y pasados unos minutos vimos a Georges regresar con su hijo. Lo encontró desmayado en el camino, pero pronto recobró la conciencia; no parecía estar más enfermo que antes.

Acosado por las preguntas, respondió que su abuelo no le había hecho ningún mal, que ambos habían salido para conversar pero una vez fuera perdió el conocimiento y no recordaba nada. Gorcha había desaparecido. El resto de la noche, como pueden imaginar, nadie durmió.

Al día siguiente me enteré que el Danubio, cuyo curso interceptaba el camino a un cuarto de legua del pueblo, comenzaba a arrastrar témpanos de hielo, lo que siempre ocurre en esas regiones hacia el fin del invierno e inicio de la primavera. El paso estaba obstruido y no podía ni pensar en la partida. Aun cuando lo hubiera podido, la curiosidad y una atracción cada vez más poderosa, me retuvieron. Más veía a Sdenka, más me sentía dispuesto a      amarla. No soy de ésos que creen en las pasiones súbitas e irresistibles de las que ofrecen tantos ejemplos las novelas; pero hay casos en los que el amor crece de prisa. La belleza única de Sdenka, ese extraño parecido con la duquesa de Gramont de la que huí en París para reencontrarla ahí, sumergida en las costumbres folklóricas, hablando un idioma extranjero y melódico, el rasgo peculiar por el que en Francia me habría dejado matar; todo eso, sumado a la rareza de mi situación y a los misterios que me envolvían, debieron contribuir a que naciera dentro de mí un sentimiento que, en otras circunstancias, quizá se hubiera manifestado vago y pasajero.

En el transcurso del día escuché cómo Sdenka conversaba con su hermano menor.

—¿Qué piensas de todo esto? —decía ella—, ¿también tú desconfías de nuestro padre?

—No me atrevo —respondió Pierre—, menos cuando el niño dice que no le hizo ningún daño. Y de la desaparición, tú sabes que nunca rindió cuentas de sus ausencias.

—Lo sé —dijo Sdenka—, pero entonces tenemos que protegerlo, ya conoces a Georges...

—Sí, sí, lo conozco. Hablar con él sería inútil, pero si le escondemos la estaca nunca irá a buscar otra, pues de este lado de las montañas no hay un solo álamo.

—Sí, escondámosla, pero no digamos nada a los niños, ya que podrían delatarse frente a Georges.

—Nos mantendremos alerta —dijo Pierre. Y luego se separaron.

Llegó la noche sin que tuviésemos noticias del viejo Gorcha. Al igual que la víspera, yo estaba acostado en mi cama y la luz de la luna invadía la alcoba. Cuando el sueño comenzó a hacer turbias mis ideas sentí como por instinto la proximidad del anciano. Abrí los ojos y su rostro lívido estaba pegado a mi ventana.

Esta vez quise levantarme, pero me fue imposible. Sentí entumecidos todos mis miembros. Luego de mirarme con insistencia, el viejo se alejó. Percibí cómo merodeaba alrededor de la casa y cómo, muy quedo, tocaba la ventana donde dormían Georges y su mujer. El niño daba vueltas en la cama y gimió en sueños. Pasaron algunos minutos en calma y volví a escuchar el toque en la ventana. Entonces el niño se quejó de nuevo y despertó...

—¿Abuelo, eres tú?

—Sí —contestó la voz apagada—, vengo a traerte el pequeño yatagán.

—Pero no me atrevo a salir, ¡papá me lo ha prohibido!

—¡No es necesario, sólo ábreme la ventana y ven a darme un abrazo!

El niño se levantó y abrió la ventana. Entonces, haciendo un llamado a mis fuerzas, descendí de la cama y me precipité a golpear el tabique. Georges se levantó al instante.

Lo escuché gritar, su mujer emitió un chillido. Muy pronto todos estaban reunidos en torno al cuerpo inerte del niño. Gorcha desapareció al igual que la noche anterior. Con muchas atenciones logramos que el niño viniera en sí, pero estaba débil y apenas respiraba. El infortunado ignoraba la causa de su desvanecimiento. La madre y Sdenka lo atribuyeron al susto de ser sorprendido hablando con su abuelo. Yo no dije una palabra. Cuando el niño se calmó, todos nos fuimos a recostar, excepto Georges.

Hacia el amanecer, Georges levantó a su mujer. Hablaron en voz baja. Sdenka se les acercó y la oí sollozar junto con su cuñada.

El niño había muerto.

Omito la consternación y la desesperanza de esa familia. A nadie se le ocurría atribuir la causa al viejo Gorcha.

Georges callaba, pero su expresión, siempre de desasosiego, tenía ahora algo terrible. Dos días pasaron sin que el viejo apareciera. La noche del tercero (ese mismo día tuvo lugar el entierro del niño) creí oír pasos afuera de la casa y una voz de anciano llamaba al hermano pequeño del difunto. Me pareció también que la cara de Gorcha estuvo pegada a mi ventana, pero no puedo asegurar si esto ocurrió en realidad o fue producto de mi imaginación, porque esa noche la luna estuvo escondida. De todas formas creí mi deber llamar a Georges. Interrogó al niño, y éste respondió que ciertamente su abuelo lo había llamado a través de la ventana. Georges le ordenó estrictamente a su hijo despertarlo si el viejo aparecía de nuevo.

Todas esas tribulaciones no evitaron que mi cariño por Sdenka creciera cada día más.

No había podido hablarle a solas desde la mañana. Y al llegar la noche, la idea de mi próxima partida afligió mi corazón. La habitación de Sdenka estaba separada de la mía por un pasillo que por un lado daba a la calle y a un patio por el otro.

Mis anfitriones ya estaban acostados cuando me dieron ganas de salir a dar un paseo para distraerme. Me adentré en el pasillo y vi entrebierta la puerta de la alcoba de Sdenka. Involuntariamente me detuve. El roce entre las telas de un vestido conocido hizo latir con fuerza mi corazón. Además escuché la letra de una balada cantada en voz baja. Se trataba del adiós que un rey serbio dirigía a su amada al momento de salir para la guerra.

"¡Oh, mi jóven álamo, decía el viejo rey, me voy a la guerra y tú me olvidarás!

"¡Los árboles que crecen al pie de la montaña son esbeltos y flexibles, pero tu tallo lo es más!

"¡Mecidos por el viento, los frutos del serbal son rojos, pero tus labios son más rojos que los frutos del serbal!

"¡Y yo soy como el viejo roble desprovisto de follaje, y mi barba es aún más blanca que la espuma del Danubio!

"¡Y tú me olvidarás, oh, mi alma, y yo moriré de pesadumbre pues mi enemigo, sin osar tocar a un viejo rey, no me matará."

Y la bella respondió: "Juro serte fiel y no olvidarte. Si llegara a faltar a mi promesa, después de tu muerte podrás venir a sorber toda la sangre de mi corazón!"

Y el viejo rey dijo: "¡Así sea! Y se marchó a la guerra. Y muy pronto la bella lo olvidó!"

Aquí se detuvo Sdenka, como temiendo completar la balada. Yo no podía contenerme. Esa voz tan dulce, tan expresiva, era la misma voz de la duquesa de Gramont... Sin pensar en nada, empujé la puerta y entré. Sdenka venía de quitarse una especie de corpiño que portan las mujeres de su país. Una camisa bordada en oro y roja seda, ajustada a su cintura por una sencilla falda a cuadros componían todo su atuendo. Sus hermosas y rubias trenzas estaban deshechas y el desaliño resaltaba los atractivos de la joven.

No se enojó por mi brusca entrada, pero la vi turbarse y enrojecer ligeramente.

—¡Ay! —me dijo—, ¿por qué ha venido usted y qué pensarán de mí si somos sorprendidos?

—Sdenka, alma mía —le dije—, tranquilícese, todo duerme a nuestro alrededor, sólo el grillo y el abejorro pueden escuchar lo que voy a decirle...

—¡Oh, amigo mío, salga, salga! Si mi hermano llega a sorprendernos, estaré perdida!

—Sdenka, no me iré si antes usted no promete amarme hasta el fin, como en la balada lo promete la bella al rey. Partiré muy pronto, Sdenka, ¿quién sabe cuándo nos volveremos a ver? Sdenka, yo la amo más que a mi alma, más que a mi libertad... mi vida, mi sangre le pertenecen... ¿no me daría usted, una hora en cambio?

—Muchas cosas pueden suceder en una hora —dijo Sdenka pensativa, pero dejando su mano entre la mía—. Usted no conoce a mi hermano —continuó ella temblando—; presiento que vendrá.

—¡Cálmese, Sdenka mía —le dije—, su hermano se encuentra fatigado de sus vigilias, y adormecido por el viento que juega entre los árboles; su sueño es profundo, larga la noche, y yo sólo le pido una hora! Y después, adiós... ¡acaso por siempre!

—¡Oh, no, por siempre no! —dijo con nerviosismo, y después retrocedió asustada de sus palabras.

—¡Oh, Sdenka! —grité—, no miro ni escucho otra cosa que usted, ya no soy mi dueño, obedezco a una fuerza superior, perdóneme, Sdenka! —Y actuando como un inconsciente la apreté contra mí.

—Usted no es mi amigo —dijo ella liberándose de mis brazos, y se refugió en el fondo de su alcoba. No sé qué le dije, yo mismo estaba confundido por mi audacia. No porque en esa ocasión me hubiera fallado, sino porque a pesar de la pasión que arrastraba, no podía sustraer mi sincero respeto por la inocencia de Sdenka.

Es verdad que al principio había aventurado algunas de las frases galantes que no disgustaban a las mujeres de nuestra época, pero pronto me sentí avergonzado, y renuncié al ver que la candidez de la joven le impedía adivinar lo que para otras como ustedes, lo veo en vuestras sonrisas, está sobreentendido.

Estaba ahí, delante de ella, sin saber qué decirle, cuando de pronto, la vi estremecerse fijando en la ventana unos ojos aterrorizados. Seguí la dirección de su mirada y vi con claridad la figura inmóvil de Gorcha, mirándonos desde afuera.

En ese mismo instante, sentí una pesada mano posarse sobre mi hombro. Me volví. Era Georges.

—¿Qué hace usted aquí? —me preguntó.

Desconcertado por ese reproche brusco, le señalé a su padre que todavía nos miraba a través de la ventana, y aunque huyó rápidamente, Georges lo alcanzó a ver.

—Sentí al viejo y vine a prevenir a su hermana —le dije.

Georges, queriendo leer en mi alma, me miró profundamente. Luego me tomó del brazo, me condujo hasta mi alcoba y se fue sin decirme una palabra.

A la mañana siguiente, la familia estaba reunida frente a la entrada de la casa, sentada en torno a una mesa bien provista de todo tipo de quesos y mantequillas.

—¿Dónde está el niño? —preguntó Georges.

—Está en el patio —respondió su mujer—, se divierte solo en su juego favorito: imaginar que combate a los turcos.

Apenas terminó de pronunciar la frase cuando, para sorpresa nuestra, vimos la figura de Gorcha acercarse desde la espesura del bosque. Caminaba lentamente hacia nosotros y se sentó a la mesa como el día de mi llegada.

—Padre, sed bienvenido —murmuró la nuera con voz apenas perceptible.

—Sed bienvenido, padre —repitieron en voz baja Sdenka y Pierre.

—¡Padre —dijo Georges con voz firme pero cambiando de color—, lo esperábamos para rezar!

El viejo se apartó frotándose las cejas.

—¡Rezaremos ahora mismo! —repitió Georges—, y haga el signo de cruz o la de San Jorge...

Sdenka y su cuñada se inclinaron hacia el viejo suplicándole pronunciar la oración.

—¡No, no —dijo el anciano—, no tiene ningún derecho de exigirme y, si insiste, lo maldeciré!

Georges se levantó y corrió hacia la casa. Y regresó con la furia en los ojos.

—¿Dónde está la estaca? —gritó—, ¿dónde la escondieron?

Sdenka y Pierre intercambiaron miradas.

—¡Cadáver! —dijo entonces Georges dirigiéndose al viejo—, ¿qué le hiciste a mi hijo mayor?, ¿por qué lo mataste? ¡Devuélveme a mi hijo, cadáver!

Y mientras decía esto se ponía cada vez más pálido y su mirada se inflamaba más aún.

El viejo, sin moverse, lo miraba con desprecio.

—¡Oh, la estaca, la estaca! —gritaba Georges—. ¡El que la haya escondido responderá por las desgracias que nos aguardan!

En ese momento oímos los alegres estallidos de risa del hijo menor; lo vimos llegar montando a caballo, sobre una estaca que él hacía galopar, y se acercó lanzando con su vocecita el grito de los serbios cuando atacan al enemigo.

A su vista la mirada de Georges resplandeció. Le arrancó al niño la estaca y se precipitó sobre su padre. Éste emitió un aullido y corrió hacia el bosque con tanta agilidad que parecía sobrenatural.

Georges lo siguió a través de la espesura y pronto los perdimos de vista.

Cuando Georges regresó a la casa, el sol ya se había puesto. Lo vimos pálido como la muerte y con los cabellos erizados. Se sentó junto al fuego y creí percibir que sus dientes castañeteaban. Nadie osó interrogarlo. A la hora en que la familia por costumbre se retiraba, pareció recobrar toda su energía y, llevándome aparte, me dijo de la manera más natural:

—Querido huésped, vengo de ver el río. Ya no hay témpanos, el camino está libre: nada impide su partida. En estos momentos resulta imposible —añadió lanzando una mirada a Sdenka— divertirse con nosotros. Le deseamos toda la buena suerte que sea posible aquí en la Tierra, y espero que usted guarde un buen recuerdo de nosotros. Mañana, al rayar el alba, encontrará el caballo ensillado y el guía listo para conducirlo. Adiós. De vez en cuando acuérdese de su anfitrión y perdónele si su estadía no estuvo exenta de adversidad, como él habría deseado.

Los severos rasgos de Georges, en ese momento me parecieron casi cordiales. Me acompañó hasta mi habitación y me estrechó la mano una vez más. Luego sus dientes castañetearon como si temblara de frío.

Solo, en mi alcoba, no pensaba ni por asomo acostarme, como ustedes podrán imaginar. Tenía otras preocupaciones. Muchas veces en mi vida me había enamorado. Había sufrido arrebatos de ternura, de despecho y de celos, pero nunca, ni siquiera cuando dejé a la duquesa de Gramont, sentí una tristeza similar a la que en ese momento me desgarraba. Antes de salir el sol me puse el atavío de viaje y quise intentar ver a Sdenka por última vez. Pero Georges me esperaba en el vestíbulo. La mínima posibilidad de verla me fue arrebatada.

Salté sobre mi caballo y partí al galope. Prometí que a mi vuelta de Jassy pasaría por este pueblo y esta esperanza tan lejana disipó poco a poco mi pesadumbre. Ya     pensaba con gozo en el regreso, y en mi imaginación se dibujaban recuerdos del porvenir con todos sus detalles, cuando un movimiento brusco del caballo casi me hizo caer. El animal se detuvo repentinamente, y poniéndose tenso, se paró, apoyándose en sus patas delanteras, y resopló ruidosamente, como suelen hacer los caballos cuando los acosa algún peligro. A cien pasos de mí distinguí un lobo cavando la tierra. Al oirnos, huyó. Hendí las espuelas en los costados del caballo y conseguí hacerlo avanzar. Entonces me dí cuenta que en el lugar donde estuvo el lobo había una sepultura reciente. Me pareció ver el extremo de una estaca que sobresalía algunas pulgadas de la tierra removida. Sin embargo, no puedo afirmarlo porque pasé velozmente por el lugar.

Llegado a este punto el marqués guardó silencio y tomó una porción de tabaco.

—¿Eso es todo? —preguntaron las damas.

—¡Desgraciadamente, no! —respondió el marqués de Urfé—. Lo que me resta por contarles forma parte de recuerdos que son todavía más dolorosos para mí, y al narrarlos creo librarme de ellos.

Los asuntos que me condujeron a Jassy, me retuvieron más tiempo del que esperaba. No cumplí con todos sino hasta seis meses después. ¿Qué puedo decirles? Es penoso confesarlo, en este mundo son pocos los sentimientos duraderos. El éxito de mi negociación, los estímulos que recibí del gabinete de Versalles, en una palabra, la política, esa vil política, que tanto nos ha mortificado en estos últimos tiempos, no tardaron en debilitar en mi alma el recuerdo de Sdenka. Además, la esposa de nuestro anfitrión, mujer bella y que hablaba perfectamente nuestro idioma, me honró al escogerme entre otros jóvenes extranjeros que residían en Jassy. Como estuve educado dentro de los principios de las cortes francesas, mi sangre gala se habría sublevado antes de pagar con ingratitud la benevolencia que me testimoniaba la bella. Por tanto correspondí galante a las ventajas que se me ofrecían, y también para defender los intereses y hacer valer los derechos de Francia,  comencé por avezarme en todo lo concerniente al hospitalario anfitrión.

Recibí un llamado de mi país y retomé una vez más el camino que me condujo a Jassy.

Ya no pensaba en Sdenka ni en su familia, hasta que una noche, galopando a campo traviesa, escuché las campanadas que anunciaban las ocho de la noche. Me pareció que ya había escuchado alguna vez ese sonido y mi acompañante anunció que provenía de un convento cercano. Le pregunté el nombre y me enteré que no era otro que el de la Virgen del Roble. Aceleré la marcha del caballo y en poco tiempo estábamos golpeando la puerta del convento. Un eremita vino a abrir y nos condujo a la estancia para los extranjeros. Lo encontré tan atiborrado de peregrinos que perdí las ganas de pasar ahí la noche y pregunté si podía hallar alguna casa de huéspedes en el pueblo.

—¡Encontrará más de una —me respondió el eremita profiriendo un suspiro—, gracias al infiel de Gorcha, las casas abandonadas no escasean!

—¿Qué quiere decir con eso? —inquirí—, ¿el viejo Gorcha todavía vive?

—¡Oh, no, ése está bien muerto y enterrado con una estaca clavada en el corazón! Pero antes de eso había succionado la sangre del hijo de Georges. El niño regresó una noche y llorando tras la puerta imploró que le abrieran pues tenía frío. La necia de su madre, siendo testigo de su entierro, no tuvo el valor para enviarlo de vuelta al cementerio y le abrió. Entonces el niño se lanzó sobre ella y la sorbió hasta morir. Fue enterrada, pero tornó para succionar la sangre de su otro hijo, luego la de su marido y finalmente la de su cuñado. A todos les tocó.

—¿Y Sdenka? —pregunté.

—¡Oh, ésa se volvió loca de dolor, pobre niña, ni me hable!

La respuesta del eremita no fue afirmativa pero no tuve el ánimo suficiente para repetir la pregunta.

—¡El vampirismo es contagioso! —continuó el eremita persignándose—. Numerosas familias en el pueblo son atacadas, en muchos casos perece hasta el último miembro, y si me cree, permanecerá esta noche en el convento. Aunque se quedara en el pueblo y usted no fuera devorado por los vourdalaks, el terror que experimentaría sería suficiente para dejar blancos sus cabellos antes de llamar a maitines. Yo soy un pobre religioso —continuó—, pero la misma generosidad de los viajeros me permite proveer sus necesidades. Tengo exquisitos quesos, uvas secas que le harán agua la boca y algunas botellas de vino de Tokay que no tienen nada que envidiar al que sirven a su Santidad.

En ese momento me pareció que el eremita se convertía en posadero. Creí que adrede me había narrado historias para no dormir en razón de hacerme agradable a los ojos de Dios al imitar la generosidad de los viajeros que proveen al santo para que éste sacie sus necesidades.

Además la palabra terror siempre hizo sobre mí el mismo efecto que el clarín hace sobre el corsario en tiempos de guerra. Hubiera sentido vergüenza de no haber salido de inmediato. Mi guía, tembloroso, me pidió permiso de permanecer y se lo di con gusto.

Tardé aproximadamente una media hora en llegar al pueblo. Lo encontré desierto. No refulgía una luz, no se dejaba oír una canción. Pasé en silencio por entre las casas, la mayoría de ellas me eran conocidas y llegué por fin a la de Georges. Ya fuera por sentimentalismo, ya por gallardía juvenil, fue ahí donde decidí pasar la noche.

Bajé de mi montura y toqué a la puerta de la cochera. Nadie me respondió. Empujé la puerta que se abrió rechinando los goznes y entré.

Amarré mi montura con todo y silla dentro del cobertizo en el que había una cantidad suficiente de avena, y avancé resuelto hacia la casa.

Como ninguna puerta estaba cerrada, las habitaciones parecían desiertas. La de Sdenka daba la impresión de haber sido abandonada la víspera. Algunos vestidos yacían aún sobre la cama. Las joyas que recibió de mí, entre ellas una pequeña cruz esmaltada que había adquirido al pasar por Pest, brillaban sobre una mesa al resplandor de la luna. No pude evitar sentir mi pecho oprimido, aunque el amor ya había pasado.

No obstante me arropé en mi abrigo y me tendí en la cama. De súbito, el sueño se apoderó de mí. No recuerdo con precisión los detalles, pero vagamente sé que vi de nuevo a Sdenka, hermosa, ingenua y cariñosa, igual que en el pasado. Viéndola, me arrepentía de mi egoísmo y de mi inconstancia. ¿Cómo pude, me preguntaba, abandonar a esta pobre niña que me amaba?, ¿cómo pude olvidarla? Luego su imagen se fundió con la de la duquesa y las vi a las dos en la misma persona. Me lanzaba a los pies de Sdenka, implorando su perdón. Todo mi ser, mi alma toda se sumergía en un laberinto inefable de felicidad y melancolía.

Ése era el rumbo de mis sueños cuando me despertó una música armoniosa parecida al murmullo de una brisa ligera sobre el campo. Me pareció escuchar que las espigas se encontraban en una misma melodía y que el canto de los pájaros se mezclaba con el fluir de un manantial y con el murmullo de los árboles. Luego todos esos sonidos confusos no me parecieron sino el roce de un vestido de mujer, abrí los ojos y vi a Sdenka junto a la cama. La luna refulgía con tal fulgor que pude distinguir los detalles más pequeños y adorables que me habían sido tan queridos en otro tiempo. Encontré a Sdenka más hermosa y madura. Iba con el mismo arreglo que la última vez que la vi: una simple camisa de seda bordada en oro y una falda estrechamente ajustada a sus caderas.

—¡Sdenka! —le dije incorporándome—, ¿es usted, Sdenka?

—Sí, soy yo —me respondió con dulzura y tristeza a la vez—, la misma Sdenka que olvidaste. Ay, ¿por qué no viniste antes? ¡Ahora todo se ha acabado, es mejor que te vayas! ¡Un momento más y estarás perdido!¡Adiós, amigo, adiós para siempre!

—¡Sdenka —le dije—, supe que ha sufrido usted numerosas desgracias! ¡Venga, hábleme de ello, eso aligerará sus penas!

—Amigo mío, no hay que creer todo lo que se dice de nosotros; pero váyase, váyase rápido, porque si permanece aquí, su ruina es segura.

—Pero Sdenka, ¿qué peligro será ése que me amenaza? ¿No podría concederme aunque fuera una hora para platicar con usted?

Sdenka se estremeció y un cambio se operó en toda su persona.

—Sí, claro —dijo ella—, una hora, una hora, ¿al igual que esa noche, cuando cantaba la balada del viejo rey, y tú entraste en esta habitación? ¿Es eso lo que quieres decir? ¡Hecho, te concedo una hora! Pero no, no —dijo ella, retractándose—, vete. ¡Sal rápido, te digo! ¡Huye... huye mientras puedas!

Una energía salvaje animaba sus rasgos.

No entendía el motivo que le hacía decir esas cosas, pero estaba tan hermosa que resolví permanecer a su pesar. Finalmente cedió a mi petición, se sentó cerca de mí, me habló del pasado, y me confesó, enrojeciendo, que me había amado desde el primer día. Mientras tanto, percibí que un cambio paulatino se iba operando en Sdenka. La timidez de otro tiempo dio paso a la desenvoltura. Su mirada, antes cohibida, hoy era atrevida. En fin, vi con asombro que su manera de ser conmigo estaba lejos de la modestia que antaño la distinguía.

¿Será posible, me dije, que Sdenka no fuera la joven pura e inocente que aparentaba ser hace dos años? ¿Habrá actuado por miedo a su hermano? ¿Habré sido vilmente engañado con una virtud prestada? Pero entonces, ¿porqué me suplicó partir? ¿No será una astucia de la coquetería? ¡Y yo que creía conocerla! ¡Pero, qué importa! Si Sdenka no es una Diana como lo creí, bien puedo compararla con otras divinidades, no menos encantadoras, y, ¡alabado sea Dios!, prefiero el papel de Adonis al de  Acteón.

Si esa sentencia clásica, que me dirigí a mí mismo, les parece fuera de tono, señoras mías, tengan presente que la historia que tengo el honor de contarles sucedió en el año de 1758. En esa época la mitología estaba en boga y yo no hago alardes de ir más rápido que el siglo. Las cosas han cambiado desde entonces, y no fue hace mucho que la    Revolución, echando abajo los principios paganos y los cristianos, entronizó a la deidad Razón en su lugar. Esta deidad, señoras mías, jamás fue mi patrona, menos cuando me hallé frente a una mujer, y en la época de que les hablo, estaba aún menos dispuesto a ofrecerle sacrificios. Yo me abandoné sin reservas a la inclinación que me conducía a Sdenka y me dejé llevar por sus provocaciones. Había transcurrido algo de tiempo en dulce intimidad, y jugando a adornar a Sdenka con todas sus joyas, quise rodear su cuello con la pequeña cruz esmaltada que había visto sobre la mesa. A mi gesto, Sdenka retrocedió sobresaltada.

—¡No más juegos, amigo mío —me dijo—, deja ahí esa fruslería y hablemos de ti y de tus proyectos!

El ofuscamiento de Sdenka me hizo reflexionar. Mirándola con atención, remarqué en su cuello la ausencia de las muchas imágenes santas, relicarios y saquitos con incienso que los serbios acostumbran llevar puestos desde que son niños hasta su muerte, y que Sdenka portaba en otro tiempo.

—Sdenka —le dije—, ¿dónde están las imágenes que llevabas colgadas?

—Las perdí —respondió con una actitud de impaciencia y rápidamente cambió la conversación.

Un vago presentimiento se adueñó de mí, y quise irme de inmediato, pero Sdenka me retuvo.

—¿Cómo? —me dijo—, ¡pediste una hora y, cuando te complazco, decides irte al cabo de unos pocos minutos!

—Sdenka —dije—, tenía usted razón de incitarme a partir, escuché ruido y temo que nos sorprendan.

—¡Tranquilízate, amigo mío, todo duerme a nuestro alrededor, sólo el grillo y el abejorro pueden escuchar lo que voy a decirle!

—¡No, no, Sdenka tengo que partir!...

—Espera, espera —dijo Sdenka—, ¡te amo más que a mi alma, más que a mi libertad, tú dijiste que tu sangre y tu vida me pertenecían!...

—¡Pero y tu hermano, tu hermano, Sdenka, presiento que vendrá!

—¡Cálmate, mi hermano está adormecido por el viento que juega entre los árboles; su sueño es profundo, larga la noche, y yo no te pido sino una hora!

Al decir esto, Sdenka estaba tan hermosa que, el vago terror que me agitaba comenzó a ceder ante el deseo de permancer junto a ella. Una mezcla de temor y voluptuosidad indecible se apoderó de todo mi ser. A medida que yo me entregaba, Sdenka se hacía más tierna, y si bien yo me había decidido a sucumbir, todo me decía que me mantuviera en guardia. Sin embargo, como dije hace un momento, siempre fui sabio a medias, y cuando Sdenka, dándose cuenta de mis reservas, me propuso disipar el frío nocturno con unos vasos de vino generoso, que me dijo provenían del eremita, acepté solícito y ella sonrió. El vino hizo efecto. A partir del segundo vaso, la mala impresión que experimenté por la escena de la cruz y de las imágenes, se borró por completo. Sdenka, desarreglada, con sus hermosos cabellos medio trenzados, con sus joyas a la luz de luna, me pareció irresistible. No pude contenerme y la tomé en mis brazos.

Entonces, mis queridas damas, tuvo lugar una de esas misteriosas revelaciones que jamás sabré cómo explicar, pero que ante mi experiencia terminé por creer aunque hasta la fecha me cuesta admitirlo.

Con tal fuerza tomé entre mis brazos a Sdenka que uno de los extremos de la cruz, que me regaló la duquesa de Gramont y que ustedes acaban de ver, se clavó en mi pecho. El dolor punzante me atravesó como el rayo de luz de la revelación. Miré a Sdenka, y sus rasgos, aunque hermosos, estaban contraídos por la muerte, sus ojos no veían y su sonrisa era una mueca impresa por la agonía, en un rostro cadavérico. Al mismo tiempo sentí el olor nauseabundo que despiden los sepulcros mal cerrados. La espantosa realidad en todo su esplendor se me brindó, era demasiado tarde para recordar las advertencias del eremita. En seguida comprendí lo precario de mi situación y que dependía de mi ánimo y de mi sangre fría. Desvié la mirada hacia la ventana para ocultar a Sdenka el horror que mi expresión debía traslucir. Pegado al vidrio estaba el infame de Gorcha, apoyado sobre una estaca ensangrentada y posando sobre mí unos ojos de hiena. En la otra ventana se veía el rostro pálido de Georges: ahora tenía con su padre un parecido aterrador. Los dos espiaban el más mínimo de mis movimientos y no dudé que en una tentativa de fuga se lanzarían sobre mí. Fingí no darme cuenta, pero no me fue fácil controlarme. Continué, sí, mis queridas damas, continué regalando a Sdenka las mismas caricias que antes del terrible descubrimiento. Todo ese tiempo de angustia no pensé en otra cosa que no fuera el modo de escapar. Percibí que Georges y Gorcha intercambiaban con Sdenka señales de impaciencia. De afuera llegaban una voz de mujer y unos gritos infantiles tan espeluznantes como los aullidos de un gato salvaje.

—¡Llegó la hora de hacer las maletas! —me dije, y mientras más rápido, mejor.

Le hablé a Sdenka en voz alta para que su horrenda parentela alcanzara a oír:

—Estoy cansadísimo, mi niña, y me gustaría mucho acostarme y dormir unas cuantas horas, pero antes tengo que ir a ver si el caballo ha comido y tiene el forraje suficiente. Le ruego no se vaya y, por favor, espere, vuelvo enseguida.

Entonces hice coincidir mis labios con los fríos y descoloridos labios de ella, y salí. Encontré al caballo con el hocico cubierto de espuma e inquieto. No había tocado la avena y el relincho con furia que emitió al verme llegar me erizó la piel. El caballo estaba incontrolable y temí que echara por tierra mi intención de escapar. Aunque seguramente los vampiros escucharon mi conversación con Sdenka y se inquietaron. Comprobé que la puerta de la cochera estaba abierta, y lanzándome sobre la silla de montar, espoleé al caballo.

Al salir pude ver un grupo numeroso reunido alrededor de la casa, casi todos con las caras pegadas a las ventanas. Mi brusca salida los dejó estupefactos, pues durante un largo rato en medio de la silenciosa noche no se escuchó sino un galope continuo. Cuando creí que había llegado el momento de felicitarme por mi astucia, oí a mis espaldas el ruido de un huracán entre las montañas. Miles de voces confusas gritaban, aullaban y parecían pelearse entre ellas. Luego, enmudecieron como por un acuerdo en-     tre ellas y sentí unas zancadas acuciantes como si una tropa de soldados se aproximara a paso rápido.

Espoleé mi montura hasta desgarrarle los costados. La fiebre me hacía temblar y mientras hacía esfuerzos inusitados por conservar el temple una voz detrás de mí gritó:

—¡Espera, espera, amigo! ¡Te amo más que a mi alma, más que a mi libertad, que a mi vida! ¡Espera, espera, tu sangre me pertenece!

En ese instante un aliento glacial rozó mi oreja y tuve la sensación que Sdenka había subido a la grupa.

—¡Mi corazón, mi alma! —dijo—, no miro ni escucho otra cosa que a ti, ya no soy mi dueña, obedezco a una fuerza superior, perdóname, amigo, perdóname!

Y enlazándome con sus brazos trató de estirarme hacia atrás para morderme el cuello. Una lucha feroz se estableció entre nosotros. Durante largo rato apenas conseguí defenderme, pero finalmente alcancé, con una mano, sujetar a Sdenka por la cintura y, con la otra, por las trenzas y apoyándome en los estribos, ¡la arrojé al suelo!

Acto seguido me abandonaron las fuerzas y tuve visiones delirantes. Miles de rostros enloquecidos me perseguían haciendo muecas terribles. Georges y su hermano Pierre bordeaban el camino y trataban de obstaculizarlo. No lo lograron y estuve a punto de sentirme salvado cuando vi a Gorcha que sirviéndose de su estaca daba saltos como un alpinista tirolés que traspone abismos. Gorcha también quedó rezagado en el camino. Entonces su nuera, arrastrando tras de sí a sus hijos, le lanzó uno, Gorcha lo recibió con el extremo de la estaca y utilizándola a modo catapulta, lanzó con todas sus fuerzas al niño como un proyectil sobre mí. Esquivé al niño pero con instinto de sabueso la pequeña alimaña se adhirió al cuello de mi caballo y me costó trabajo desprenderlo. Me lanzaron al otro niño pero, éste cayó delante y el caballo lo aplastó. No recuerdo qué otras cosas sucedieron y cuando volví en mí, estaba a un lado del camino y mi caballo moribundo.

Así termina, queridas damas, un amorío que debió curar para siempre las ganas de intentar nuevos. Algunas contemporáneas de sus abuelas podrán atestiguar si después de esta historia me hice prudente.

No importa lo que haya sido. Tiemblo todavía al pensar que, si hubiera sucumbido ante mis enemigos, hoy sería un vampiro; pero el cielo no quiso permitir que sucediera, y, ¡lejos de tener sed de vuestra sangre, señoras, no pido algo mejor, a pesar de mis años, que obtener la gracia de vertir la mía por vuestros favores!

Aleksei Konstantinovich Tolstoi

 

 
 
 

Cuentos fantásticos

Circe
Yo no sueño, Ulises: cuento: una brizna, las estrellas, el aroma del heno, la lluvia, los árboles. Y como no quiero repetir nada, a nadie le pido permanencia. La vida es como el agua: tócala con la mano abierta y la sentirás vivir, siempre igual en su fuga. Pero si aprietas la mano para cogerla, la pierdes. Mucha gente ha pasado, de muchas leyes y distintos países, por esta casa a orillas del mar. Y en cada uno la felicidad tenía un nombre diferente; pero se trataba siempre de alguna vieja y arrugada historia que llevaban a cuestas.
Agustí Bartra.


Llamada
El último hombre sobre la Tierra está sentado a solas en una habitación. Llaman a la puerta...
Fredric Brown.


Cuento de horror
La mujer que amé se ha convertido en un fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.
J.J. Arreola.

 

Los fantasmas y yo
Siempre estuve acosado por el temor a los fantasmas, hasta que distraídamente pasé de un habitación a otra sin utilizar los medios comunes.
René Avilés Fabila.
Grandes minicuentos fantásticos. Selección de Benito Arias García.
Alfaguara, S.A., Colombia, 2005.

Novela de terror
-Vámonos ya. Los muertos nos esperan.
José Emilio Pacheco.


Insomnio
Vendrá esta noche, como todas las anteriores.
Trepará por la pared y se esconderá en el armario o debajo de la cama. Esperará la hora exacta, cuando relaje los músculos del cuello y entorne los párpados (...) He intentado convencerle de que estoy débil y ya no le sirvo; mis mejillas están muy pálidas.
Pero el vampiro no escucha y se ríe de mi crucifijo.
Juan Gracia Armendáriz.


Grandes minicuentos fantásticos. Selección de Benito Arias García.
Alfaguara, S.A., Colombia, 2005.

Vampirismo e individualidad

Trataba de comprender por qué el símbolo cristiano de la Cruz aterrorizaba a los vampiros... si es que era cierto que los aterrorizaba. (...) ¿Sentían todos los vampiros el mismo miedo?
(...) Los hechos indicaban que todos los vampiros eran similares, aunque dracula y algunas lamias, que probablemente no eran verdaderos vampiros, tenían extraordinarios poderes. Por lo demás eran tan parecidos como...
Como otro grupo de animales, como las ovejas y cualquier clase de ganado. No se distinguían individualmente entre ellos. Y los seres humanis debían de carecer de esa individualidad cuando comenzaron su evolución a aprtir del mono. Por lo tanto, tuvo que haber una época en que la individualidad - el rasgo que diferencia a la Humanidad incluso de los mamíferos más desarrollados- apareciese para iluminarlo todo. Su luz señaló el fin del dominio de los vampiros.
(...)
Aquél gran momento de la evolución, el despertar del espíritu individual, debía ser algo muy reciente.
(...)
Pero muchas religiones antiguas habían celebrado ceremonias que demostraban que los ho,bres de entonces no se comportaban ni se veían como individuos, sino como simples elementos de un  conjunto. Si era posible sacrificar carneros o esclavos para salvar un alma, si miles de cautivos servían para salvar miles de almas -como ocurría entre los aztecas- es o quería decir que todas las almas son iguales, intercambiables. La conciencia individual se abrió paso muy lentamente.
Hacia el siglo VI a. C. ya se dieron algunos sognos de aquel despertar, gracias a grandes hombres como Confucio; Buda y los filosófos griegos.
Las religiones a las que sustituyó el cristianismo adoraban objetos de madera, imágenes talladas sin ningún hálito vital. Aquellas imagenes que estaban en consonancia con los fuegos del sacrificio. La introspección solitaria de la oración era un idea novedosa. Nadie se aventuraba cuarenta días y cuarenta noches en el desierto para encontrar al  dios Baal.
Jesucristo encarnaba algo nuevo y revolucionario: el valor del individuo. La idea de la salvación individual estaba relacionada con el triunfo de la conciencia. Había cambiado el mundo, o la mayor parte al menos. La época era propicia para aquellos conceptos... ¿acaso no fue en ese mismo periodo en el que comenzaron a expandirse otras grandes religiones? ¿Y todas con el mismo fundamanto?
En un principio, los vampiros primitivos tenían como presas a criaturas sin conciencia individual. Eran su alimento natural. El peligro, para ellos, creció hasta límites insospechados cuando se vieron obligados a atacar individuos impredecibles...y la cruz simbolizaba aquel peligro y todo lo que ellos temían.
En Bodeland surgió la esperanza.

Brian Aldiss.


Drácula desencadenado. Celeste Ediciones S. A., Madrid, 2001.